Al otro día el sol brillaba como en aquel lunes, pero el viento era excesivamente fuerte y había demasiada tierra en el aire. Así que todo era parecido pero nada era igual, como si la favorable conjunción de los astros de aquel día se hubiera ya desfigurado —temía Martín.
El pacto establecido confería una melancólica paz al nuevo encuentro: hablaban suavemente, como dos buenos amigos. Pero por eso mismo resultaba tan triste para Martín. Y, acaso sin sentido con plena conciencia (pensaba Bruno), no veía el momento de bajar al río y de sentarse de nuevo en el mismo banco, como se quiere repetir un acontecimiento reiterando las fórmulas mágicas que lo provocaron por primera vez; e ignorando, claro, hasta qué punto aquel lunes, que para él había sido perfecto, para Alejandra había sido sordamente angustioso; de modo que los mismos hechos que repitiéndose constituían para él motivo de felicidad, para ella eran causa de desasosiego; fuera de que siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección.
Hasta que bajaron al río y se sentaron en el mismo banco.
Durante largo rato no hablaron, en medio de una especie de serenidad. Serenidad que sin embargo en Martín, después de su candorosa esperanza en el restorán, se iba tiñendo crecientemente de melancolía, ya que esa paz precisamente existía por la condición que Alejandra había impuesto. Y en lo que a ella se refería (pensaba Bruno) aquella serenidad era simplemente una suerte de paréntesis, tan precario, tan insustancial como el que un enfermo de cáncer logra con una inyección de morfina.
Miraban los barcos, las nubes.
También observaban las hormigas, que trabajaban con esa acelerada y empeñosa seriedad que las caracteriza.
—Miralas cómo producen —comentó Alejandra—. Segundo Plan Quinquenal.
Siguió con su mirada a una que buscaba su camino tambaleando bajo una carga que en proporción era como un automóvil para un hombre.
Siguiendo la marcha del animalito, preguntó:
—¿Sabes lo que le dijo Juancito Duarte a Zubiza, cuando Zubiza llegó al infierno?
Sí, lo sabía.
—¿Y el de Perón en el infierno?
No, ése todavía no lo sabía.
También se contaron los chistes del día sobre Aloé.
Después Alejandra volvió a las hormigas.
—¿Recordás el cuento de Mark Twain sobre las hormigas?
—No.
—Unas hormigas tienen que transportar una pata de langosta hasta la cueva. Prueba que son los bichos más zonzos de la creación. Es bastante divertido: una especie de baño, después de todas esas sensiblerías de Maeterlinck y compañía. ¿A vos no te parece el colmo de la estupidez?
—Nunca lo pensé.
—Pero las gallinas son peores. Una tarde, en la quinta de Juan Carlos, me pasé horas tratando de crearles algún reflejo, con un palo y comida. Digo, eso de Pávlov. Como si nada. Lo habría querido ver a Pávlov con gallinas. Son tan idiotas que al final te da rabia. ¿No te da rabia la idiotez?
—No sé, depende. Sí son idiotas y pedantes, quizá.
—No, no —comentó ella con ardor—. Te digo la idiotez pura sin más ni más.
Martín la miró intrigado.
—No creo. Es como si me diera rabia una piedra.
—¡No es lo mismo! La gallina no es una piedra: se mueve, come, tiene intenciones.
—No sé —comentó Martín, con perplejidad—. No entiendo bien por qué me tendría que dar rabia eso.
Volvieron al silencio, pero quizá imaginando cada uno cosas diferentes. Martín con la impresión de que siempre habría en ella sentimientos e ideas que él jamás alcanzaría a comprender; y ella (pensaba Martín) con cierto desdén. O, lo que era peor, con algún sentimiento que ni siquiera podía él suponer.
Alejandra buscó su cartera y sacó una libreta de direcciones. De su interior extrajo una fotografía.
—¿Te gusta? —preguntó.
