IX

Y llegó el lunes.

Viéndola caminar hacia el restorán, Martín se dijo que para ella no era adecuada la palabra linda, ni siquiera hermosa; quizá se le podía decir bella, pero sobre todo soberana. Aun con su simple blusa blanca, su pollera negra y sus zapatillas chatas. Sencillez sobre la que resaltaban aun más sus rasgos exóticos, del mismo modo que una estatua es más notable en una plaza desprovista de ornamentos. Todo parecía resplandecer aquella tarde. Y hasta la calma del día, la falta de viento, el sol fuerte que parecía postergar la llegada del otoño (más tarde pensó que el otoño había estado esperando agazapado para descargar toda su tristeza en el momento en que él estuviera solo), todo parecía indicar que los astros se mostraban favorables.

Bajaron hacia la costanera.

Una locomotora arrastraba unos vagones, una grúa levantaba una máquina, un hidroavión pasaba bajo.

—El Progreso de la Nación —comentó Alejandra.

Se sentaron en uno de los bancos que miran al río.

Pasaron casi una hora sin hablar, o por lo menos sin decir nada de importancia, pensativos, en ese silencio que tanto inquietaba a Martín. Las frases eran telegráficas y no habrían tenido ningún sentido para un extraño: “ese pájaro”, “el amarillo de la chimenea”, “Montevideo”. Pero no hacían proyectos como antes, y Martín se cuidaba de aludir a cosas que pudieran malograr aquella tarde, aquella tarde que él trataba como a un enfermo querido, ante el cual hay que hablar en voz baja y al que hay que evitar el menor contratiempo.

Pero, ese sentimiento —no podía dejar de pensar Martín— era contradictorio en su misma esencia, ya que si él quería preservar la felicidad de aquella tarde era precisamente para la felicidad; lo que para él era la felicidad: o sea estar con ella y no al lado de ella. Más todavía: estar en ella, metido en cada uno de sus intersticios, de sus células, de sus pasos, de sus sentimientos, de sus ideas; dentro de su piel, encima y dentro de su cuerpo, cerca de aquella carne ansiada y admirada, con ella dentro de ella: una comunión y no una simple, silenciosa y melancólica cercanía. De modo que preservar la pureza de aquella tarde no hablando, no intentando entrar en ella, era fácil, pero tan absurdo y tan inútil como no tener ninguna tarde en absoluto, tan fácil y tan insensato como mantener la pureza de un agua cristalina con la condición de que uno, que está muerto de sed, no la ha de beber.

—Vamos a tu pieza, Alejandra —le dijo.

Ella lo miró con gravedad y después de un instante le dijo que preferiría que fuesen al cine.

Martín sacó su cortaplumas.

—No te pongas así, Martín. No ando bien, no me siento nada bien.

—Estás resplandeciente —respondió Martín, mientras abría la hojita de su cortaplumas.

—Te digo que ando mal de nuevo.

—Vos tenés la culpa —adujo el muchacho con cierto rencor—. No te cuidas. Ahora mismo vi que comías cosas que no debías comer. Y además te atiborras de claritos.

Se quedó en silencio, empezó a sacar astillas del banco.

—No te pongas así.

Pero como él mantuviese empecinadamente la cabeza baja, ella se la levantó.

—Nos habíamos prometido pasar una tarde en paz, Martín.

Martín gruñó.

—Claro —continuó ella—, y ahora vos pensás que si no pasamos una tarde feliz no es por culpa tuya, ¿no es así?

Martín no contestó: era inútil.

Alejandra se calló. De pronto Martín oyó que decía:

—Bueno, está bien: vamos a casa.

Pero Martín no dijo nada. Ella se había levantado ya y tomándolo del brazo le preguntó:

—¿Qué te pasa ahora?

—Nada. Lo haces como un sacrificio.

—No seas zonzo. Vamos.

Empezaron a caminar por la calle Belgrano hacia arriba. Martín se había reanimado y de pronto, casi con entusiasmo, exclamó:

—¡Vamos al cine!

—Déjate de tonterías.

—No, no quiero que dejes de ver ese film. Lo has esperado tanto.

—Lo veremos otro día.

