Pero volvamos de una vez a las diferencias.
Sobre todo, existe una esencial disparidad entre los ciegos de nacimiento y los que han perdido la vista por enfermedad o accidente. Por supuesto, los advenedizos adquieren con el tiempo muchos de los atributos de la raza, en parte por el mismo mecanismo que mimetiza a los judíos en medio de una raza que los odia o desprecia. Porque, y éste es un hecho singular, el odio que los ciegos tienen por los videntes es superado por el que tienen a los advenedizos.
¿A qué puede deberse este fenómeno? Al comienzo pensé que podría estar motivado por causas semejantes a las que provoca el rencor entre países vecinos, o entre los propios connacionales: ya se sabe que las guerras más despiadadas son las civiles y bastaría recordar las luchas civiles en la Argentina del siglo pasado o la guerra española. Una maestrita, Norma Gladys Pugliese, a la que utilicé durante algunos meses para estudiar ciertas reacciones de intelectuales de suburbio, pensaba, naturalmente, que el odio y las guerras entre los hombres eran debidos al mutuo desconocimiento y a la ignorancia general; tuve que explicarle que la única forma de mantener la paz entre los seres humanos era mediante la ignorancia recíproca y el desconocimiento, únicas condiciones en que estos bichos son relativamente bondadosos y justicieros, ya que todos somos bastante ecuánimes con relación a las cosas que no nos interesan. Con algunos libros de historia y con la sección policial de los diarios de la tarde en la mano, me veía obligado a explicarle el ABC de la condición humana a esta pobre diabla que se había educado bajo la dirección de distinguidas educadoras y que creía, más o menos, que el alfabetismo resolvería el problema general de la humanidad: momento en que yo le recordaba que el pueblo más alfabetizado del mundo era el que había instaurado los campos de concentración para la tortura en masa y la cremación de judíos y católicos. Con el resultado, casi siempre, de levantarse de la cama, indignada contra mí, en lugar de indignarse con los alemanes: ya que los mitos son más fuertes que los hechos que intentan destruirlos, y el mito de la enseñanza primaria en la Argentina, por disparatado y cómico que parezca, ha resistido y resistirá el ataque de cualquier cantidad de sátiras y demostraciones.
Pero volviendo al problema que nos interesa, reflexioné más tarde, cuando conocí y estudié mejor la Secta, que lo decisivo en ese rencor contra los advenedizos es el orgullo de casta y, como consecuencia, el resentimiento contra los que intentan, y en cierto modo logran, acceder a ella. Esto, claro, no es privativo de los ciegos, ya que sucede también en las clases altas de la sociedad, donde sólo a la larga y a regañadientes se admite a aquellos que, por su gran fortuna y por el casamiento de sus hijos, terminan por entrar en el estrato superior: hay un sutil desprecio, pero este mero desprecio va mezclándose luego, poco a poco, con un creciente resentimiento; acaso porque intuyen que de este modo, por esa lenta pero segura invasión, no están seguros y acorazados como imaginaban y porque, en definitiva, comienzan así a experimentar una paradojal sensación de inferioridad.
Finalmente, también influye el hecho de ser sorprendidos en sus secretos por seres que hasta el día anterior habían sido sus víctimas ignorantes y el objetivo de sus actos más despiadados. Molestos testigos que aunque no tienen la menor probabilidad de volver a su mundo originario, de todos modos descubren, asombrados, las ideas y los sentimientos de estos seres que habían imaginado el colmo del desamparo.
Sin embargo todo esto es análisis, y, lo que es peor, análisis con palabras y conceptos que valen para nosotros. En rigor, tenemos tanta posibilidad de entender el universo de los ciegos como el de los gatos o serpientes. Decimos: los gatos son independientes, son aristocráticos y traicioneros, son inseguros; pero en realidad todos estos conceptos tienen un valor relativo, pues estamos aplicando conceptos y valoraciones humanas a entes inconmensurables con nosotros: del mismo modo que es imposible a los hombres imaginar dioses que no tengan ciertos caracteres humanos, hasta el punto grotesco o que los dioses griegos se metían los cuernos.