La soledad era lúgubre y en la noche los incendios echaban un resplandor siniestro sobre el cielo plomizo.
Se oía el bombo como en un carnaval de locos.
Ahora estaba frente a la Iglesia, arrastrado por gente enloquecida y confusa. Algunos llevaban revólveres y pistolas. “Son de la Alianza”, dijo alguien. Pronto ardió la nafta que habían echado sobre las puertas. Entraron en tumulto, gritando. Arrastraron bancos contra las puertas y la hoguera creció. Otros llevaban reclinatorios, imágenes y bancos a la calle. La llovizna caía indiferente y frígida. Echaron nafta y la madera ardió furiosamente, en medio de las heladas ráfagas. Gritaron, sonaron tiros por ahí, algunos corrían, otros se refugiaban en los zaguanes de enfrente, contra las paredes, fascinados por el fuego y el pánico. Alguien alzó en sus brazos una imagen de la Virgen e iba a arrojarla entre las llamas. Otro, que estaba al lado de Martín, un muchacho obrero aindiado, gritó: “¡dámela! ¡no la quemes!”
—¿Qué? —dijo el otro con la imagen en alto, mirándolo con furia.
—No la quemes, me hago unos pesos —dice el muchacho.
El otro bajó la imagen y meneando la cabeza se la dio. Luego arrojó bancos y cuadros.
El muchacho tenía ahora la Virgen en el suelo, a sus pies. Buscó ayuda. Vio a un agente de policía que miraba el espectáculo, le pidió que lo ayudase a sacar la imagen de la iglesia.
—No te metas en líos, pibe —le recomendó el policía.
Martín se acercó.
—Yo te ayudo —le dijo.
—Bueno, agarra de los pies —dijo el muchacho obrero.
Salieron. Afuera seguía lloviendo, pero el incendio crecía en la calle y todo crepitaba por la nafta y el agua. Una mujer rubia y alta, con el pelo suelto y desgreñado, con un hachón de bronce que manejaba a manera de bastón, arrastraba una bolsa que llenaba con imágenes y objetos del culto.
—¡Canallas! —decía.
—Callate, loca —gritaban.
—¡Canallas! —decía—, irán todos al infierno.
Avanzaba con su gran bolsa y el hachón, con el que se defendía. Un muchacho le tocó obscenamente el cuerpo, otro le gritaba porquerías, pero ella avanzaba defendiéndose con el hachón y repitiendo “canallas”.
—¡Andá, chupacirios! —le gritaron.
Pero ella avanzaba y repetía “canallas”, con voz ronca y seca, casi ensimismada, pétrea y fanática.
—Es una loca, dejelán —gritaban.
Una mujer aindiada, con un gran palo vigilaba y atizaba el fuego, como en un gigantesco asado.
—Es una loca, dejelán que se vaya —decían.
La mujer rubia avanzaba con la bolsa, abriéndose paso entre la muchachada que le gritaba porquerías, le tiraba tizones encendidos y se reía, tratando de manosearla.
Ahora se levantaban grandes llamaradas de la curia: ardían los papeles, los registros. Un hombre de chambergo, morocho, reía histéricamente y tiraba piedras, cascotes, pedazos de pavimento.
La rubia desapareció de la parte iluminada.
Una alegre música de carnaval volvió a escucharse: los muchachos de la murga habían dado vuelta a la manzana:
La murga de Chanta Cuatro lo viene a visitar…
A la luz de las llamaradas las contorsiones parecían más fantásticas. Los copones servían de platillos: disfrutados con casullas, enarbolaron cálices y cruces, marcaban el compás con hachones dorados. Alguien tocaba un bombo. Luego cantaron:
A nuestro director le gusta el disimulo…
Y luego el bombo, rítmicamente, y las contorsiones en medio de las llamaradas, siempre marcando el compás con los hachones dorados.
Se volvieron a oír tiros y hubo corridas. No se sabía de dónde venían, quiénes eran. Hubo pánico. Se oyó decir: “Es la Alianza”. Otros tranquilizaban, pasaban palabras de orden. Otros corrían o gritaban “ahora vienen” o “calma, muchachos”.
En el centro de la calle crecía la hoguera. Un grupo de muchachos y mujeres arrojaban un confesionario. Traían todavía imágenes y cuadros.
Un hombre arrastraba un Cristo y una mujer que acababa de aparecer, feroz y decidida, gritó:
—Démelo.
—¿Qué? —dice el hombre mirándola con desprecio.
Alguien dijo: “es de la Fundación”.
—¿Quién, quién? —preguntaban.
La murga cantaba:
A la chica de Gómale le gustan la banana…
La mujer siguió al hombre y tomó al Cristo de los pies para que no se arrastrara.
—Déjelo —gritó el hombre.
—Démelo —gritó la mujer.
Y por un instante el Cristo permaneció en el aire, entre los dos que forcejeaban.