Era una instantánea en la terraza de Barracas, apoyada sobre la balaustrada. Tenía ese rostro profundo y anhelante, esa espera de algo indefinido que tanto le había subyugado cuando la conoció.
—¿Te gusta? —volvió a preguntarle—. Es de aquellos días.
En efecto, Martín reconocía la blusa y la pollera. ¡Todo parecía tan remoto! ¿Por qué le mostraba ahora esa fotografía?
Pero ella insistió:
—¿Te gusta o no?
—Claro, cómo no me va a gustar. ¿Quién te la sacó?
—Alguien que vos no conoces.
Una nube tenebrosa oscureció aquel cielo melancólico pero sereno.
Luego, mientras la mantenía en sus manos y la miraba con sentimientos encontrados, Martín preguntó, con timidez:
—¿Me la podes dar?
—Te la traje para dártela. Siempre que te gustara.
Martín se emocionó, al mismo tiempo que sentía pena: parecía como si tuviera algún significado de despedida. Algo de eso le dijo, pero ella no contestó nada; se quedó observando las hormigas mientras Martín escrutaba su expresión.
Desanimado, bajó su cabeza y su mirada cayó en la mano de Alejandra, que estaba sobre el banco, al lado del cuerpo de Martín, todavía con la libreta abierta: en ella se veía doblado, un sobre de carta aérea. Las direcciones que ella anotaba en su libreta, las cartas que recibía, todo aquello constituía para Martín un mundo dolorosamente ajeno.
Y aunque siempre se detenía al borde, alguna vez se le escapaba una desdichada pregunta. Aquella vez, también.
—Es una carta de Juan Carlos —dijo Alejandra.
—¿Qué dice ese ganso? —preguntó Martín con amargura.
—Imagináte, las tonterías de siempre.
—¿Qué tonterías?
—¿De qué puede hablar Juan Carlos en una carta, por avión o no? A ver, alumno Del Castillo.
Lo miraba sonriendo, pero Martín, con seriedad que (estaba seguro) a ella le debía parecer necia, respondió:
—¿Flirts?
—Muy bien, niño. Nueve puntos. Y no le pongo diez porque preguntó, en lugar de suponerlo directamente. Cientos, miles de flirts con danesas altísimas y sonsísimas y suavemente rubias. En fin, esa gente que lo subyuga. Todas muy quemadas por el cultivo sistemático de deportes al aire libre. Por viajes de millones de millas en canoas, en fraternal camaradería con muchachos tan rubios, quemados y altos como ellas. Y mucho practical joke, como le fascina a Juan Carlos.
—Mostrame la estampilla —pidió Martín.
Conservaba la pasión infantil por las estampillas de tierras lejanas. Al tomar la carta le pareció que Alejandra hacía un pequeño ademán, inconsciente, quizá, de retención. Agitado por aquel detalle, Martín hizo como que examinaba la estampilla.
Al devolverle la carta, la miró con cuidado y le pareció que ella se turbaba.
—No es de Juan Carlos —aventuró.
—Claro que es de Juan Carlos. ¿No ves la letra de nene de cuarto grado?
Martín se quedó en silencio, como siempre que se suscitaba una situación semejante. Incapaz de ir más allá, de internarse en aquella región turbia de su alma.
Tomó un palito y empezó a escarbar en la tierra.
—No seas tonto, Martín. No arruines este día con pavadas.
—Trataste de retener la carta —comentó Martín, sin dejar de escarbar con el palito.
Hubo un silencio.
—¿Ves? No me equivocaba.
—Sí, tenés razón, Martín —admitió ella—. Es que no habla bien de vos.
—¿Y qué? —comentó él con aparente displicencia—. Total, no la iba a leer.
—No, claro que no… Pero me pareció una falta de delicadeza que la tuvieras en la mano, inocentemente… Es decir, ahora que pienso, me doy cuenta de que ése fue el motivo.
Martín levantó la mirada hacia ella.
—¿Y por qué habla mal de mí?
