Hasta que, sin habérselo propuesto, se encontró frente al café de Chichín, y entrando oyó al Loco Barragán, que tomaba aguardiente sin dejar, como siempre, de predicar, diciendo Vienen tiempos de sangre y fuego, muchachos, amenazando, admonitorio y profético, con el dedo índice de la mano derecha a los grandulones que lo farreaban, incapaces de tomar en serio nada que no fuera Perón o el partido del domingo con Ferrocarril Oeste, mientras Martín pensaba que Alejandra había palidecido en el momento en que se encontraron, aunque también era probable que le hubiera parecido a él, ya que no era fácil discernirlo inequívocamente estando como estaba debajo de la capota; dato de enorme importancia, claro, porque indicaría que el encuentro con Bordenave no era casual sino concertado, pero ¿cómo y cuándo, Dios mío, cómo y cuándo? Tiempos de venganza, muchachos y haciendo gestos de escribir con la mano derecha en el aire, con enormes letras, agregaba está escrito, a lo que los muchachones reían a más no poder y Martín reflexionaba que, sin embargo, tampoco el haber palidecido era un dato inequívoco, ya que podía responder a la vergüenza de ser encontrada por Martín junto a un individuo que ella había demostrado despreciar. Y además ¿cómo podían haberse encontrado deliberadamente si ella ignoraba dónde vivía Bordenave, y no le parecía ni siquiera concebible por la imaginación más febril que ella hubiese buscado su dirección o su número en la guía y lo hubiese llamado? Tiempos de sangre y fuego, porque el fuego tendrá que purificar esta ciudad maldita, esta nueva Babilonia, porque todos somos pecadores aunque sí quedaba la posibilidad de que se hubiesen encontrado en el bar del Plaza, bar que evidentemente Alejandra frecuentaba o había frecuentado antes, como lo revelaba la precisión con que lo condujo a él en aquella entrevista, de modo que habría entrado al bar (pero ¿para hacer qué, Dios mío, para hacer qué?) y al encontrarse con Bordenave podía haber surgido una conversación, acaso, lo más probable por iniciativa de él ya que era a las claras un mujeriego y un hombre mundano. Sí, riasén manga de vagos, pera yo les digo que tenemos que pasar por la sangre y por el fuego y aunque todos reían, y hasta el propio Barragán por momentos parecía seguirles la chacota, buen tipo como era, sin embargo sus ojos adquirieron fulgor al dirigir sus miradas hacia Martín, un fulgor acaso profético, aunque fuese el de un modesto profeta de barrio, borracho y torpe (pero, como pensaría Bruno, ¿qué se sabe sobre los instrumentos que el destino elige para insinuar oscuramente sus propósitos? Y, acaso, y dada la ambigua perversidad con que suele proceder, ¿no era posible que enviase sus arteros mensajes a través de seres que raramente se toman en serio como son los locos y los chicos?), y como si hablara otra persona, no la que bromeaba con los muchachos del bar, agregó pero vos, pibe, vos no, porque vos tenés que salvarnos a todos y todos se quedaron callados y un silencio rodeó a aquellas inesperadas palabras del loco; aunque en seguida los muchachos volvieron a la carga y preguntaban decí qué número gana mañana, loco, pero Barragán, meneando la cabeza, tomando su cañita quemada, respondía sí, riasén, pera ya van a ver lo que les digo, ya lo van a ver con sus propios ojos, porque es necesario que esta ciudad emputecida sea castigada y tiene que venir Alguien porque el mundo no puede seguir así momento en que Martín, impresionado, mirando con fijeza, vinculó sus palabras con otras de Alejandra sobre los sueños premonitorios y la purificación por el fuego.
