VII

Pasaron muchos días sin que Alejandra diera señales de vida, hasta que por fin se decidió a telefonearla. Logró estar con ella algunos minutos en el bar de Esmeralda y Charcas, que lo dejaron en un estado de ánimo peor que el de antes: ella se limitó a contar (¿con qué objeto?) atrocidades de aquellas mujeres de la boutique.

Luego volvieron a transcurrir días y días, y nuevamente Martín se arriesgó a llamar por teléfono: Wanda le contestó que no estaba en aquel momento, que le daría su mensaje. Pero no hubo noticias de ella.

Varias veces estuvo a punto de dejarse vencer y de ir a la boutique. Pero se detenía a tiempo, porque sabía que hacerlo era pesar un poco más sobre su vida, y (pensaba), por lo tanto, distanciarla todavía más; del mismo modo que el náufrago desesperado por la sed sobre su bote debe resistir la tentación de tomar agua salada, porque sabe que únicamente le acarreará una sed aun más insaciable. No, claro que no la llamaría. Tal vez lo que pasaba era que ya había cortado demasiado su libertad, había pesado excesivamente sobre ella; porque él se había lanzado, se había precipitado sobre Alejandra, impulsado por su soledad. Y acaso si le concedía toda la libertad era posible que volvieran los primeros tiempos.

Pero una convicción más profunda, aunque tácita, lo inclinaba a pensar que el tiempo de los seres humanos no vuelve nunca para atrás, que nada vuelve a ser lo que era antes y que cuando los sentimientos se deterioran o se transforman no hay milagro que los pueda restaurar en su calidad inicial: como una bandera que se va ensuciando y gastando (le había oído decir a Bruno). Pero su esperanza luchaba, pues, como pensaba Bruno, la esperanza no deja de luchar aunque la lucha esté condenada al fracaso, ya que, precisamente, la esperanza sólo surge en medio del infortunio y a causa de él. ¿Acaso alguien después podría darle a ello lo que él le había dado? ¿Su ternura, su comprensión, su limitado amor? Pero en seguida la palabra “después” aumentaba su tristeza, porque le hacía imaginar un futuro en que ella no estaría más a su lado, un futuro en que otro ¡otro! le dirá palabras semejantes a las que él le había dicho y que ella había escuchado con ojos fervorosos en momentos que ya le parecían inverosímiles; ojos y momentos que él había creído que serían eternamente para él, que permanecerían para siempre en su absoluta y conmovedora perfección, como la belleza de una estatua. Y ella y ese Otro cuya cara no podía imaginar andarían juntos por las mismas calles y lugares que había recorrido con Martín; mientras él ya no existiría para Alejandra, o apenas sería un recuerdo decreciente de pena y ternura, o acaso de fastidio o comicidad. Y luego se empeñaba en imaginarla en momentos de pasión, pronunciando las palabras secretas que se dicen en esos momentos, cuando el mundo entero y también y sobre todo él, Martín, quedan horrorosamente excluidos, fuera del cuarto en que están sus cuerpos desnudos y sus gemidos; entonces Martín corría a un teléfono, diciéndose que después de todo bastaba discar seis números para oír su voz. Pero ya antes de terminar el llamado lo interrumpía, porque tenía ya la suficiente experiencia para comprender que se puede estar al lado de otro ser, oírlo y tocarlo, y no obstante estar separado por murallas insalvables; así como una vez muertos, nuestros espíritus pueden estar cerca de aquel que quisimos y sin embargo, separados angustiosamente por la muralla invisible pero insalvable que para siempre impide a los muertos tener comunión con el mundo de los vivos.

Pasaron, pues, largos días.

Hasta que, por fin, terminó por ir a la boutique, aun sabiendo que nada lograría con ella sino, más bien, azuzar la fiera que había dentro de Alejandra, aquella fiera que odiaba cualquier intromisión. Y mientras se decía “no, no iré”, caminaba precisamente hacia la calle Cerrito; y en el momento mismo en que llegaba a la puerta se repetía con empecinada pero ineficaz energía “es absolutamente necesario que no la vea”.

Una mujer cargada de joyas y de colorinches en una cara de ojos saltones y malignos salía en ese instante. Nunca la sentía a Alejandra más lejana que cuando estaba entre mujeres así: entre señoras o amantes de gerentes, de médicos importantes, de empresarios. “¡Y qué conversaciones! —comentaba Alejandra—. Conversaciones que sólo pueden oírse en una de estas casas de modas o en una peluquería para mujeres. Entre tinturas, debajo de aparatos marcianos, con pelos de todos colores que chorreaban basura líquida, de bocas que parecen albañales, de agujeros inmundos en caras cubiertas de crema, salen siempre las mismas palabras y chismes, dando consejos, mostrando la hilacha y el resentimiento, contando lo que se debe hacer y lo que NO se debe hacer con el tipo. Y todo mezclado con enfermedades, dinero, alhajas, trapos, fibromas, cocktails, comidas, abortos, gerencias, ascensos, acciones, potencia e impotencia de los amantes, divorcios, traiciones, secretarias y cuernos.” Martín la escuchaba asombrado y entonces ella se reía con una risa tan negra como la escena que acababa de describir. “Pero —preguntaba Martín balbuceando—, pero ¿cómo podes aguantar todo eso? ¿Cómo podes trabajar en un lugar semejante?”, preguntas candorosas, a las que ella respondía con alguna de sus muecas irónicas, “porque en el fondo, fíjate bien, en el fondo todas las mujeres, todas tenemos carne y útero, y conviene que uno no lo olvide, mirando esas caricaturas, como en los grabados de la Edad Media las mujeres hermosas miraban una calavera; y porque en cierto modo, mira qué curioso, esos engendros al fin de cuentas son bastante honestos y consecuentes, pues la basura está demasiado a la vista para que puedan engañar a nadie”. No, Martín no comprendía y tenía la certeza de que eso no era todo lo que Alejandra pensaba.

Y entonces, abriendo la puerta, entró en la boutique. Alejandra lo miró sorprendida, pero luego de saludarlo con un gesto, prosiguió un trabajo que tenía entre manos y le dijo que se sentara por ahí.

Momento en que entró al taller un hombre rarísimo.

Mesdames… —dijo inclinándose con grotesca deliberación.

Besó la mano de Wanda, luego la de Alejandra y agregó:

—Como decía la Popesco en L’habit vert: je me prostitu á vos pieds.

En seguida se dirigió a Martín y lo examinó como a un mueble raro que acaso se tenga el propósito de adquirir. Alejandra, riéndose, se lo presentó a distancia.

—Usted me mira con asombro y tiene toda la razón del mundo, joven amigo —dijo con naturalidad—. Le explicaré. Soy un conjunto de elementos inesperados. Por ejemplo, cuando me ven callado y no me conocen, piensan que debo tener la voz de Chaliapin, y luego resulta que emito chillidos. Cuando estoy sentado, suponen que soy petiso, porque tengo el tronco cortísimo, y luego resulta que soy un gigante. Visto de frente, soy flaco. Pero observado de perfil, resulta que soy corpulentísimo.

Mientras hablaba, demostraba prácticamente cada una de sus afirmaciones y Martín verificaba, con estupor, que eran exactas.

—Pertenezco al tipo Gillete, en la famosa clasificación del Profesor Mongo. Tengo cara filosa, nariz larga y también filosa, y, sobre todo, estómago grande pero también filoso, como esos ídolos de la isla de Pascua. Como si me hubieran criado entre dos tablas laterales, ¿realiza?