—Bah, no vale la pena. Te apenaría inútilmente.
—¿Y de qué me conoce, ese idiota? Si ni siquiera me ha visto una sola vez.
—Martín, te imaginas que alguna vez le he hablado de vos.
—¿A ese cretino le has hablado de mí, de nosotros?
—Pero si es como hablarle a nadie, Martín. Como hablarle a una pared. A nadie le he dicho nada, ¿comprendes? A él es como hablarle a una pared.
—No, no comprendo, Alejandra. ¿Por qué a él? Me gustaría que me dijeses o que leyeses lo que dice de mí.
—Pero si es una tontería típica de Juan Carlos, ¿para qué?
Le entregó la carta.
—Te he advertido que te traerá tristeza —anunció con rencor.
—No importa —respondió Martín tomando la carta con avidez, nervioso, mientras ella se colocaba a su lado, en la actitud del que va a leer algo con uno.
Martín se imaginó que quería atenuar frase por frase, y así se lo comentó a Bruno. Y Bruno pensó que la actitud de Alejandra era tan insensata como la que nos lleva a vigilar las maniobras de alguien que conduce mal el auto en el que vamos.
Martín iba a sacar la carta del sobre, cuando de pronto comprendió que aquella actitud podría destruir los pocos y frágiles restos que quedaban del amor de Alejandra. Su mano cayó, desalentada, con el sobre y así permaneció un rato, hasta que se la devolvió. Alejandra volvió a guardarla.
—A un cretino semejante le haces confidencias —comentó, pero con cierta vaga conciencia de que estaba cometiendo una injusticia, porque, de eso estaba seguro, a aquel individuo jamás Alejandra podía hacerle “confidencias”. Sería algo mejor o peor, pero jamás confidencias.
Sentía una necesidad de herirla y sabía, o intuía, que esa palabra debía herirla.
—¡No digas idioteces! Te acabo de decir que hablarle a él es como esas conversaciones que uno sostiene con el caballo. ¿No comprendes? Sí, de todos modos, es cierto que no debí decirle nada, en eso tenés razón. Pero yo estaba borracha.
Borracha, con él (pensó Martín, con más amargura).
—Es —agregó ella, después de un momento, y ya menos dura—, es como si a un caballo le mostrás una fotografía de un hermoso paisaje.
Martín sintió que una gran felicidad trataba de atravesar los pesados nubarrones, y la expresión “hermoso paisaje”, de todos modos, llegaba hasta su alma atormentada como un mensaje luminoso. Pero tenía que forzar el paso entre aquellas nubes pesadas, y, sobre todo, a través de aquel “estaba borracha”.
—¿Me estás oyendo?
Martín hizo un gesto afirmativo.
—Mirá, Martín —oyó que ella decía, de pronto—. Yo me separaré de vos, pero nunca creas cosas equivocadas sobre nuestra relación.
Martín la miró consternado.
—Sí. Por muchos motivos esto no puede seguir, Martín. Será mejor para vos, mucho mejor.
Martín no atinaba a decir nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y para que ella no lo advirtiera empezó a mirar hacia delante, a lo lejos: como un cuadro impresionista, miraba sin ver un barco de casco marrón, a lo lejos, y unas gaviotas blancas que giraban sobre él.
—Ahora empezarás a pensar que no te quiero, que nunca te quise —dijo Alejandra.
Martín seguía la trayectoria del barco marrón con una especie de fascinación.
—Y sin embargo —decía Alejandra.
Martín inclinó la cabeza y volvió a observar las hormigas: una de ellas llevaba una hoja grande y triangular que parecía la vela de un minúsculo barquito: el viento la hacía bambolear y ese pequeño vaivén acentuaba la semejanza.
Sintió que la mano de Alejandra le tomaba el mentón.
—Vamos —le dijo con energía—. Levanta esa cara.
Pero Martín, con fuerza y tozudez, lo evitó.
—No, Alejandra, déjame ahora. Quiero que te vayás y me dejes solo.
