XXIII

Caminaba en la madrugada cuando tuvo de pronto la revelación: ¡aquel hombre se parecía a Alejandra! Instantáneamente recordó la escena del Mirador, cuando se retrajo de inmediato apenas pronunciado el nombre de Fernando, como si hubiese pronunciado un nombre que debe ser mantenido en secreto.

“¡Ése era Fernando!”, pensó.

¡Los ojos grisverdosos, los pómulos un poco mongólicos, el color oscuro y el rostro de Trinidad Arias! Claro: ahora se explicaba la sensación de conocido: tenía mucho de Alejandra y mucho de Trinidad Arias, la del retrato que le había mostrado Alejandra. Sólo ella y Fernando, había dicho Alejandra, como quien está aislada del mundo con un hombre, con un hombre que, ahora comprendía, ella admiraba.

Pero ¿quién era Fernando? Un hermano mayor: un hermano que ella no quería mencionar. La idea de que aquel hombre fuera el hermano lo tranquilizó a medias, sin embargo, cuando debía haberlo tranquilizado del todo. ¿Por qué (se preguntó) no me alegro? En aquel momento no encontró respuesta a aquella interrogación. Sólo advirtió que teniendo que tranquilizarse no lo lograba.

No podía dormir tranquilo: como si en la pieza donde dormía sospechase que hubiera entrado un vampiro. Durante todo ese lapso dio vueltas y vueltas a la escena que había presenciado, tratando de descubrir la causa de su desasosiego. Hasta que creyó encontrarla: ¡la mano! Con repentina angustia recordó la forma en que ella había acariciado la mano de él. ¡Aquélla no era la forma en que un hermana acaricia a su hermano! Y vivía pensando en él: él que era el hipnotizador. Huía de él, pero, tarde o temprano, tenía que volver hacia él, como enloquecida. Ahora creía explicarse muchos de sus movimientos inexplicables y contradictorios.

Y apenas creyó haber encontrado la clave, nuevamente cayó en la mayor perplejidad: el parecido. Era indudable: aquel hombre era de su familia. Pensó que podía ser primo hermano. Sí: era un primo hermano y se llamaba Fernando.

No podía ser de otra manera, pues esa posibilidad explicaba todo: el parecido notable y la súbita reticencia aquella noche cuando a ella se le escapó el nombre de Fernando. Aquel nombre (pensó) era un nombre clave, un nombre secreto. “Todos menos Fernando y yo”, había dicho ella sin querer y luego se había detenido bruscamente y no había respondido a su pregunta. Ahora lo comprendía todo: ella y él vivían aislados, en un mundo aparte, orgullosamente. Y ella lo amaba a él, a Fernando, y por eso se había arrepentido de pronunciar ante él, ante Martín, aquella palabra reveladora.

Su agitación creció a medida que pasaban los días y finalmente, no aguantando más, llamó por teléfono a Alejandra y le dijo que tenía algo urgentísimo que hablar con ella: una sola cosa aunque fuera la última. Cuando se encontraron, casi no podía hablar.