Recuerdo muy bien aquel 14 de junio: día frígido y lluvioso. Vigilaba el comportamiento de un ciego que trabaja en el subterráneo a Palermo: un hombre más bien bajo y sólido, morocho, sumamente vigoroso y muy mal educado; un hombre que recorre los coches con una violencia apenas contenida, ofreciendo ballenitas, entre una compacta masa de gente aplastada. En medio de esa multitud, el ciego avanza violenta y rencorosamente, con una mano extendida donde recibe los tributos que, con sagrado recelo, le ofrecen los infelices oficinistas, mientras en la otra mano guarda las ballenitas simbólicas: pues es imposible que nadie pueda vivir de la venta real de esas varillas, ya que alguien puede necesitar un par de ballenitas por año y hasta por mes: pero nadie, ni loco ni millonario, puede comprar una decena por día. De modo que, como es lógico, y todo el mundo así lo comprende, las ballenitas son meramente simbólicas, algo así como la enseña del ciego, una suerte de patente de corso que los distingue del resto de los mortales, además de su célebre bastón blanco.
Vigilaba, pues, la marcha de los acontecimientos dispuesto a seguir a ese individuo hasta el fin para confirmar de una vez por todas mi teoría. Hice innumerables viajes entre Plaza Mayo y Palermo, tratando de disimular mi presencia en las terminales, porque temía despertar sospechas de la secta y ser denunciado como ladrón o cualquier otra idiotez semejante en momentos en que mis días eran de un valor incalculable. Con ciertas precauciones, pues, me mantuve en estrecho contacto con el ciego y cuando por fin realizamos el último viaje de la una y media, precisamente aquel 14 de junio, me dispuse a seguir al hombre hasta su guarida.
En la terminal de Plaza Mayo, antes de que el tren hiciera su último viaje hasta Palermo, el ciego descendió y se encaminó hacia la salida que da a la calle San Martín. Empezamos a caminar por esa calle hacia Cangallo. En esa esquina dobló hacia el Bajo. Tuve que extremar mis precauciones, pues en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o casi. De modo que lo seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus secretos.
El silencio y la soledad tenían esa impresionante vigencia que tienen siempre de noche en el barrio de los Bancos. Barrio mucho más silencioso y solitario, de noche, que cualquier otro; probablemente por contraste, por el violento ajetreo de esas calles durante el día; por el ruido, la inenarrable confusión, el apuro, la inmensa multitud que allí se agita durante las horas de Oficina. Pero también, casi con certeza, por la soledad sagrada que reina en esos lugares cuando el Dinero descansa. Una vez que los últimos empleados y gerentes se han retirado, cuando se ha terminado con esa tarea agotadora y descabellada en que un pobre diablo que gana cinco mil pesos por mes maneja cinco millones, y en que verdaderas multitudes depositan con infinitas precauciones pedazos de papel con propiedades mágicas que otras multitudes retiran de otras ventanillas con precauciones inversas. Proceso todo fantasmal y mágico pues, aunque ellos, los creyentes, se creen personas realistas y prácticas, aceptan ese papelucho sucio donde, con mucha atención, se puede descifrar una especie de promesa absurda, en virtud de la cual un señor que ni siquiera firma con su propia mano se compromete, en nombre del Estado, a dar no sé qué cosa al creyente a cambio del papelucho. Y lo curioso es que a este individuo le basta con la promesa, pues nadie, que yo sepa, jamás ha reclamado que se cumpla el compromiso; y todavía más sorprendente, en lugar de esos papeles sucios se entrega generalmente otro papel más limpio pero todavía más alocado, donde otro señor promete que a cambio de ese papel se le entregará al creyente una cantidad de los mencionados papeluchos sucios: algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario.
Decía, pues, que esos barrios, al quedar despojados de la frenética muchedumbre de creyentes, en horas de la noche quedan más desiertos de gente que ningún otro, pues allí nadie vive de noche, ni podría vivir, en virtud del silencio que domina y de la tremenda soledad de los gigantescos halls de los templos y de los grandes sótanos donde se guardan los increíbles tesoros. Mientras duermen ansiosamente, con píldoras y drogas, perseguidos por pesadillas de desastres financieros, los poderosos hombres que controlan esa magia. Y también por la obvia razón de que en esos barrios no hay alimentos, no hay nada que permita la vida permanente de seres humanos, o siquiera de ratas o cucarachas; por la extremada limpieza que existe en esos reductos de la nada, donde todo es simbólico y a lo más papeloso; y aun esos papeles, aunque podrían representar cierto alimento para polillas y otros bichos pequeños, son guardados en formidables recintos de acero, invulnerables a cualquier raza de seres vivientes.