—No seas tonto, Martín. Maldito el momento en que viste esa carta estúpida.
—Y yo maldigo el momento en que te encontré. Ha sido el momento más desdichado de mi vida.
Oyó la voz de Alejandra, que preguntaba:
—¿Eso crees?
—Sí.
Alejandra se quedó callada. Después de un rato se levantó del banco y dijo:
—Caminemos un momento juntos, al menos.
Martín se levantó pesadamente y empezó a caminar detrás de ella.
Alejandra lo esperó, lo tomó del brazo y le dijo:
—Martín, te dije más de una vez que te quiero, que te quiero mucho. No te olvides de eso. Yo jamás digo algo en lo que no creo.
Una lenta y grisácea paz fue descendiendo con esas palabras sobre el alma de Martín. Pero ¡cuánto mejor era la tempestad de los peores momentos de ella que esa calma gris sin esperanzas!
Caminaron cada uno absorto en sus propias ideas.
Cuando llegaron frente a la confitería del balneario, Alejandra dijo que tenía que telefonear.
En el café todo tenía ese aire desolado que para él tenían los lugares festivos en los días de trabajo: las mesas estaban apiladas unas sobre otras, también las sillas; un mozo, en camisa, con los pantalones arremangados, lavaba el piso. Mientras Alejandra telefoneaba, Martín, en el mostrador, pidió un café, pero le dijeron que la máquina estaba fría.
Cuando Alejandra volvió del teléfono y Martín le dijo que no había café, ella sugirió que fueran hasta el Moscova a tomar una copa.
Pero estaba cerrado. Golpearon y esperaron en vano.
Preguntaron en el kiosco de la esquina.
—¿Cómo, no sabían?
Lo habían encerrado en el manicomio, en Vieytes.
Parecía un símbolo: aquel bar era el primero en que había conocido la felicidad. En los momentos más deprimentes de sus relaciones con Alejandra siempre acudía al espíritu de Martín el recuerdo de aquel atardecer, aquella paz al lado de la ventana, contemplando cómo la noche bajaba sobre los techos de Buenos Aires. Nunca como en aquel momento él se había sentido más lejos de la ciudad, del tumulto y el furor, la incomprensión y la crueldad; nunca se había sentido tan aislado de la suciedad de su madre, de la obsesión del dinero, de aquella atmósfera de acomodos, cinismos y resentimiento de todos contra todos. Allí, en aquel pequeño pero poderoso refugio, bajo la mirada de aquel hombre entregado al alcohol y a las drogas, tan fracasado como generoso, parecía como si toda la burda realidad externa estuviese abolida. Había pensado más tarde si era inevitable que seres tan delicados como Vania tuvieran que terminar entregándose al alcohol o a las drogas. Y le conmovían también aquellas pinturas baratas de las paredes, tan burdamente representativas de la patria lejana. ¡Qué emocionante era todo aquello, precisamente por ser tan barato y candoroso! No era una pintura con pretensiones hecha por algún pintor malo que se cree bueno, sino, con toda seguridad, realizada por un artista tan borracho y tan fracasado como el propio Vania; tan desgraciado y definitivamente exiliado de su propia tierra como él; condenado a vivir aquí, en un país para ellos absurdo y remotísimo: hasta la muerte. Y aquellas imágenes baratas, sin embargo, de alguna manera servían para recordar la patria lejana, del mismo modo que las decoraciones de un escenario, aunque hechas de papel, aunque muchas veces torpes y primarias, de algún modo contribuyen a que sintamos de verdad el drama o la tragedia. El hombre del kiosco meneaba la cabeza.
—Era un buen hombre —dijo.
Y el verbo en pasado daba a las paredes del loquero el siniestro significado que verdaderamente tienen.
Se volvieron hacia el Paseo Colón.
—Al fin —comentó Alejandra— aquella inmundicia salió con la suya.
Alejandra, que se había puesto muy deprimida, sugirió ir hasta la Boca.
