Se desenvolvió un largo proceso hasta que yo pude vislumbrar los primeros resultados. Ya que, como es fácil imaginar, esa región intermedia que separa los dos mundos, está colmada de equívocos, de tanteos, de ambigüedades: dada la índole secreta y atroz del universo de ciegos, es natural que nadie pueda acceder a él sin una serie de sutiles transformaciones.
Vigilé de cerca ese proceso y no me separé de Iglesias sino lo indispensable: era mi oportunidad más segura de filtrarme en el mundo prohibido y no lo iba a malograr por errores groseros. Traté así de permanecer a su lado en la medida de lo posible, pero también de lo insospechable. Lo cuidaba, le leía algún libro de Kropotkin, le conversaba sobre el Apoyo Mutuo, pero sobre todo, observaba y esperaba. En mi pieza coloqué un enorme cartel visible desde la cabecera de mi cama, que decía:
OBSERVAR
ESPERAR
Me decía: tarde o temprano tienen que aparecer, debe haber un instante en la vida del nuevo ciego en que ELLOS deben venir en su busca. Pero ese instante (me decía también, con inquietud), ese instante podía no estar muy marcado, sino que, por el contrario, era muy probable que pareciese algo baladí y hasta cotidiano. Era necesario estar atento a los detalles más fútiles, vigilar a cualquier persona que se le acercase, por insospechable que a primera vista pareciese y sobre todo en ese caso, era menester interceptar cartas y llamados telefónicos, etc. Como se comprende, el programa era abrumador y casi laberíntico. Basta pensar en un solo detalle para tener una idea de la ansiedad que en aquellos días me consumió: otra persona de la pensión podía ser el intermediario, incluso candoroso, de la secta; y ese individuo podía ver a Iglesias en momentos en que me era imposible controlarlo, hasta esperarlo en el baño. En largas noches de cavilación en mi pieza elaboré planes tan detallados de observación que para realizarlos habría sido preciso una organización de espionaje tan grande como la que un país requiere durante una guerra; con el peligro, siempre existente, del contraespionaje, ya que es harto sabido que todo espía puede ser un espía doble, y contra eso nadie está a cubierto. En fin, al cabo de largos análisis, en que pensé que podía enloquecerme, terminaba por simplificar y reducirme a lo que me era posible ejecutar. Era necesario ser minucioso y paciente, tener coraje y guante de seda: mi frustrada experiencia con el sujeto de las ballenitas me había enseñado que nada lograría por el camino más expeditivo y rápido de un ataque frontal.
He escrito la palabra “coraje” y también podría haber escrito “ansiedad”. Pues me atormentaba la duda de que la secta hubiese desencadenado sobre mí la más estricta vigilancia desde el episodio del sujeto aquel. Y consideré que todas las precauciones eran escasas. Daré un ejemplo: mientras aparentaba leer el diario en el café de la calle Paso, bruscamente, con la velocidad del rayo, levantaba la vista y trataba de sorprender una expresión sospechosa en Juanito, un brillo equis en la mirada, un sonrojo. Luego lo llamaba con la mano. “Juanito —le decía, supuesto que no se hubiera sonrojado—, ¿por qué se puso colorado?” El tipo negaba, claro. Pero también era una excelente prueba: si negaba sin ponerse colorado, era bastante probatorio de su inocencia; si se ponía rojo ¡cuidado! Como es lógico, tampoco probaba que nada tuviera que ver con la confabulación el hecho de no enrojecer a esta pregunta mía (por eso he escrito “bastante” probatorio), pues un buen espía tiene que estar por encima de esta clase de defectos.
Todo esto puede estimarse como una muestra de delirio de persecuciones, pero los acontecimientos posteriores DEMOSTRARON que mi desconfianza y mis dudas no eran, por desgracia, tan desatinadas como puede imaginar un individuo desprevenido. ¿Por qué, sin embargo, yo me atrevía a acercarme tan peligrosamente al abismo? Es que contaba con la inevitable imperfección del mundo real, en que ni siquiera el servicio de vigilancia y espionaje de los ciegos puede estar exento de fallas. También contaba con algo que era lógico presumir: los odios y antipatías que debía haber entre los ciegos, como en cualquier otro grupo de mortales. En suma, reflexioné que la clase de dificultades que un vidente podía esperar en la exploración de ese universo, no serían muy distintas de la que un espía inglés podía encontrar durante la guerra en el sistemático pero lleno de grietas y rencores régimen hitlerista.
