XXI

Martín esperaba algún signo, algún llamado. Entonces, jugándose el todo por el todo, se acercó a ella y le preguntó si podían salir un momento. “Bueno”, contestó. Y dirigiéndose a Wanda le dijo:

—Dentro de unos minutos vuelvo.

“Unos minutos”, pensó Martín.

Fueron por Charcas hasta el bar que hay en la esquina de Esmeralda.

Le dijo:

—Te estuve esperando una hora y media.

—Se me atravesó un trabajo urgente y no tenía forma de avisarte.

Martín presentía la catástrofe e intentaba cambiar por lo menos el tono de su voz, tomar las cosas con más calma, con indiferencia. Pero le fue imposible.

—Delante de esas personas pareces otra. Yo no concibo que… —Se calló y después agregó—: Creo que realmente sos otra persona.

Alejandra no respondió.

—¿No es así?

—Tal vez.

—Alejandra —dijo Martín—. ¿Cuándo sos la persona verdadera, cuándo?

—Trato de ser siempre verdadera, Martín.

—¿Pero cómo podes olvidar momentos como los que hemos pasado?

Ella se volvió con indignación:

—¡Y quién te ha dicho que yo los haya olvidado!

Y después de un instante de silencio, agregó:

—Por eso, porque no quiero enloquecerte, prefiero no verte más.

Estaba sombría, silenciosa y evasiva. Y de pronto, dijo:

—No quiero que pasemos más esos momentos.

Y con brutal ironía, agregó:

—Esos famosos momentos perfectos.

Martín la miraba desesperado; no sólo por lo que decía sino por el tono devastador.

—Te preguntarás ahora por qué te hago estas ironías, por qué te hago sufrir de este modo, ¿no es así?

Martín empezó a mirar una manchita marrón que había sobre un mantel rosado y sucio.

—Y bueno —agregó—, no lo sé. Tampoco sé por qué no quiero tener más uno de esos famosos momentos contigo. Comprendé, Martín: esto tiene que terminar de una buena vez. Algo no funciona. Y lo más honesto es que no nos veamos en absoluto.

A Martín se le habían llenado los ojos de lágrimas.

—Si me dejas, me mataré —dijo.

Alejandra lo miró con expresión grave. Y luego, con una singular mezcla de dureza y melancolía en el acento, dijo:

—Yo no puedo hacer nada, Martín.

—¿No te importa que me mate?

—Claro, cómo no me va a importar.

—Pero no harías nada por impedirlo.

—¿Cómo podría impedirlo?

—Así que te sería lo mismo que me mate o que siga viviendo.

—Yo no he dicho eso. No, no me sería lo mismo. Me parecería horrible que te matases.

—¿Te importaría muchísimo?

—Muchísimo.

—¿Y entonces?

La miró con cuidado y ansiedad, como si se mira a alguien en inminente peligro, buscando el menor indicio de salvación. “No puede ser”, pensaba. “Una persona que ha pasado conmigo las cosas que ha pasado, hace apenas pocas semanas, no puede creer de verdad todo esto.”

—¿Y entonces? —insistió.

—¿Entonces, qué?

—Te digo que acaso me mate ahora mismo, tirándome debajo del tren en Retiro, o en el subterráneo. ¿Te será igual?

—Ya te he dicho que no me será igual, que sufriré horrores.

—Pero seguirás viviendo.

Ella no respondió, revolvió el resto del café y miró al fondo de la tacita.

—¡De modo que todo lo que hemos pasado juntos en estos meses, todo eso es una basura que hay que tirarla a la calle!

—¡Nadie te ha dicho eso! —casi gritó.

Martín se calló, perplejo y dolorido. Después dijo:

—No te comprendo Alejandra. Nunca te comprendí, en realidad. Estas cosas que decís, estas cosas que me haces, transforman también aquello.

Hizo un esfuerzo para pensar.

Alejandra, sombría, tal vez ni escuchaba. Miraba hacia un punto en la calle.

—¿Entonces? —insistió Martín.

—Nada —respondió secamente—. No nos veremos más. Es lo más honesto.

—Alejandra: no puedo soportar la idea de no verte más. Quiero verte, de cualquier modo que sea, en la forma en que vos quieras…

Alejandra no respondió nada, de sus ojos empezaron a caer lágrimas, pero sin que su cara abandonara su expresión rígida y como ausente.