—Venga, señora —dijo el muchacho que sacó a la Virgen de la Iglesia.
—¿Qué? —dijo la mujer, sin largar los pies del Cristo.
—Que venga, que deje eso.
—¿Qué? —dijo la mujer, enloquecida.
—Tome esta imagen —le dijo.
La mujer pareció vacilar, sin dejar el Cristo, que se bamboleaba.
—Pero venga, señora —dijo el muchacho.
Ella parecía vacilar, pero el hombre le dio un gran tirón al Cristo y se lo arrancó de las manos. La mujer, como idiotizada, lo miró alejarse y volvió luego su mirada a la Virgen que estaba en el suelo al lado del muchacho.
—Venga, señora —dijo el muchacho.
La mujer se acercó.
—Es la Virgen de los Desamparados —dijo el muchacho.
La mujer lo miró sin entender, parecía no entender: era un cabecita negra. Tal vez pensaba que querían hacerle algo.
—Sí, señora —dijo Martín—, la sacamos de la Iglesia, este muchacho la salvó del fuego.
Ella miró al cabecita negra. La murga ahora se iba:
La murga del Chanta Cuatro se vamo a retirar…
La mujer se acercó.
—Bueno —dijo—, la vamos a llevar a casa.
El muchacho y Martín se inclinaron para levantar la Virgen.
—No, esperen —dijo ella.
Se desabrochó el tapado, se lo quitó y cubrió la imagen. Luego quiso ayudar.
—Deje —dijo el muchacho—, nosotros bastamos. Diga adonde vamos.
Caminaron. La mujer adelante, un hombre los seguía. La lluvia aumentaba ahora y el muchacho sentía que la corona estrellada se le estaba clavando en la cara. Ya no sabía nada: todo era confuso.
—Un herido —dijeron—; dejen paso.
Les abrieron paso.
Caminaron por Santa Fe hacia Callao. El resplandor rojizo iba siendo cada vez menor y poco a poco predominaba la noche hosca, solitaria y helada. La lluvia caía silenciosamente y a lo lejos se oían gritos aislados, algún disparo, silbatos.
Llegaron, subieron por un ascensor hasta el séptimo piso, entraron en un departamento lujoso y Martín vio que el muchacho obrero estaba confuso: miraba con timidez y vergüenza a la mucama, no sabía cómo moverse entre los muebles y los objetos de arte.
Pusieron de pie la imagen en un rincón y sin advertirlo, quizá, el muchacho puso su cabeza cansada y confusa sobre la Virgen, como si descansara en silencio. De pronto advirtió que le estaban hablando.
—Vamos —le dijo la mujer—, hay que volver.
—Sí —dijo el muchacho, mecánicamente.
Miró en derredor, como buscando algo.
—¿Qué? —dijo la mujer.
—Querría —dijo el muchacho.
—¿Qué, qué es lo que querés, muchacho? —dijo la mujer.
—Un vaso de agua, eso es lo que quería.
Le trajeron agua y el muchacho bebió como si estuviera calcinado.
—Bueno, ahora vamos —dijo la mujer.
La lluvia había disminuido, la murga debía estar en otros incendios, pero el fuego allí proseguía, ahora en silencio: los hombres y las mujeres se habían convertido en silenciosos y fascinados espectadores, desde la vereda de enfrente.
Uno tenía unas casullas bajo el brazo.
—¿Quiere darme esas casullas? —dijo la mujer.
—¿Qué? —dijo el hombre.
—Las casullas. Si me las quiere dar —dijo la mujer.
El hombre no respondió: miró el incendio.
—Las casullas —repitió la mujer con calma, una calma de sonámbulo—. Quiero guardarlas, para la iglesia, cuando la reconstruyan.
El hombre siguió mirando el incendio, silencioso.
—¿No es usted católico? —dijo la mujer con odio.
El hombre siguió mirando el incendio.
—¿No está bautizado? —dijo la mujer.
El hombre siguió mirando el incendio, pero sus ojos (Martín lo advirtió) se habían ido endureciendo.
—¿No tiene hijos? ¿No tiene madre?
El hombre estalló:
—¿Por qué no se irá a la puta madre que la parió?
—Yo soy católica —dijo la mujer, impasible y sonámbula—. Quiero las casullas para cuando se reconstruya.
El hombre la miró e inesperadamente habló en tono normal:
—Las tengo para taparme de la lluvia —dijo.
—Por favor, deme las casullas —repitió la mujer con calma.
—Vivo muy lejos, en General Rodríguez —dijo el hombre.
Alguien, detrás de la mujer empecinada, dijo:
—Entonces usted ha venido de General Rodríguez, usted es de los que estaban quemando la iglesia.
La mujer empecinada volvió la cabeza: era un viejo de pelo blanco.
