XXVIII

Caminó al azar durante horas. Y de pronto se encontró en la plaza de la Inmaculada Concepción, en Belgrano. Se sentó en uno de los bancos. Frente a él, la iglesia circular parecía todavía vivir el pavor de la jornada. Un siniestro silencio y la luz mortecina, la llovizna, daban a aquel rincón de Buenos Aires un sentido ominoso: parecía como si en aquella vieja edificación tangente a la iglesia se escondiera algún poderoso y temible enigma, y una suerte de fascinación inexplicable mantenía la mirada de Martín clavada en aquel rincón que veía por primera vez en su vida.

Cuando de pronto casi grita: Alejandra cruzaba la plaza en dirección a aquel viejo edificio.

En la oscuridad, bajo los árboles, Martín estaba a cubierto de su mirada. Por lo demás, ella avanzaba con marcha de sonámbulo, con aquel automatismo que él le había notado muchas veces, pero que ahora se le ocurría más poderoso y abstracto. Alejandra avanzaba en línea recta, por sobre los canteros, como quien camina en sueños hacia un destino trazado por fuerzas superiores Era evidente que no veía ni oía nada. Avanzaba con la decisión pero también con la ajenidad de un hipnepta.

Pronto llegó a la recova y dirigiéndose sin vacilar a una de aquellas puertas cerradas y silenciosas, la abrió y entró.

Por un momento Martín pensó que acaso él estaba soñando o sufriendo una visión: nunca había estado antes en aquella plazoleta de Buenos Aires, nada consciente lo había hecho caminar hacia ella en aquella noche aciaga, nada podía hacerle prever un encuentro tan portentoso. Eran demasiadas casualidades y era natural que por un momento pensara en una alucinación o en un sueño.

Pero las largas horas de espera ante aquella puerta no le dejaron lugar a dudas: era Alejandra quien había entrado y quien permanecía allí dentro, sin motivo que a él se le alcanzase.

Llegó la mañana y Martín no se atrevió a esperar más, pues temía ser visto por Alejandra a la luz del día. Por lo demás, ¿qué lograría con verla salir?

Con una tristeza que se manifestaba en dolor físico marchó hacia el Cabildo.

Un día nublado y gris, cansado y melancólico, despertaba del seno de aquella alucinante noche.