—¿Eh, Alejandra?

—No, Martín. Detesto las cosas intermedias. O sucederán otras escenas como ésta, que te hacen tanto mal, o volveremos a tener un encuentro como el del lunes. Y no quiero, ¿entendés?, no quiero acostarme más contigo. Por nada del mundo.

—Pero ¿por qué? —exclamó Martín tomándola de la mano, sintiendo tumultuosamente que algo, que algo muy importante quedaba entre ellos dos, a pesar de todo.

—¡Porque no! —gritó ella, con una mirada de odio, arrancándole la mano de las suyas.

—No te entiendo… —balbuceó Martín—. Nunca te he entendido…

—No te preocupes. Yo tampoco me entiendo. Ni sé por qué te hago todo esto. No sé por qué te hago sufrir así.

Y exclamó cubriéndose la cara:

—¡Qué horror!

Y mientras se cubría la cara con las dos manos empezaba a llorar histéricamente, repitiendo, entre sollozos “¡qué horror, qué horror!”

Muy pocas veces Martín la había visto llorar en todo el tiempo que duró su relación, y siempre fue para él impresionante. Casi aterrador. Era como si un dragón, herido de muerte, derramase lágrimas. Pero esas lágrimas (como suponía que serían las del dragón) eran temibles, no significaban debilidad ni necesidad de ternura: parecían amargas gotas de rencor líquido, hirvientes y devora-doras.

No obstante lo cual Martín se atrevió a tomar sus manos, intentando descubrirle el rostro, con ternura pero con firmeza.

—Alejandra, ¡cómo sufres!

—¡Y todavía me compadeces a mí! —masculló ella debajo de sus manos, con una modulación que no podía saberse si era de rabia, de desprecio, de ironía o de pena, o de todos esos sentimientos a la vez.

—Sí, Alejandra, claro que te compadezco. ¿No veo, acaso, que estás sufriendo espantosamente? Y no quiero que sufras. Te juro que nunca volverá a suceder esto.

Ella se fue calmando. Finalmente se secó las lágrimas con un pañuelo.

—No, Martín —dijo—. Es mejor que no nos veamos más. Porque tarde o temprano tendríamos que separarnos en forma todavía peor. Yo no puedo dominar cosas horribles que tengo dentro.

Se volvió a cubrir con las manos y Martín volvió a querer separárselas.

—No, Alejandra, no nos haremos mal. Ya verás. La culpa fue mía, por insistir en verte. Por ir a buscarte.

Tratando de reírse, agregó:

—Como si uno fuera a buscar al doctor Jekyll y se encontrara con Mr. Hyde. De noche. Embozado. Con las uñas de Frederic March. ¿Eh, Alejandra? Nos veremos únicamente cuando vos lo quieras, cuando vos me llames. Cuando te sientas bien.

Alejandra no respondió.

Pasaron largos minutos y Martín se desesperaba por ese tiempo que transcurría inútilmente, porque sabía que ya estaba en retardo, que debería irse, que se iría de un momento a otro, y que lo dejaría en ese estado de derrumbe total. Y luego vendrían los días negros, lejos de ella, ajenos a su vida.

Y sucedió lo que tenía que suceder: miró su reloj pulsera y dijo:

—Tengo que irme.

—No nos separemos así, Alejandra. Es espantoso. Decidamos antes qué vamos a hacer.

—No sé, Martín, no sé.

—Por lo menos decidamos vernos otro día, con menos urgencia. No resolvamos nada en este estado de ánimo.

Mientras iban saliendo Martín pensaba qué poco, qué espantosamente poco tiempo le quedaba en aquellas dos cuadras. Caminaron despacio, pero así y todo pronto faltaron cincuenta pasos, veinte pasos, diez pasos, nada. Entonces, con desesperación, Martín la tomó de un brazo y apretándoselo le volvió a suplicar que al menos se vieran una vez más.

Alejandra lo miró. Su mirada parecía venir desde muy lejos, desde una región tristemente ajena.

—¡Prométemelo, Alejandra! —rogó con lágrimas en los ojos.

Alejandra lo miró larga y duramente.

—Bueno, está bien. Mañana a las seis de la tarde, en el Adam.