Como si un gran golpe de timbal hubiera inaugurado las tinieblas, desde aquellas terribles palabras de Alejandra, Martín se sintió como en un inmenso sueño negro, pesado como si durmiera en el fondo de un océano de plomo líquido. Durante muchos días ambuló por las calles de Buenos Aires, a la deriva, pensando que aquel ser portentoso había llegado desde lo desconocido y ahora había vuelto a lo desconocido. El hogar, se decía de pronto, el hogar. Palabras sueltas y al parecer sin sentido, pero que acaso se referían al hombre que en medio de la tormenta, cuando los relámpagos y truenos arrecian en las tinieblas, se refugia en su cálida, en su familiar, en su tierna cueva. Hogar, fuego, luminoso y tierno refugio. Razón por la cual (decía Bruno) la soledad era mayor en el extranjero, porque la patria era también como el hogar, como el fuego y la infancia, como el refugio materno; y estar en el extranjero era tan triste como habitar en un hotel anónimo e indiferente; sin recuerdos, sin árboles familiares, sin infancia, sin fantasmas; porque la patria era la infancia y por eso quizá era mejor llamarla matria, algo que ampara y calienta en los momentos de soledad y de frío. Pero él, Martín, ¿cuándo había tenido madre? Y además esta patria parecía tan inhóspita, tan áspera y sin amparo. Porque (como también decía Bruno, pero ahora él no lo recordaba sino que más bien lo sentía físicamente, como si estuviera a la intemperie en medio de un furioso temporal) nuestra desgracia era que no habíamos terminado de levantar una nación cuando el mundo que le había dado origen comenzó a crujir y luego a derrumbarse, de manera que acá no teníamos ni siquiera ese simulacro de la eternidad que en Europa son las piedras milenarias o en Méjico, o en Cuzco. Porque acá (decía) no somos ni Europa ni América, sino una región fracturada, un inestable, trágico, turbio lugar de fractura y desgarramiento. De modo que aquí todo resultaba más transitorio y frágil, no había nada sólido a qué aferrarse, el hombre parecía más mortal y su condición más efímera. Y él (Martín), que quería algo fuerte y absoluto a que agarrarse en medio de la catástrofe y una cueva cálida donde refugiarse, no tenía ni casa ni patria. O, lo que era peor, tenía un hogar construido sobre estiércol y frustración, y una patria temblequeante y enigmática. Así que se sentía solo, solo, solo: únicas palabras que claramente sintió y pensó, pero que, sin duda, expresaban todo aquello. Y como un náufrago en la noche se había precipitado sobre Alejandra. Pero había sido como buscar refugio en una caverna de cuyo fondo de pronto habían irrumpido fieras devoradoras.