Este informe está destinado, después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido inexplorado. Como tal, se limita a los HECHOS como me han sucedido. El mérito que tiene, a mi juicio, es el de su absoluta objetividad: quiero hablar de mi experiencia como un explorador puede hablar de su expedición al Amazonas o al África Central. Y aunque, como es natural, la pasión y el rencor muchas veces pueden confundirme, al menos mi voluntad es de permanecer preciso y de no dejarme arrastrar por esa clase de sentimientos. He tenido experiencias espantosas, pero precisamente por eso mismo deseo atenerme a los hechos, aunque estos hechos proyecten una luz desagradable sobre mi propia vida. Después de lo que llevo dicho, nadie en su sano juicio podría sostener que el objetivo de estos papeles sea el de despertar simpatía hacia mi persona.
He aquí, por ejemplo, uno de los hechos desagradables que como muestra de mi sinceridad voy a confesar: no tengo ni nunca he tenido amigos. He sentido pasiones, naturalmente; pero jamás he sentido afecto por nadie, ni creo que nadie lo haya sentido por mí.
He mantenido relaciones, sin embargo, con mucha gente. He tenido “conocidos”, como se acostumbra decir con esa palabra tan equívoca.
Y uno de esos conocidos, uno de importancia para lo que sigue, fue un español enjuto y taciturno llamado Celestino Iglesias.
Lo vi por primera vez en 1929, en un centro anarquista de Avellaneda llamado Amanecer; el mismo centro donde conocí, por la misma época, a Severino Di Giovanni, un año antes de su fusilamiento. Yo frecuentaba los locales ácratas porque ya tenía el vago propósito de organizar, como efectivamente organicé más tarde, una banda de asaltantes; y aunque no todos los anarquistas eran pistoleros, se encontraba entre ellos a todo género de aventureros, nihilistas y, en fin, ese tipo de enemigo de la sociedad que siempre me atrajo. Uno de esos individuos se llamaba Osvaldo R. Podestá que participó en el asalto al Banco de San Martín y que durante la guerra española fue ametrallado por los mismos rojos, cerca del puerto de Tarragona, cuando se disponía a huir de España con un lanchón cargado de dinero y de joyas.
Conocí a Iglesias por intermedio de Podestá: como si un lobo me presentase un cordero. Pues Iglesias era uno de esos anarquistas bondadosos, incapaz de matar una mosca: era pacifista, era vegetariano (por su repugnancia a vivir de la muerte de un ser viviente) y tenía ese género de fantástica esperanza de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales cooperadores. Ese Nuevo Mundo iba a hablar una sola lengua y esa lengua iba a ser el esperanto. Razón por la cual aprendió dificultosamente esa especie de aparato ortopédico, que no solamente es horrible (lo que para una lengua universal no sería lo peor) sino que no la habla prácticamente nadie (lo que para una lengua universal es ruinoso). Y de ese modo, en cartas que laboriosamente escribía sacando la lengua, se comunicaba con alguno de los quinientos sujetos que en el resto del universo pensaban como él.
Hecho curioso que es frecuente entre los anarquistas: un ser angelical como Iglesias podía, sin embargo, dedicarse a la falsificación de dinero. Lo vi por segunda vez, precisamente, en un sótano de la calle Boedo, donde Osvaldo R. Podestá tenía todos los elementos para ese tipo de operaciones y donde Iglesias realizaba tareas de confianza.
En aquel tiempo tenía unos treinta y cinco años, era enjuto y muy moreno, bajito, seco, como muchos españoles que parecen haber vivido sobre una tierra calcinada, casi sin alimentarse, resecados por el sol implacable del verano y por el frío despiadado del invierno. Era generosísimo, jamás tenía un centavo encima (todo lo que ganaba y el dinero falsificado eran para el sindicato o para las turbias actividades de Podestá), siempre albergaba en su piecita a uno de esos vividores que suelen encontrarse en el ambiente anarquista, y aunque era incapaz de matar a una mosca había pasado la mayor parte de su existencia en las cárceles de España y de la Argentina. Iglesias, un poco como Norma Pugliese, imaginaba que todos los males de la humanidad iban a resolverse con una mezcla de Ciencia y de Mutuo Conocimiento. Había que luchar contra las Fuerzas Oscuras que se oponían, desde siglos, al triunfo de la Verdad. Pero el Progreso de las Ideas era incesante y tarde o temprano el Amanecer era inevitable. Mientras tanto, había que luchar contra las fuerzas organizadas del Estado, había que denunciar la Impostura Clerical, había que mirar el Ejército y promover la Educación Popular. Se fundaban bibliotecas en que no sólo se encontraban las obras de Bakunin o Kropotkin sino las novelas de Zola y volúmenes de Spencer y Darwin, ya que hasta la teoría de la evolución les parecía subversiva, y un extraño vínculo unía la historia de los Peces y Marsupiales con el Triunfo de las Nuevas Ideas. Tampoco faltaba la Energética, de Ostwald, esa especie de biblia termodinámica en que Dios aparecía sustituido por un ente laico, pero también inexplicable, llamado Energía, que, como su predecesor, lo explicaba y podía todo, con la ventaja de estar relacionado con el Progreso y la Locomotora. Hombres y mujeres que se encontraban en estas bibliotecas se unían luego en libre matrimonio y engendraban hijos a los que llamaban Luz, Libertad, Nueva Era o Giordano Bruno. Hijos que la mayor parte de las veces, en virtud de ese mecanismo que lanzan los hijos contra los padres, o, en otras, simplemente, merced a la complicada y generalmente dialéctica Marcha del Tiempo, se convertían en meros burgueses, en rompehuelgas y hasta en feroces persecutores del Movimiento, como en el caso del renombrado comisario Giordano Bruno Trenti. Dejé de ver a Iglesias cuando empezó la guerra de España, pues, como muchos otros, fue a pelear bajo la bandera de la Federación Anarquista Ibérica. En 1938 se refugió en Francia, donde seguramente tuvo oportunidad de apreciar los fraternales sentimientos de los ciudadanos de ese país y las ventajas de la Vecindad y del Conocimiento sobre la Lejanía y la Ignorancia Mutua. De allá, finalmente, pudo volver a la Argentina. Y aquí lo volví a encontrar un par de años después del episodio del subterráneo que ya he relatado. Yo estaba vinculado a un grupo de falsificadores y como necesitábamos un hombre de confianza que tuviera experiencia pensé en Iglesias. Lo busqué entre las antiguas relaciones, entre los grupos anarquistas de La Plata y Avellaneda, hasta que di con él: estaba trabajando de tipógrafo en la imprenta Kraft.
Lo hallé bastante cambiado, sobre todo a causa de su renguera: le habían cortado la pierna derecha durante la guerra. Estaba más reseco y reservado que nunca.
Vaciló, pero finalmente aceptó, cuando le dije que ese dinero sería empleado para ayudar a un grupo anarquista de Suiza. No era difícil convencerlo de nada que se refiriese a la causa, por utópico que pareciese a primera vista y, sobre todo, si era utópico. Su ingenuidad era a toda prueba: ¿no había trabajado para un sinvergüenza como Podestá? Vacilé un momento con respecto a la nacionalidad de los anarquistas, pero me decidí al fin por Suiza a causa de la enorme magnitud del dislate, ya que para una persona normalmente constituida creer en anarquistas suizos es como aceptar la existencia de ratas en una caja fuerte. La primera vez que pasé por ese país tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia). Y fue tan poderosa la impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para ajustaría exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y así se me ocurrió en aquella circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos.