VIII

Petrificado en aquel banco alto, Martín esperaba un signo cualquiera de Alejandra. En cuanto se retiró Quique, Alejandra le hizo seña de que la siguiera a la otra habitación, donde dibujaba.

—¿Ves? —le explicó, como aclarando sus ausencias—. Tengo un trabajo enorme.

Martín siguió los trazos de Alejandra sobre un papel blanco, abriendo y cerrando su cortaplumas blanco. Ella dibujaba en silencio y el tiempo parecía pasar a través de bloques de cemento.

—Bueno —dijo Martín, juntando todas sus fuerzas—, me voy…

Alejandra se acercó y apretándole el brazo le dijo que se verían pronto. Martín inclinó su cabeza.

—Te estoy diciendo que nos veremos pronto —insistió ella, irritada.

Martín levantó la cabeza.

—Bien sabes, Alejandra, que no quiero interferir en tu vida, que tu independencia…

No terminó la frase, pero luego agregó:

—No, quiero decir que… al menos… querría verte sin apuro…

—Sí, claro —admitió ella, como si meditara.

Martín se animó.

—Trataremos de estar como antes, ¿recordás?

Alejandra lo miró con ojos que parecían mostrar una incrédula melancolía.

—¿Qué, no te parece posible?

—Sí, Martín, sí —comentó ella, bajando su mirada y poniéndose a hacer unos dibujos con el lápiz—. Sí, pasaremos un lindo día… ya verás…

Animado, Martín agregó:

—Muchos de nuestros desencuentros últimos se debieron a tus trabajos, a tus apuros, a tus citas…

El rostro de Alejandra había empezado a cambiar.

—Estaré muy ocupada hasta fin de mes, ya te lo expliqué.

Martín hacía un gran esfuerzo para no recriminarle nada, porque sabía que cualquier recriminación sería contraproducente. Pero las palabras surgían desde el fondo de su espíritu con silenciosa pero indomable fuerza.

—Me amarga verte con el reloj en la mano.

Ella levantó su mirada y fijó los ojos en él, con el ceño fruncido. Martín pensó, aterrorizado, ni una palabra más de recriminación, pero agregó:

—Como el martes, cuando creí que íbamos a pasar la tarde.

Alejandra había endurecido ya su cara y Martín se detuvo al borde de ella como al borde de un precipicio.

—Tenés razón, Martín —admitió, sin embargo.

Martín se atrevió entonces a agregar:

—Por eso prefiero que vos misma digas cuándo podremos vernos.

Alejandra hizo unos cálculos y dijo:

—El viernes. Creo que el viernes habré terminado con lo más urgente.

Volvió a pensar.

—Pero a último momento hay que rehacer algo o falta algo, qué sé yo… No te querría hacer esperar… ¿No te parece mejor que lo dejemos para el lunes?

¡El lunes! Faltaba casi una semana, pero ¿qué podía hacer sino aceptar con resignación?

Trató de aturdirse con el trabajo durante aquella semana interminable, leyendo, caminando, yendo al cine. Lo buscaba a Bruno y, aunque ansiaba hablarle de ella, era incapaz hasta de pronunciar su nombre; y como Bruno presentía lo que pasaba por su espíritu, también rehuía el tema y hablaba de otras cosas o de temas generales. Momento en que Martín se animaba a decir algo que también parecía tener un sentido general, perteneciente a ese mundo abstracto y descarnado de las ideas puras, pero que en realidad era la expresión apenas despersonalizada de sus angustias y esperanzas.

Y así, cuando Bruno le hablaba del absoluto, Martín preguntaba, por ejemplo, si el amor verdadero no era precisamente uno de esos absolutos; pregunta en la cual la palabra “amor”, sin embargo, tenía tanto que ver con la empleada por Kant o Hegel como la palabra “catástrofe” con un descarrilamiento o un terremoto, con sus mutilados y muertos, con sus aullidos y su sangre. Bruno respondía que, a su juicio, la calidad del amor que hay entre dos seres que se quieren cambia de un instante a otro, haciéndose de pronto sublime, bajando luego hasta la trivialidad, convirtiéndose más tarde en algo afectuoso y cómodo, para repentinamente convertirse en un odio trágico o destructivo.

—Porque hay veces en que los amantes no se quieren, o en que uno de ellos no quiere al otro, o lo odia, o lo menosprecia.

Mientras pensaba en aquella frase que una vez le había dicho Jeannette: “Lamour c’est une personne qui souffre et une autre qui s’enmerde”. Y recordaba, observador de desdichados como era, aquella pareja un día en la penumbra de un café, en un rincón solitario, el hombre demacrado, sin afeitar, sufriente, leyendo, releyendo por centésima vez una carta —seguramente de ella—, recriminando, poniendo el absurdo papel de testimonio de vaya a saber qué compromisos o promesas; mientras ella, en los momentos en que él se concentraba encarnizadamente en alguna frase de la carta, miraba el reloj y bostezaba.

Y como Martín le preguntó si entre dos seres que se quieren no debe ser todo nítido, todo transparente y edificado sobre la verdad, Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. Agregando que siempre había alentado el proyecto (“pero yo soy nada más que eso: un hombre de puros proyectos”, agregó sonriendo con tímido sarcasmo), había alentado el proyecto de escribir una novela o una obra de teatro sobre eso: la historia de un muchacho que se propone decir siempre la verdad, siempre, cueste lo que cueste. Desde luego, siembra la destrucción, el horror y la muerte a su paso. Hasta terminar con su propia destrucción, con su propia muerte.

—Entonces hay que mentir —adujo Martín con amargura.

—Digo que no siempre se puede decir la verdad. En rigor, casi nunca.

—¿Mentiras por omisión?

—Algo de eso —replicó Bruno, observándolo de costado, temeroso de herirlo.

—Así que no cree la verdad.

—Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza. Además ¿sabemos acaso lo que es la verdad? Si yo le digo que aquel trozo de ventana es azul, digo una verdad. Pero es una verdad parcial, y por lo tanto una especie de mentira. Porque ese trozo de ventana no está solo, está en una casa, en una ciudad, en un paisaje. Está rodeado del gris de ese muro de cemento, del azul claro de este cielo, de aquellas nubes alargadas, de infinitas cosas más. Y si no digo todo, absolutamente todo, estoy mintiendo. Pero decir todo es imposible, aun en este caso de la ventana, de un simple trozo de la realidad física, de la simple realidad física. La realidad es infinita y además infinitamente matizada, y si me olvido de un solo matiz ya estoy mintiendo. Ahora, imagínese lo que es la realidad de los seres humanos, con sus complicaciones y recovecos, contradicciones y además cambiantes. Porque cambia a cada instante que pasa, y lo que éramos hace un momento no lo somos más. ¿Somos, acaso, siempre la misma persona? ¿Tenemos, acaso, siempre los mismos sentimientos? Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo. Y si cuando lo desestimamos cometemos el error de decírselo, eso es una verdad, pero una verdad momentánea, que no será más verdad dentro de una hora o al otro día, o en otras circunstancias. Y en cambio el ser a quien se la decimos creerá que ésa es la verdad, la verdad para siempre y desde siempre. Y se hundirá en la desesperación.