No obstante, el problema era doblemente complicado porque, como era de esperarse, empezó a cambiar la mentalidad de Iglesias; aunque más que mentalidad (y menos) habría que decir su “raza” o “condición zoológica”. Como si en virtud de un experimento con genes, un ser humano comenzase a convertirse, lenta pero inexorablemente, en murciélago o lagarto; y lo que es más atroz, sin que casi nada de su aspecto exterior revelase un cambio tan profundo. Estar solo en una habitación cerrada y a oscuras, de noche, sabiendo que en ella hay también un murciélago es siempre impresionante, sobre todo cuando se siente volar a esa especie de rata alada y, en forma ya intolerable, cuando sentimos que una de sus alas ha rozado nuestra cara en su inmundo vuelo silencioso. ¡Pero cuánto más horrenda puede ser esa sensación si el animal tiene forma humana! Iglesias fue sufriendo esos cambios sutiles que acaso para otro habrían podido pasar inadvertidos, pero que para mí, que vigilaba astuta y sistemáticamente, eran sensibles.
Se volvió cada día más desconfiado. Claro: ni era todavía un auténtico ciego, dotado de ese poder de moverse en las tinieblas y de ese sentido del oído y del tacto; ni era ya un hombre capaz de ver con sus ojos corrientes. Tuve la impresión de que se sentía perdido: no lograba una exacta sensación de las distancias, cometía errores cinestésicos, tropezaba, se llevaba torpemente un vaso por delante con sus manos que tanteaban. Se irritaba, aunque trataba de disimularlo por orgullo.
—No es nada, Iglesias —le decía yo, en lugar de quedarme callado y de simular distraimiento.
Lo que aumentaba su irritación y acentuaba sus reacciones, que era precisamente lo que me proponía.
De pronto me quedaba callado y dejaba, por decirlo así, que un silencio total lo rodeara. Ahora bien: para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo. No sabe a qué atenerse, todos sus vínculos con el mundo exterior han sido abolidos en esas tinieblas de los ciegos que es el silencio absoluto. Tienen que estar atentos al más mínimo rumor, el peligro los acecha por todos los costados.
En esos momentos son solitarios e impotentes. El simple tictac de un reloj puede ser como una lucecita en lontananza, esas lucecitas que en los cuentos infantiles divisa el héroe aterrorizado cuando se creía perdido en medio de la selva.
Entonces yo daba un pequeño golpe con un dedo, como al descuido, sobre la mesa o sobre la silla y notaba cómo instantáneamente, con neurótica ansiedad, Iglesias dirigía toda su vida en esa dirección. En medio de su soledad, tal vez se preguntaba: ¿Qué se propone Vidal? ¿Dónde está? ¿Por qué ha permanecido en silencio?
Tenía, en efecto, una gran desconfianza hacia mí. Esa desconfianza fue creciendo a medida que pasaban los días y se hizo insalvable al cabo de tres semanas, cuando su metamorfosis acababa. Existía un indicio que debía marcar, si mis teorías no eran equivocadas, el definitivo ingreso de Iglesias en el nuevo reino, su transformación absoluta; y era el asco que en mí despiertan los auténticos ciegos. Tampoco ese asco o aprensión o fobia aparece de golpe: mi experiencia me mostró que también eso se produce poco a poco, hasta que un día nos encontramos ante el hecho consumado y espeluznante: ya estamos delante del murciélago o del reptil. Recuerdo aquel día: ya al acercarme a la pieza de la pensión en que estaba viviendo Iglesias desde su accidente, sentí una ambigua sensación de malestar, una incierta aprensión que fue aumentando a medida que me acercaba a su cuarto. Tanto que vacilé un instante antes de llamar. Hasta que, casi temblando, dije Iglesias y ALGO me respondió: “Entre”. Abrí la puerta, y en medio de la oscuridad (ya que naturalmente no usaba luz cuando se encontraba solo) sentí la respiración del nuevo monstruo.