XXIV

¿Qué te sucede? —preguntó ella con violencia, porque intuía que Martín se sentía agraviado por alguna cosa que había pasado. Y eso la enardecía porque, como varias veces se lo repitió, él no tenía ningún derecho sobre ella, nada le había prometido y en nada por lo tanto le debía explicaciones. Sobre todo ahora, en que habían decidido terminar. Martín negó con la cabeza, pero sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Decime qué te pasa —le dijo ella, sacudiéndolo de los brazos. Esperó unos instantes sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Sólo quiero saber una cosa, Alejandra: quiero saber quién es Fernando.

Se puso pálida, sus ojos relampaguearon.

—¿Fernando? —preguntó—. ¿De dónde sacas ese nombre?

—Lo dijiste aquella noche, en tu pieza, cuando me contaste la historia de tu familia.

—¿Y qué puede importar esa pavada?

—Me importa más de lo que te podes imaginar.

—¿Por qué?

—Porque me pareció que vos te arrepentías de haber dicho esa palabra, ese nombre, ¿no fue así?

—Supongamos que haya sido así; ¿qué derecho tenés a hacerme preguntas?

—Ningún derecho, ya lo sé. Pero por lo que más quieras, decime quién es Fernando: ¿es un hermano tuyo?

—Yo no tengo hermanos ni hermanas.

—Es un primo tuyo, entonces.

—¿Por qué tendría que ser primo?

—Dijiste que de toda la familia sólo vos y Fernando no eran unitarios. Así que pienso que si no es tu hermano puede ser un primo, ¿no es así? ¿No es primo tuyo? Alejandra dejó por fin los brazos de Martín, que había mantenido apretados con sus manos, y se quedó callada y deprimida.

Encendió un cigarrillo y después de un rato dijo:

—Martín: si querés que mantenga un recuerdo amistoso, no me hagas preguntas.

—Es una sola pregunta que te hago.

—¿Pero por qué?

—Porque para mí es muy importante.

—¿Por qué es importante?

—Porque he llegado a la conclusión de que vos querés a esa persona.

Alejandra volvió a ponerse dura y sus ojos volvieron a tener el brillo relampagueante de sus peores momentos.

—¿Y en qué te basas?

—Es una intuición.

—Pues te equivocas de medio a medio. No lo quiero a Fernando.

—Bueno, quizá no me expresé bien. Quise decir que lo amás, que estás enamorada de él. Puede que no lo quieras, pero estás enamorada de él.

Dijo estas últimas palabras con voz quebrada.

Alejandra lo tomó de los brazos con sus manos duras y fuertes (¡como las de él, pensó con espantoso dolor Martín, como las de él!) y sacudiéndolo le dijo con voz rencorosa y violenta:

—¡Vos me has seguido!

—¡Sí —gritó—, te seguí hasta aquel bar de la calle Reconquista y te vi con un hombre que se parece a vos y del que vos estás enamorada!

—¡Y cómo sabes que ese hombre es Fernando!

—Porque se parece a vos… y porque Fernando dijiste que era de tu familia y porque me pareció que entre vos y Fernando había algo secreto, porque era como si vos y él formaran algo aparte, separado de todos los demás, y porque te arrepentiste de haber dicho su nombre y por la forma de tomarle la mano.

Alejandra lo sacudió, como golpeándolo, él se dejaba hacer, como un cuerpo flácido e inerte. Y luego ella lo soltó y puso sus dos manos ávidas sobre el rostro, como queriéndose arañar, también pareció como que sollozaba, a su manera, secamente. Y entre sus manos entreabiertas, él oyó que gritaba:

—¡Imbécil, imbécil! ¡Ese hombre es mi padre!

Y luego se fue corriendo.

Martín se quedó petrificado, sin atinar a hacer ni a decir nada.