Alejandra no fue. En cambio, llegó Wanda con un mensaje: no podría verlo durante esa semana.
—Mucho trabajo —agregó, mirando su encendedor con música.
—Mucho trabajo —repitió Martín, en tanto que aviesamente aparecía la figura de Bordenave.
Wanda se limitó a encender y apagar varias veces el encendedor.
—Ella te llamará.
—Bueno.
Un gran peso le impidió incorporarse después que Wanda se hubo ido, pero por fin se levantó para llamar a Bruno. Lo llamaba con timidez, no le decía que deseaba verlo, pero siempre Bruno terminaba insistiéndole para que fuera.
Se sentó en un rincón y Bruno intentó distraerlo con comentarios sobre cualquier cosa.
—¿Lo conoce a Molina Costa?
—No.
—Resulta que al lado de su campo está la estancia de un señor Pearson Spaak. El hijo, Willie, lo criticaba porque andaba con breeches, mientras que él llevaba siempre bombachas criollas y no usa jamás montura inglesa, le dijo: “Viejo, vos necesitas todo eso porque te llamas Pearson Spaak; pero como yo me llamo Molina Costa puedo darme el lujo de andar con breeches”.
Bruno se rió con muchas ganas, en una forma que Martín no le había observado antes. Parece que aquella anécdota le causaba una enorme gracia. Cuando se calmó, dijo:
—Es indudable que en ese empeño que tenemos últimamente en rechazar todo lo europeo hay un fuerte sentimiento de inseguridad. ¿No le parece? Acá los grupos nacionalistas están llenos de individuos que se llaman Kelly o Rabufetti.
Se quitó los anteojos y los limpió, con aquella manía de mantenerlos perfectos, o quizá en virtud de un simple tic. Sus ojos se agrandaban repentinamente al ser vistos sin aquellos gruesos cristales, y le conferían al rostro una curiosa sensación de desnudez que a Martín casi lo avergonzaba. Por lo demás, la mirada de Bruno se volvía más abstracta y como desamparada frente a un universo minucioso y rico.
Le habló del libro que estaba leyendo, sobre el tiempo, y le explicó la diferencia que existe entre el tiempo de los astrónomos y el del hombre. Mientras reflexionaba que nada de todo aquello podía serle útil a Martín, sino como mera distracción. Toda consideración abstracta, aunque se refiriese a problemas humanos, no servía para consolar a ningún hombre, para mitigar ninguna de las tristezas y angustias que puede sufrir un ser concreto de carne y hueso, un pobre ser con ojos que miran ansiosamente (¿hacia qué o hacia quién?), una criatura que sólo sobrevive por la esperanza Porque felizmente (pensaba) el hombre no está sólo hecho de desesperación sino de fe y de esperanza; no sólo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. Porque si prevaleciese la desesperación, todos nos dejaríamos morir o nos mataríamos, y eso no es de ninguna manera lo que sucede. Lo que demostraba, a su juicio, la poca importancia de la razón, ya que no es razonable mantener esperanzas en este mundo en que vivimos. Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile; apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la in-mensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los sobrevivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de ios hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (so-bre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de espe-ranza), esos precarios seres humanos ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor. De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?
Mientras en un plano más superficial le decía a Martín algo aparentemente sin conexión con sus reflexiones profundas, pero en realidad conectadas a ella por vínculos irregulares pero vitales.
—Siempre pensé que me gustaría ser algo así como bombero.
Y como Martín lo mirara sorprendido, comentó: pensando que acaso ese tipo de reflexiones sí podían ser útiles a su desdicha, pero con una sonrisa que atenuaba su pretensión.
—Quizá cabo de bomberos. Porque entonces uno sentiría que está entregado a algo comunitario, a algo en que uno realiza un esfuerzo por los demás, y además en medio del peligro, cerca de la muerte. Y, siendo cabo, porque se sentiría, supongo, la responsabilidad de su pequeño grupo. Ser para ellos la ley y la esperanza. Un pequeño mundo en que el alma de uno esté transfundida en una pequeña alma colectiva. De modo que las penas son las penas de todos y la alegrías también, y el peligro es el peligro de todos. Saber, además, que uno puede y debe confiar en sus camaradas, que en esos momentos límites de la vida, en esas zonas inciertas y vertiginosas en que la muerte nos enfrenta repentina y furiosamente, ellos, los camaradas, lucharán contra ella, nos defenderán y sufrirán y esperarán por nosotros. Y luego el destino pequeño y modesto de mantener el equipo limpio, los broncas relucientes, el limpiar y afilar las hachas, el vivir con sencillez esos momentos que sin embargo preceden al peligro y acaso a la muerte.
Se quitó los anteojos y los limpió.
—Muchas veces lo he imaginado a Saint-Exupéry allá arriba, con su pequeño avión, luchando contra la tempestad, en pleno Atlántico, heroico y taciturno, con su telegrafista atrás, unidos por el silencio y la amistad, por el peligro común pero también por la común esperanza; escuchando el rugido del motor, vigilando con ansiedad la reserva de combustible, mirándose entre sí. La camaradería frente a la muerte.
Se colocó los anteojos y sonrió, mirando a lo lejos.
—Bueno, acaso uno admire más lo que no es capaz de hacer. No sé si sería capaz de hacer la centésima parte de cualquiera de los actos de Saint-Exupéry. Claro, esto es lo grande. Pero quería decir que aun en pequeño… cabo de bomberos… En cambio, yo… ¿qué soy, yo? Una especie de contemplativo solitario, un inútil. Ni siquiera sé si alguna vez lograré escribir una novela o un drama. Y aunque lo escribiera… no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, ésos serán siempre valores absolutos.
Martín lo miraba con los ojos empañados, estáticamente. Y Bruno pensó para sí: “Bueno, al fin, ¿no estamos todos en una especie de guerra? ¿Y no pertenezco a un pequeño pelotón? ¿Y no es Martín, en cierto modo, alguien cuyo sueño yo velo y cuyas angustias intento suavizar y cuyas esperanzas cuido como una llamita en medio de una furiosa tormenta?”
Y en seguida se avergonzó.
Entonces contó un chiste.