Las horas fueron dolorosamente largas: era como subir una montaña, cuyos últimos tramos son casi invencibles. Sus sentimientos eran complejos, pues por un lado sentía la nerviosa alegría de verla una vez más, y, por otro, intuía que aquella entrevista iba a ser justamente eso: una entrevista más, quizá la última.
Mucho antes de las seis estaba ya en el Adam, mirando hacia la puerta.
Alejandra llegó a las seis y media pasadas.
No era la Alejandra agresiva del día anterior, pero mostraba en cambio aquella expresión abstraída que tanto desesperaba a Martín.
¿Por qué había venido, entonces?
El mozo tuvo que repetirle dos o tres veces la pregunta. Pidió gin y en seguida observó su maldito reloj.
—Qué —comentó Martín con irónica tristeza—, ¿ya tenés que irte?
Alejandra lo miró vagamente y sin advertir la ironía dijo que no, que todavía tenía un momento. Martín bajó la cabeza y movió su vaso.
—¿Para qué viniste, entonces? —no pudo menos que decir.
Alejandra lo miraba como tratando de concentrar su atención.
—Te prometí que vendría, ¿no fue así?
Apenas le trajeron el gin se lo bebió de un trago. Luego dijo:
—Salgamos. Quiero tomar un poco de aire.
Cuando salieron, Alejandra caminó hacia la plaza, y subiendo por el césped se sentó en uno de los bancos que dan al río.
Permanecieron un buen rato en silencio, que fue roto por ella para decir:
—¡Qué descanso odiarse!
Martín contemplaba la Torre de los Ingleses, que marcaba el avance del tiempo. Más atrás se destacaba la mole de la CADE, con sus grandes y rechonchas chimeneas, y el Puerto Nuevo con sus elevadores y grúas: abstractos animales antediluvianos, con sus picos de acero y sus cabezas de gigantescos pájaros inclinados hacia abajo, como para picotear los barcos.
Silencioso y deprimido, miraba cómo la noche iba cayendo sobre la ciudad, cómo empezaban a brillar sobre el cielo azul-negro las luces rojas en lo alto de las chimeneas y torres, los avisos luminosos del Parque Retiro, los faroles de la plaza. Mientras millares de hombres y mujeres salían corriendo de las bocas de los subterráneos y entraban con la misma desesperación cotidiana en las bocas de los ferrocarriles suburbanos. Contempló el Kavanagh, donde empezaban a iluminar ventanas. También allá arriba, en el piso treinta o treinta y cinco, acaso en una pequeña piecita de un hombre solitario, también se encendía una luz. ¡Cuántos desencuentros como el de ellos, cuántas soledades habría en aquel solo rascacielos!
Y entonces oyó lo que temía oír de un momento a otro:
—Tengo que irme.
—¿Ya?
—Sí.
Bajaron juntos la barranca por el césped y una vez abajo ella se despidió y comenzó a caminar hacia la Recova. Martín siguió unos pasos detrás de ella.
—¡Alejandra! —gritó casi otra persona.
Ella se detuvo y esperó. La luz de la vidriera de una armería le daba en pleno: su rostro estaba duro, su expresión era impenetrable. Pero lo que más le dolía era aquel rencor. ¿Qué le había hecho? Sin proponérselo, impulsado por su sufrimiento, se lo preguntó. Ella apretó aun más sus mandíbulas y volvió su mirada hacia la vidriera.
—No he tenido más que ternura y comprensión.
Por toda respuesta, Alejandra dijo que no podía quedarse ni un minuto más: a las ocho tenía que estar en otra parte.
La vio alejarse.
Y de pronto, decidió seguirla. ¿Qué cosa peor podría pasarle si lo advertía?
Alejandra caminó tres cuadras por la Recova, tomó por Reconquista y finalmente entró en un pequeño bar y restorán llamado Ukrania. Martín, con grandes precauciones, se acercó y espió desde la oscuridad. Su corazón se encogió y endureció como si se lo sacasen y lo dejasen, solitario, sobre un témpano de hielo: Alejandra estaba sentada frente a un hombre que le pareció tan siniestro como el mismo bar. Su piel era oscura, pero tenía ojos claros, acaso grises. Su pelo era lacio y canoso, peinado hacia atrás. Sus rasgos eran duros y la cara parecía tallada con hacha. Aquel hombre no sólo era fuerte sino que estaba dotado de una tenebrosa belleza. Su dolor fue tan grande, se sintió tan poca cosa al lado de aquel desconocido, que ya nada le importaba. Como si se dijera: ¿Qué puede pasarme ya de más horrible? Fascinado y triste, podía seguir la expresión de él, sus silencios, el movimiento de sus manos. En realidad hablaba poco, y cuando lo hacía sus frases eran breves y cortantes. Sus manos descarnadas y nerviosas parecían tener cierto parentesco con las garras de un halcón o de un águila. Sí, eso es: todo lo de aquel individuo tenía algo de un ave de rapiña: su nariz era fina pero poderosa y aguileña; sus manos eran huesudas, ávidas y despiadadas. Aquel hombre era cruel y capaz de cualquier cosa.
Martín lo encontraba parecido a alguien, pero no acertaba con la clave. En un momento pensó que quizá lo había visto en alguna ocasión, porque era un rostro que no era posible olvidar, y si en una sola ocasión lo había visto ahora por fuerza tenía que resultarle conocido. De pronto le recordó un poco a un muchacho Cornejo, de Salta. Pero no, no era por ahí que aquella cara le resultaba vagamente familiar.
Alejandra hablaba agitadamente. Cosa extraña: los dos eran duros y parecían odiarse, y sin embargo esa idea no lo tranquilizaba. Por el contrario, cuando lo advirtió su desesperación se hizo mayor. ¿Por qué? Hasta que le pareció entender la verdad: aquellos dos seres estaban unidos por una vehemente pasión. Como si dos águilas se amasen, pensó. Como dos águilas que no obstante pudiesen o quisiesen destrozarse y desgarrarse con sus picos y sus garras hasta matarse. Y cuando vio que Alejandra tomaba con una de sus manos una de las manos, una de las garras, de aquel individuo, Martín sintió que desde ese momento todo era igual y el mundo carecía totalmente de sentido.