VII

Podría pensarse en la increíble cantidad de casualidades que me llevaron a entrar, por fin, en el universo de los ciegos: si yo no hubiese estado en contacto con los anarquistas, si entre esos anarquistas no hubiese encontrado un hombre como Iglesias, si Iglesias no hubiese sido falsificador de dinero, si aun siéndolo, no hubiese sufrido aquel accidente a la vista, etc. ¿Para qué seguir? Los acontecimientos son o parecen casuales según el ángulo desde donde se observe la realidad. Desde un ángulo opuesto ¿por qué no suponer que todo lo que nos sucede obedece a causas finales? Los ciegos me obsesionaron desde chico y hasta donde mi memoria alcanza recuerdo que siempre tuve el impreciso pero pertinaz propósito de penetrar algún día en el universo en que habitan. Si no hubiese tenido a Iglesias a mano, ya habría imaginado algún otro medio, porque toda la fuerza de mi espíritu se dirigió a lograr ese objetivo. Y cuando uno se propone enérgica y sistemáticamente un fin que esté dentro de las posibilidades del mundo determinado, cuando se movilizan no sólo las fuerzas conscientes de nuestra personalidad sino las más poderosas de nuestra subconsciencia, se termina por crear un campo de fuerzas telepáticas en torno de uno que impone a otros seres nuestra voluntad, y hasta se producen episodios que en apariencia son casuales pero que en rigor están determinados por esa invisible potencia de nuestro espíritu. En varias ocasiones, después de mi fracaso con el ciego del subterráneo, pensé qué útil me resultaría una especie de individuo intermediario entre los dos reinos, alguien que, por haber perdido la vista en un accidente, participare todavía, aunque fuera durante un tiempo, de nuestro universo de videntes y simultáneamente tuviera ya un pie en el otro territorio. Y quién sabe si esa idea, cada día más obsesionante, no fue apoderándose de mi subconsciencia hasta actuar por fin, como dije, en forma de invisible pero poderoso campo magnético, determinando en alguno de los seres que entran en él lo que yo más deseaba en ese momento de mi vida: el accidente de la ceguera. Examinando las circunstancias en que Iglesias manipulaba aquellos ácidos, recuerdo que la explosión fue precedida por mi entrada en el laboratorio y por la repentina, casi por la violenta idea de que si Iglesias se acercaba al mechero de Bunsen ocurriría una explosión. ¿Hecho premonitorio? No lo sé. Quién sabe si aquel accidente no fue forzado de alguna manera por mi deseo, si aquel acontecimiento que luego pareció un típico fenómeno del indiferente universo material no fue, en cambio, un típico fenómeno del universo en que nacen y crecen nuestras más turbias obsesiones. Yo mismo no veo claro aquel episodio, porque pasaba uno de esos períodos en que vivir me costaba un gran esfuerzo, en que me sentía como el capitán de un barco en medio de una tempestad, barridos los puentes por huracanes, crujiendo el casco por el tifón, tratando de mantenerme en lucidez para que todo se mantuviera en su lugar, toda mi voluntad y mi tensión aplicadas a mantener la ruta en medio de los bandazos y de la tiniebla. Luego caía derrumbado en mi cucheta, sin voluntad y con grandes huecos en mi memoria, como si mi espíritu hubiese sido devastado por el temporal. Necesitaba días para que todo volviese un poco a la normalidad, y los seres y los episodios de mi vida real aparecían o reaparecían paulatinamente, desolados y tristes, desmantelados y grises a medida que las aguas se calmaban.

Después de esos períodos, yo volvía a la vida normal con vagas reminiscencias de mi existencia anterior. Y así, poco a poco, reapareció Iglesias en mi memoria, y me costó reconstruir los episodios que culminaron en la explosión.