Luego, levantando la mirada y al ver que los ojos de Martín brillaban, añadió:
—Pero con una condición, Martín. Los ojos de Martín se apagaron.
E1 lunes esperó su llamado, pero en vano. El martes, impaciente, la llamó a la boutique. Le pareció que la voz de Alejandra era áspera, pero podía ser por el trabajo. Ante la insistencia de Martín, le dijo que lo esperaba a tomar un café en el bar de Charcas y Esmeralda.
Martín corrió al bar y la encontró esperándolo: fumaba mirando hacia la calle. El diálogo fue corto porque ella tenía que volver al taller. Martín le dijo que quería verla tranquila, una tarde entera.
—Me es imposible, Martín.
Al ver los ojos del muchacho empezó a golpear con una boquilla que tenía, mientras parecía pensar y sacar cuentas. Su ceño estaba fruncido y su expresión era de preocupación.
—Ando muy enferma —dijo al cabo.
—¿Qué te pasa?
—Qué no me pasa, sería mejor decir.
Sueños atroces, dolores de cabeza (en la nuca, que luego se extendían a todo el cuerpo), centelleos en los ojos.
—Y como si todo eso fuera poco, esas campanas de iglesia. Una mezcla de hospital e iglesia, como ves.
—Así que por eso no me podes ver —comentó Martín con ligero sarcasmo.
—No, no digo eso. Pero todo se junta, ¿comprendes?
“Todo se junta”, se repitió para sí Martín, sabiendo que en ese “todo” estaba lo que más lo atormentaba.
—¿De modo que te es imposible verme?
Alejandra mantuvo por un instante la mirada del muchacho pero luego bajó los ojos y se puso a golpear con la boquilla contra la mesa.
—Bueno —dijo, por fin—, nos veremos mañana a la tarde.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó ansioso Martín.
—Toda la tarde, si querés —agregó Alejandra, sin mirar y sin dejar de dar golpecitos con la boquilla.