Cuando bajaron en Pedro de Mendoza y Almirante Brown entraron en el bar de la esquina.
De un carguero brasileño llamado Recife bajó un negro gordo y sudoroso.
—Louis Armstrong —comentó Alejandra, señalando con su sandwich.
Después salieron a caminar por los muelles. Y bastante lejos, en un lugar descubierto, se sentaron al borde de los malecones, mirando hacia los semáforos.
—Hay días astrológicamente malos —comentó Alejandra.
Martín la miró.
—¿Cuál es tu día? —preguntó.
—El martes.
—¿Y tu color?
—El negro.
—El mío es el violeta.
—¿El violeta? —preguntó Alejandra, con cierta sorpresa.
—Lo leí en Maribel.
—Veo que elegís buen material de lectura.
—Es una de las revistas preferidas de mi madre —dijo Martín—, una de las fuentes de su cultura. Es su Crítica de la Razón Pura.
Alejandra negó con la cabeza.
—Para astrología, nada como Damas y Damitas. Es brutal…
Seguían la entrada y salida de barcos. Uno de casco blanquísimo y línea alargada, como una grave ave marina, se deslizaba sobre el Riachuelo, remolcado hacia la desembocadura. El puente levadizo se levantó con lentitud y el barco pasó, haciendo sonar repetidas veces su sirena. Y resultaba extraño el contraste entre la suavidad y elegancia de sus formas, el silencio de su deslizamiento y la fuerza rugiente de los remolcadores.
—Doña Anita Segunda —advirtió Alejandra, por el remolcador delantero.
Les encantaban esos nombres y jugaban concursos e instituían premios al que encontraba el más lindo: Garibaldi Terrero, La Nueva Teresina. Doña Anita Segunda no era malo, pero Martín ya no pensaba en concursos, sino, más bien, cómo todo aquello pertenecía a una época sin retorno.
El remolcador rugía, lanzando una columna de humo negro y retorcido. Los cables estaban tensos como cuerdas de un arco.
—Siempre tengo la sensación de que en una de ésas al remolcador le va a salir una hernia —comentó Alejandra.
Con desconsuelo, pensó que todo eso, todo, desaparecería de su vida. Como aquel barco: silenciosa pero inexorablemente. Hacia puertos remotos y desconocidos.
—¿En qué pensás, Martín?
—Cosas.
—Decí.
—Cosas, cosas indefinidas.
—No seas malo. Decí.
—Cuando hacíamos concursos. Cuando hacíamos planes para irnos de esta ciudad, a cualquier parte.
—Sí —confirmó ella.
De pronto, Martín le hizo saber que había conseguido unas inyecciones que provocaban la muerte por parálisis del corazón.
—No me digas —comentó Alejandra, sin demasiado interés.
Se las mostró. Después dijo, sombríamente.
—¿Recordás cuando hablamos una vez de matarnos juntos?
—Sí.
Martín la observó y luego volvió a guardar las inyecciones.
Era ya de noche y Alejandra dijo que podían ya volver.
—¿Vas al centro? —preguntó Martín, pensando con dolor que todo terminaba ya.
—No, a casa.
—¿Querés que te acompañe?
Aparentó un tono indiferente, pero su pregunta estaba llena de ansiedad.
—Bueno, si querés —respondió ella, después de una vacilación.
Cuando llegaron frente a la casa, Martín sintió que no podía despedirse allí, y le rogó que lo dejara subir.
Nuevamente ella asintió con vacilación.
Y una vez en el Mirador, Martín se derrumbó, como si todo el infortunio del mundo se hubiese desplomado sobre sus espaldas.
Se echó sobre la cama y lloró.
Alejandra se sentó a su lado.
—Es mejor, Martín, es mejor para vos. Yo sé lo que te digo. No debemos vernos más.
Entre sollozos, el muchacho le dijo que entonces él se mataría con las inyecciones que le había mostrado.
Ella se quedó pensativa y perpleja.