—¿De veras que no querés?

En caso de haber accedido, habría caído en la más negra melancolía.

—No, no.

Martín sintió que la alegría volvía a su alma, como un río de montaña cuando el deshielo. Caminó con decisión, llevando a Alejandra del brazo. Al pasar el puente giratorio vieron un taxi que venía ocupado, hacia el río. Por si acaso, le hicieron una seña, indicándole que iban para la ciudad, para que los pasase a buscar de vuelta. El chofer les hizo un gesto afirmativo. Era un día en que los astros mostraban una conjunción favorable.

Se quedaron acodados sobre el pretil del puente. A lo lejos hacia el sur, en medio de la bruma que había empezado a bajar, se recortaban los puentes transbordadores de la Boca.

Volvió el taxi y subieron.

Mientras ella preparaba café, él buscó entre los discos y encontró uno que Alejandra acababa de comprar: Trying. Y cuando la voz de Ella Fitzgerald, desgarrada, dijo:

I’m trying to forget you, but try as I may You’re still my every thought every day…

Vio cómo Alejandra se detenía, con su pocillo en el aire diciendo:

—¡Qué bárbaro! knocking, knocking at your door

Martín la observó en silencio, entristecido por las sombras que siempre se movían detrás de ciertas frases de Alejandra.

Pero luego aquellos pensamientos fueron arrastrados como hojas por un vendaval. Y abrazados como dos seres que quieren tragarse mutuamente —recordaba—, una vez más se realizó aquel extraño rito, cada vez más salvaje, más profundo y más desesperado. Arrastrado por el cuerpo, en medio del tumulto y de la consternación de la carne, el alma de Martín trataba de hacerse oír por el otro que estaba del otro lado del abismo. Pero ese intento de comunicación, que finalizaría en gritos casi sin esperanza, empezaba ya desde el instante que precedía a la crisis: no sólo por las palabras que se decían sino también por las miradas y los gestos, por las caricias y hasta por los desgarramientos de sus manos y sus bocas. Y Martín trataba de llegar, de sentir, de entender a Alejandra tocando su cara, acariciando su pelo, besando sus orejas, su cuello, sus pechos, su vientre; como un perro que busca un tesoro escondido olfateando la misteriosa superficie, esa superficie llena de indicios, indicios demasiado oscuros e imperceptibles, sin embargo, para los que no están preparados para sentirlos. Y así como el perro, cuando siente de pronto más próximo el misterio buscado, empieza a cavar con febril y casi enloquecido fervor (ajeno ya al mundo exterior, alienado y demente, pensando y sintiendo en aquel único y poderoso misterio ahora tan cercano), así acometía el cuerpo de Alejandra, trataba de penetrar en ella hasta el fondo oscuro del doloroso enigma: cavando, mordiendo, penetrando frenéticamente y tratando de percibir cada vez más cercanos los débiles rumores del alma secreta y escondida de aquel ser tan sangrientamente próximo y tan desconsoladamente lejano. Y mientras Martín cavaba, Alejandra quizá luchaba desde su propia isla, gritando palabras cifradas que para él, para Martín, eran ininteligibles y para ella, Alejandra, probablemente inútiles, y para ambos desesperantes.

Y luego, como en un combate que deja el campo lleno de cadáveres y que no ha servido para nada, ambos quedaron silenciosos.

Martín trató de escrutar su rostro, pero nada pudo adivinar en la casi oscuridad. Salieron.

—Tengo que hacer un llamado —dijo Alejandra.

Entró en un bar y habló.

Martín, desde la puerta, la miraba ansioso. ¿A quién hablaría? ¿Qué hablaría?

Volvió deprimida y le dijo:

—Vamos.

Martín la notaba abstraída y cuando él hacía algún comentario ella decía: ¿Eh? ¿Cómo? Cada cierto tiempo consultaba el reloj.

—¿Qué tenés que hacer?

Ella lo miró como si no hubiera entendido la pregunta. Martín se la repitió y entonces ella respondió:

—A las ocho tengo que estar en otra parte.

—¿Lejos? —preguntó Martín, temblorosamente.

—No —respondió ella, con vaguedad.