—Nos han quitado al Cristo ¿y qué nos han dado, en cambio? Autos, aviones, heladeras eléctricas. Pero vos, Chichín, pongo por caso, ¿sos más feliz ahora que tenés heladera eléctrica que cuando venía el rengo Acuña con las barras de velo? Supongamos, es un suponer, que mañana vos, Loiácono, podes ir a la Luna —frase que fue celebrada con risotadas—, pero les digo, zonzos, que es un suponer ¿y qué? ¿Vas a ser por eso más feliz que ahora?
—Ma de qué felicidá m’está hablando —comentó con rencor Loiácono— si yo en la puta vida he sido felí.
—Bueno, está bien, te digo que es un suponer. Pero, te pregunto: ¿serías más feliz por ir a la Luna?
—Y yo qué sé —respondió Loiácono con resentimiento.
Pero el loco Barragán proseguía con su predicación, sin oírlo, ya que su pregunta era retórica:
—Por eso yo les digo, muchachos, que la felicidad hay que buscarla dentro del corazón. Pero para eso se necesita que venga el Cristo de nuevo. Lo hemos olvidado, hemos olvidado sus enseñanzas, hemos olvidado que sufrió el martirio por nuestra culpa y por nuestra salvación. Somos una manga de desagradecidos y unos canallas. Y si viene de nuevo, capaz que no lo conocemos y hasta le tomamos el pelo.
—Quién te dice —comentó Díaz—, vo so el Cristo y ahora nosotro te estamo tomando en joda.
Todos rieron celebrando la salida de Díaz, pero Barragán, meneando la cabeza con benévola sonrisa de borracho, proseguía, con lengua cada vez más pastosa:
—Todos estamos tristes —algunos protestaron, dijeron yo no, avisa, etcétera—. Todos estamos tristes muchachos. No nos engañemos. ¿Y por qué estamos todos tristes? Porque nuestro corazón está insatisfecho, porque sabemos que somos unos miserables, unos canallas. Porque somos injustos, ladrones, porque tenemos el alma llena de odio. Y todos corren. ¿Para qué, les digo yo? ¿Adonde? Todos luchan por tener unos mangos ¿para qué? ¿Acaso no nos vamos a morir todos? ¿Y para qué queremos la vida si no creemos en Dios?
—Bueno, ufa, terminala —dictaminó Loiácono—. Vo también so bastante bueno, loco. Mucho Dios, mucho Cristo y mucho de esto —se señalaba los labios— pero dejá que tu mujer labure como una burra para mantenerte, mientras vo aquí dale discurso.
El loco Barragán lo consideró con mirada bondadosa. Tomó un traguito de caña y preguntó:
—¿Y quién te ha dicho que yo no sea un turro?
Mostró su vasito de caña quemada y con voz dolorida agregó:
—Yo, muchachos, soy un borracho y un loco. Me dicen el loco Barragán. Chupo, me paso el día vagando por ahí y pensando mientras la patrona trabaja de sol a sol. Qué le voy a hacer. Así nací y así voy a morir. Soy un canalla, no me aparto. Pero eso no es lo que les digo, muchachos. ¿No dicen que los chicos y los locos dicen la verdad? Y bueno, yo soy loco, y muchas veces, por esta cruz, ni sé por qué hablo.
Todos se rieron.
—Sí, riasén. Pero yo les digo que el Cristo se me apareció una noche y me dijo: Loco, el mundo tiene que ser purgado con sangre y fuego, algo muy grande tiene que venir, el fuego caerá sobre todos los hombres, y te digo que no va a quedar piedra sobre piedra. Esto me dijo el Cristo.
Los muchachos se retorcían de risa, menos Loiácono.
—Sí, metalén, muchachos, dale que va. Riasén y después me cuentan. Acá hay uno solo que sabe lo que digo.
Las risotadas cesaron y un silencio rodeó estas últimas palabras. Pero en seguida todos volvieron a las bromas y luego empezaron a hacer cálculos sobre el partido del domingo.
Pero Martín miraba al Loco, mientras volvían a su memoria aquellas otras palabras de Alejandra sobre el fuego.