Poco a poco Martín se fue calmando y luego pasó lo que no debía pasar y después que todo hubo pasado, oyó que ella dijo:
—Te vi con la promesa de que no llegaríamos a esto. En cierto modo, Martín, has hecho una especie de…
Pero dejó la frase sin terminar.
—¿De qué? —preguntó Martín, temeroso.
—No importa, ya está hecho, ahora.
Se levantó y empezó a vestirse.
Salieron y ella dijo que quería ir a tomar algo. El tono de su voz era sombrío y áspero.
Caminaba como distraída, concentrada en algún pensamiento obsesivo y secreto.
Empezó a tomar en uno de los boliches del Bajo y luego, como cada vez que la empezaba a dominar aquella inquietud indefinida, aquella especie de abstracción que tanto angustiaba a Martín, no permanecía mucho tiempo en cada bar y le era necesario salir y entrar en otro.
Estaba inquieta, como si tuviera que tomar un tren y fuese necesario vigilar la hora, tamborileando con sus dedos sobre la mesa, sin oír lo que se le decía o respondiendo ¿eh, eh? sin entender nada.
Finalmente entró en un cafetín en cuyas vidrieras había fotografías de mujeres semidesnudas y de cancionistas. La luz era rojiza. La dueña hablaba en alemán con un marino que tomaba algo en un vaso muy alto y rojo. En las mesitas se podía entrever a marineros y oficiales con mujeres del Parque Retiro. Sobre el estrado apareció entonces una mujer de unos cincuenta años, pintarrajeada, con pelo platinado. Sus enormes pechos parecían estallar corno dos globos a presión debajo de un vestido de raso. En las muñecas, en los dedos y en el cuello estaba cargada de fantasías que refulgían a la luz rojiza del entarimado. Su voz era aguardentosa y canallesca.
Alejandra observaba con fascinación.
—Qué —preguntó Martín, ansioso.
Pero ella no respondió; sus ojos siempre clavados en la gorda.
—Alejandra —insistió, tocándole un brazo—. Alejandra.
Ella lo miró, por fin.
—Qué —volvió a decir.
—Es tan derrotada. No sirve para cantar y tampoco ha de servir ya gran cosa en la cama, salvo para hacer fantasías; ¿quién cargaría con semejante monstruo?
Volvió nuevamente sus ojos a la cantante y murmuró, como si hablara consigo misma:
—¡Cuánto daría por ser como ella!
Martín la miró asombrado.
Luego, al asombro sucedió el sentimiento ya habitual de anhelante tristeza ante el enigma de Alejandra, condenado a permanecer siempre afuera. Y la experiencia ya le había mostrado que cuando ella llegaba a ese punto se desataba el inexplicable rencor contra él, aquel resentimiento llameante y sarcástico que nunca se pudo explicar y que en aquel último período de sus relaciones estallaba brutalmente.
Así que cuando ella volvió sus ojos hacia él, aquellos ojos vidriosos de alcohol, sabía ya que de sus labios tensos y despreciativos le saldrían palabras duras y vengativas.
Lo miró por unos instantes, que a Martín le parecieron eternos, desde lo alto de su infernal pedestal: parecía uno de esos antiguos y sádicos dioses aztecas que exigen el corazón caliente de sus víctimas. Y entonces le dijo con una voz violenta y baja.
—¡No te quiero ver acá! ¡Ahora mismo te vas y me dejás sola!
Martín intentó calmarla, pero ella se enfureció aun más y levantándose le gritó que se fuera.
Como un autómata, Martín se levantó y comenzó a salir, entre las miradas de los marineros y prostitutas.
Una vez fuera, el aire fresco empezó a volverlo a su conciencia. Caminó hacia Retiro y terminó sentándose en uno de los bancos de la Plaza Británica: el reloj de la torre marcaba las once y media de la noche.
Su cabeza era un caos.
Por un momento trató de mantenerla en alto, pero de pronto su resistencia terminó.