Alguien con chambergo desabrochó un impermeable y sacó una pistola. Fríamente, con desprecio, se encaró con el viejo:
—¿Y usted quién es para interrogar a nadie”? —dijo.
El de las casullas también sacó una pistola. Una mujer, con un gran cuchillo de cocina en la mano, se acercó a la mujer impasible y le dijo:
—¿Querés que te metamos las casullas en el culo?
La mujer impasible y demencial le propuso un cambio al hombre de las casullas:
—Este paraguas tiene mango de oro —dijo.
—¿Qué?
—Que se lo cambio por las casullas. El mango es de oro. Vea.
El hombre miró la empuñadura.
La mujer del cuchillo, poniéndole la punta sobre el costado a la mujer de la propuesta, volvió a repetirle su frase anterior.
—Bueno —dijo el hombre—. Déme el paraguas.
La mujer del cuchillo, furiosa, le gritó:
—¡Atorrante! ¡Vendido!
—Ma qué vendido —dijo el de las casullas con gesto de fastidio—. ¿Para qué quiero casullas, yo?
—¡Sos un atorrante vendido! —gritó la mujer del cuchillo.
El de las casullas se volvió repentinamente frenético:
—Mirá, va a ser mejor que te calles, si no querés que te meta plomo.
La mujer del cuchillo lo insultó y le puso el cuchillo delante de la cara, pero el otro tomó el paraguas y no respondió.
La mujer se alejó con las casullas, en medio de gritos e insultos. El hombre del chambergo dijo entonces:
—Bueno, muchachos, aquí no hay nada que hacer. Vamos.
La mujer de las casullas llegó hasta donde estaban Martín y el cabecita negra. Lejos, temerosos. La acompañaron de nuevo hasta la casa de la calle Esmeralda. Y nueva-mente a Martín le pareció que el muchacho estaba triste, mientras desde la puerta miraba lentamente aquellos sillones, aquellos cuadros y porcelanas.
—Entrá —insistió la mujer.
—No señora —dijo el muchacho—, ya me voy. Ya no me necesita.
—Esperá —dijo la mujer.
El muchacho esperó, con respetuosa dignidad.
Ella lo miró.
—Vos sos obrero —le dijo.
—Sí, señora. Soy textil —respondió el muchacho.
—¿Y qué edad tenés?
—Veinte años.
—¿Y sos peronista?
El muchacho se quedó callado y bajó la cabeza.
La mujer lo miró duramente.
—¿Cómo podes ser peronista? ¿No ves las atrocidades que hacen?
—Los que quemaron las iglesias son unos pistoleros, señora —dijo.
—¿Qué? ¿Qué? Son peronistas.
—No, señora. No son verdaderos peronistas. No son peronistas de verdad.
—¿Qué? —dijo con furia la mujer—. ¿Qué estás diciendo?
—¿Me puedo ir, señora? —dijo el muchacho, levantando la cabeza.
—No, espera —dijo ella, como pensando—, espera… ¿Y por qué salvaste a la Virgen de los Desamparados?
—Y yo qué sé, señora. A mí no me gusta quemar iglesias. ¿Y qué culpa tiene la Virgen de todo esto?
—¿De todo qué?
—De todo el bombardeo de Plaza Mayo, qué sé yo.
—¿Así que a vos te parece mal el bombardeo de Plaza Mayo?
El muchacho la miró con sorpresa.
—¿No sabes que hay que terminar alguna vez con Perón? ¿Con esa vergüenza, con ese degenerado?
El muchacho la miraba.
—¿Eh? ¿No te parece? —insistía la mujer.
El muchacho bajó la cabeza.
—Yo estaba en Plaza Mayo —dijo—. Yo y miles de compañeros más. Delante mío a una compañera una bomba le arrancó una pierna. A un amigo le sacó la cabeza, a otro le abrió el vientre. Ha habido miles de muertos.
La mujer dijo:
—¿Pero no comprendes que estás defendiendo a un canalla?
El muchacho se calló. Luego dijo:
—Nosotros somos pobres, señora. Yo me crié en una pieza donde vivía con mis padres y siete hermanos más.
—¡Espera, espera! —gritó la señora.
Martín también fue a salir.
—¿Y vos? —le dijo la mujer—. ¿Vos también sos peronista?
Martín no respondió.
Salió a la noche.
El cielo tenebroso y frígido parecía un símbolo de su alma. Una llovizna impalpable caía arrastrada por ese viento del sudeste que (se decía Bruno) ahonda la tristeza porteño, que a través de la ventana empañada de un café, mirando a la calle, murmura, qué tiempo del carajo, mientras alguien más profundo en su interior piensa, qué tristeza infinita. Y sintiendo la llovizna helada sobre su cara, caminando hacia ninguna parte, con el ceño apretado, mirando obsesionado hacia adelante, como concentrado en un vasto e intrincado enigma, Martín se repetía tres palabras: Alejandra, Fernando, ciegos.