IX

Pero, antes de llegar a ese instante capital, sucedieron otras cosas que debo relatar, porque fueron las que me permitieron entrar en el universo de los ciegos, antes de que la metamorfosis de Iglesias llegara a su término: como esos desesperados mensajeros en motocicleta, que durante la guerra logran atravesar un puente que saben debe ser volado de un momento a otro. Porque yo veía acercarse el momento fatal en que la metamorfosis estaría completada y trataba de apresurar mi carrera. Por momentos pensé que no llegaría a tiempo y que el puente sería volado por el enemigo antes de que yo, en mi absurda carrera, lograse atravesar el foso.

Asistía con ansiedad creciente al paso de los días, calculaba que el proceso interior de Iglesias seguía su ineluctable curso y no veía ningún indicio de que ELLOS apareciesen. Excluía por absurda la sola hipótesis de que los ciegos no se enterasen de que alguien ha perdido la vista y que, por lo tanto, debe ser encontrado y conectado a la secta. Sin embargo, el indiferente curso de los días y mi creciente inquietud me hicieron pensar en esa hipótesis y en otras más descabelladas, como si mi emoción me obnubilara la capacidad de raciocinio y me hiciera olvidar, además, todo lo que ya sabía sobre la secta. Es probable, en efecto, que la emoción sea propicia para crear un poema o componer una partitura musical, pero es desastrosa para las tareas de la razón pura.

Me avergüenza recordar las tonterías que se me ocurrieron cuando empecé a temer que no alcanzaría a cruzar el puente. Llegué hasta suponer que un hombre enceguecido podría quedar como un islote en medio de un inmenso océano indiferente. Quiero decir: ¿qué pasaría con un hombre que, como Iglesias, enceguece por accidente y que a causa de su modalidad personal no quiere ni busca el contacto con los otros ciegos?, ¿que dominado por la misantropía, por el desaliento o por la timidez no desea ponerse en comunicación con esas sociedades que son las manifestaciones visibles (y superficiales) del mundo vedado: la Biblioteca para Ciegos, los Coros, etc.? ¿Qué podía impedir, a primera vista que un hombre como Iglesias se mantuviese aislado y no sólo no buscase sino que rehuyese la cercanía de sus congéneres? Un estremecimiento de vértigo me acometió en el instante en que imaginé esa idiotez (porque también las idioteces pueden conmovernos). Traté en seguida de calmarme. Reflexioné: Iglesias tiene que trabajar, es pobre, no puede permanecer inactivo. ¿Cómo trabaja un ciego? Tiene que salir a la calle y realizar algunas de esas actividades que les están reservadas: vender peines y baratijas, retratos de Gardel y Leguisamo, las famosas ballenitas; algo, en fin, que lo hace fácilmente visible y, tarde o temprano, fiable para los hombres de la secta. Intenté acelerar el proceso, instándolo a instalarse con algunos de esos negocitos. Le hablé con entusiasmo de las ballenitas y de lo que podía sacar en un solo subterráneo. Le pinté un porvenir rosado, pero Iglesias se mantenía silencioso y desconfiado.

—Tengo todavía unos pesos. Ya veremos más adelante. ¡Más adelante! ¡Qué desesperantes eran esas palabras! Le hablé de un puesto de diarios, pero tampoco se entusiasmó.

No me quedaba otro recurso que esperar y seguir observando, hasta que la necesidad lo obligase a salir.

Repito que ahora me da vergüenza haber llegado a esos grados de imbecilidad, bajo el dominio del temor. ¿Cómo, en mi sano juicio, podía suponer que la secta necesitase de algo tan burdo como la instalación del tipógrafo con un puesto de diarios para saber de su existencia? ¿Y la gente que presenció la salida de Iglesias accidentado? ¿Y los enfermeros y médicos en el hospital? Eso, sin contar con los poderes que la secta tiene, y el inmenso y enmarañado sistema de informaciones y de espionaje que como una formidable telaraña invisible envuelve el mundo. Debo decir, sin embargo, que después de algunas noches de ridículo malestar, concluí que aquellas hipótesis eran disparatadas y que no existía la menor posibilidad de que Iglesias quedase abandonado. Lo único temible era que el contacto se produjese demasiado tarde para mí. Pero contra eso nada podía hacer.

Yo no podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo sin estar en su cercanía. Las medidas que tomé fueron las siguientes:

  1. Di una importante suma de dinero a la dueña de la pensión, una señora Etchepareborda, que me pareció, felizmente, una especie de retardada mental. Le rogué que cuidase de Iglesias y que me advirtiera sobre cualquier cosa que tuviese que ver con el tipógrafo, con el cuento, claro, de su invalidez.
  2. Pedí al tipógrafo que no hiciera nada sin avisarme, pues yo quería serle útil en todo sentido. No deposité mucha confianza en esta variante porque imaginé, con fundamento, que iba a ir separándose cada día más de mí y que la desconfianza hacia mi persona tendría que ir en aumento.
  3. Procuré establecer, dentro de lo posible, la más estrecha vigilancia sobre sus movimientos, si es que se le ocurría salir; o sobre los movimientos de las gentes que presumiblemente podrían acercársele. Su pensión estaba en la calle Paso. Por suerte, a poco más de veinte metros había un café donde yo podía, como tantos otros desocupados, permanecer horas y horas, aparentando leer el diario o conversando con los mozos, de los que debí hacerme amigo. Era verano, y sentado al lado de la ventana abierta podía vigilar la entrada de la pensión.
  4. Utilicé a Norma Gladys Pugliese, con el doble fin de no despertar las sospechas que despierta un hombre solo que vigila y de alternar un poco el fútbol y la política argentina con el pequeño placer que encontraba en corromper a la maestra.