En medio, pues, del silencio total que impera en el barrio de los Bancos, seguí al ciego por Cangallo hacia el Bajo. Sus pasos resonaban apagadamente e iban tomando a cada instante una personalidad más secreta y perversa.
Así descendimos hasta Leandro Alem y, después de atravesar la avenida, nos encaminamos hacia la zona del puerto.
Extremé mi cautela: por momentos pensé que el ciego podía oír mis pasos y hasta mi agitada respiración.
Ahora el hombre caminaba con una seguridad que me pareció aterradora, pues descartaba la trivial idea de que no fuera verdaderamente ciego.
Pero lo que me asombró y acentuó mi temor es que de pronto tomase nuevamente hacia la izquierda, hacia el Luna Park. Y digo que me atemorizó porque no era lógico, ya que, si ése hubiese sido su plan desde el comienzo, no había ningún motivo para que, después de cruzar la avenida, hubiese tomado hacia la derecha. Y como la suposición de que el hombre se hubiera equivocado de camino era radicalmente inadmisible, dada la seguridad y rapidez con que se movía, restaba la hipótesis (temible) de que hubiese advertido mi persecución y que estuviera intentando despistarme. O, lo que era infinitamente peor, tratando de prepararme una celada.
No obstante, la misma tendencia que nos induce a asomarnos a un abismo, me conducía en pos del ciego y cada vez con mayor determinación. Así, ya casi corriendo (lo que hubiera resultado grotesco de no ser tenebroso), se podía ver a un individuo de bastón blanco y con el bolsillo lleno de ballenitas, perseguido silenciosa pero frenéticamente por otro individuo: primero por Bouchard hacia el norte y luego, al terminar el edificio del Luna Park, hacia la derecha, como quien piensa bajar hacia la zona portuaria.
Lo perdí entonces de vista porque, como es natural, yo lo seguía a cosa de media cuadra.
Apresuré con desesperación mi marcha, temiendo perderlo cuando casi tenía (así lo pensé entonces) buena parte del secreto en mis manos.
Casi a la carrera llegué a la esquina y doblé bruscamente hacia la derecha, tal como lo había hecho el otro.
¡Qué espanto! El ciego estaba contra la pared, agitado, evidentemente a la espera. No pude evitar el llevármelo por delante. Entonces me agarró del brazo con una fuerza, sobrehumana y sentí su respiración contra mi cara. La luz era muy escasa y apenas podía distinguir su expresión; pero toda su actitud, su jadeo, el brazo que me apretaba como una tenaza, su voz, todo manifestaba rencor y una despiadada indignación.
—¡Me ha estado siguiendo! —exclamó en voz baja, pero como si gritara.
Asqueado (sentía su aliento sobre mi rostro, olía su piel húmeda), asustado, murmuré monosílabos, negué loca y desesperadamente, le dije “señor, usted está equivocado”, casi caí desmayado de asco y de prevención.
¿Cómo podía haberlo advertido? ¿En qué momento? ¿De qué manera? Era imposible admitir que mediante los recursos normales de un simple ser humano hubiese podido notar mi persecución. ¿Qué? ¿Acaso los cómplices? ¿Los invisibles colaboradores que la secta tiene distribuidos astutamente por todas partes y en las posiciones y oficios más insospechados: niñeras, profesoras de enseñanza secundaria, señoras respetables, bibliotecarios, guardas de tranvías? Vaya a saber. Pero de ese modo confirmé, aquella madrugada, una de mis intuiciones sobre la secta.
Todo eso lo pensé vertiginosamente mientras luchaba por desasirme de sus garras.
Salí huyendo en cuanto pude y por mucho tiempo no me animé a proseguir mi pesquisa. No sólo por temor, temor que sentía en grado intolerable, sino también por cálculo, pues imaginaba que aquel episodio nocturno podía haber desatado sobre mí la más estrecha y peligrosa vigilancia. Tendría que esperar meses y quizás años, tendría que despistar, debería hacer creer que aquello había sido una simple persecución con objetivo de robo.
Otro acontecimiento me condujo, más de tres años después, sobre la gran pista y pude, por fin, entrar en el reducto de los ciegos. De esos hombres que la sociedad denomina No Videntes: en parte por sensiblería popular; pero también, con casi seguridad, por ese temor que induce a muchas sectas religiosas a no nombrar nunca la Divinidad en forma directa.