XI

Sus pasos lo llevaban mecánicamente al bar, pero su mente seguía con Alejandra. Y con un suspiro de alivio, como al llegar a un puerto conocido después de un viaje ansioso y lleno de peligros, oyó que Tito decía este paí ya no tiene arreglo, golpeando sobre la Crítica, acaso probando algo que acababan de discutir, mientras Poroto decía es que lo rodea propio una maffia y Chichín, repasando un vaso detrás del mostrador, con su gorra como si se dispusiera a salir, decía hace mal en no darle una patada a todo eso tipo, mientras Tito (furioso, desalentado, con invencible escepticismo de argentino), arreglándose la corbata raída y señalándose luego el pecho con su índice, confirmaba te lo dice Humberto J. D’Arcángelo. Momento en que el nuevo (¿Peruzzi, Peretti?), con su relamido saquito a la italiana, impecable y perfumado, en castellano de recién llegado dijo que él estaba de acuerdo con el señor D’Arcángelo y que llamaba la atención el estado ruinoso, por ejemplo, de los tranvías, y que era inconcebible a esta altura del siglo veinte que en una ciudad como Buenos Aires hubiera todavía esa clase de armatostes. Momento en que Humberto J. D’Arcángelo, que lo miraba con contenida indignación, dijo con estudiada e irónica cortesía (ajustándose la corbata): Seré curioso, diga: allá, en su patria, ¿no hay má tranvía?, pregunta a la que el jovenzuelo Peruzzi o Peretti respondió que se habían ido retirando del centro de las ciudades y que, por lo demás, eran tranvías rapidísimos, modernos, limpios, aerodinámicos, como en general todo el sistema de transporte. ¿Sabían ellos que el directísimo Génova-Nápoles había batido todos los récords internacionales de velocidad? Mientras que acá, para ser sincero, acá los trenes daban lástima y hasta risa, como bien había reconocido el señor D’Arcángelo hacía un momento; motivo por el cual debe de haber recibido con considerable asombro la reacción del mismo señor D’Arcángelo que, golpeando con su mano esquelética sobre la primera plana de Critica, en que a ocho columnas se leía el triunfo de Fangio en Reims, casi gritó: ¿Y éste también e italiano?, pregunta que el joven Peruzzi o Peretti, tan sorprendido, como si alguien que le ha pedido amablemente fuego sacase una pistola para asaltarlo, empezó a responder con balbuceos, balbuceos que Tito, temblando de rabia, con una voz casi inaudible a fuerza de ser tensa y contenida, dijo: Mire, maestro, Fangio e argentino, aunque sea hijo de italiano como yo o Chichín o el señor Lambruschini, argentino y a mucha honra, hijo de eso italiano de ante que venían a la bodega de lo barco y que despué laburaban cincuenta año sin levantar la cabeza y todavía estaban agradecido a la América y lo hijo miraban con orgullo la bandera azul y blanca, no como eso italiano que vienen ahora y se pasan el día criticando el paí: que si lo bache, que si lo tranvía, que si lo trene, que si la basura, que si ese maldito clima de Bueno Saire, que si la húmeda, que si a Milán la cosa son así o asau, que si la mujere de aquí no son elegante, y si má no viene agarran y hasta hablan mal de lo bife. Ahora yo me pregunto y pregunto a la distinguida concurrencia ¿por qué si se sienten tan mal a este paí no chapan la valija y se mandan mudar? ¿Por qué no se vuelven a Italia, si aquello e el paraíso que dicen? ¿Qué me quieren representar, digo yo, toda esta sarta de jefe, de dotore, de ingeniero? Y levantándose furioso, y acomodándose la corbata dobló la Crítica, le gritó a Martín ¡Vamo en casa, pibe! y salió sin saludar a nadie.