Martín advirtió que las dos mujeres se reían, y esa risa se prolongaría a lo largo de toda la permanencia de Quique como la música de fondo de una película; a veces imperceptiblemente, para no estorbar sus reflexiones, y otras, en algunos momentos culminantes, en forma convulsiva, sin que eso le molestase. Martín miraba con dolor a Alejandra. Cómo detestaba aquel rostro suyo, el rostro-boutique, el que parecía ponerse para actuar en aquel mundo frívolo; rostro que parecía perdurar todavía cuando se encontraba a solas con él, desdibujándose lentamente, surgiendo de entre sus trazos abominables, a medida que se borraban, alguno de los rostros que le pertenecían a él y que él esperaba como a un pasajero ansiado y querido en medio de una multitud repelente. Pues, como decía Bruno, “persona” quería decir máscara y cada uno tenía muchas máscaras: la del padre, la del profesor, la del amante. Pero ¿cuál era la verdadera? ¿Y había realmente una que fuese la verdadera? Por momentos pensaba que aquella Alejandra que ahora estaba viendo allí, riendo de los chistes de Quique, no era, no podía ser la misma que él conocía y, sobre todo, no podía ser la más profunda, la maravillosa y terrible Alejandra que él amaba. Pero otras veces (y a medida que pasaban las semanas más lo iba creyendo) se inclinaba a pensar, como Bruno, que todas eran verdaderas y que también aquel rostro-boutique era auténtico y de alguna manera expresaba un género de realidad del alma de Alejandra; realidad que ¡y quién sabía como cuántas otras más! le era ajena, no le pertenecía ni jamás le pertenecería. Y entonces, cuando ella llegaba ante él con los restos menguados de aquellas otras personalidades, como si no hubiera tiempo (¿o deseo?) de metamorfosearse, en algún rictus de sus labios, en alguna forma de mover las manos, en cierto brillo de sus ojos, Martín descubría los residuos de una existencia extraña: como alguien que ha permanecido en un basural y todavía en nuestra presencia mantiene algo de su fetidez. Pensaba, mientras oía que Wanda, sin dejar de comer bombones, decía:

—Contá otra de anoche.

Pregunta a la cual Quique, dejando sobre una mesa un libro que traía, respondió con delicada y tranquila precisión.

—Una caca, ma chère.

Las dos mujeres se rieron con ganas, y cuando Wanda pudo hablar, preguntó:

—¿Cuánto ganas en diario?

—Cinco mil setecientos veintitrés pesos con cincuenta y siete centavos, más aguinaldo a fin de año y las propinas que me da el jefe cuando le voy a comprar cigarrillos o le lustro los zapatos.

—Mira, Quique: mejor dejá diario y aquí te pagamos mil pesos más. Nada más que para hacernos reír.

Sorry. La ética profesional me lo impide, imagináte que si me voy las crónicas de teatro las haría Roberto J. Martorell. Una catástrofe nacional, hijita.

—Sé bueno, Quique. Contá de anoche —insistió Wanda.

—Lo dicho: una caca total. Burdísimo.

—Sí, sonso. Pero contá detalles. Sobre todo de Cristina.

—¡Ah, la femme! Wanda: sos la perfecta mujer de Weininger. Bombones, prostitución, comadreo. Te adoro.

—¿Weininger? —preguntó Wanda—. ¿Qué es eso?

—Justo, justísimo —dijo Quique—. Te adoro.

—Vamos, sé bueno: contá de Cristina.

—Pobre; se retorcía las manos como Francesca Bertini en una de esas vistas que pasan los chicos de los cine-clubs. Pero el que hacía de escritor era directamente un empleado del ministerio de Comercio.

—Qué, ¿lo conoces?

—No, pero estoy seguro. Un empleado cansadísimo, pobresucho. Que se ve que estaba preocupado por algún problema de su trabajo, la jubilación o algo así. Un petiso gordito que acababa de dejar los expedientes pour jouer I ’écrivain. No les puedo decir cómo me conmovía: chocho.

En ese momento entró una mujer. Martín, que estaba como en un sueño grotesco, sintió que se la presentaban. Cuando comprendió que era la misma Cristina a que Quique se había estado refiriendo, y cuando vio cómo la recibía, se sonrojó. Quique se inclinó ante ella y le dijo:

—Hermosura.

Tocándole la tela del vestido, agregó:

—Qué divinidad. Y el lila te compone muy bien con el peinado.

Cristina sonreía con timidez y temor: nunca sabía si debía creerle o no. No se animaba a preguntarle la opinión sobre la obra, pero Quique se apresuró a dársela:

—¡Estupenda, Cristina! ¡Y qué esfuerzo, pobres! Con esos ruidos que venían de al lado… ¿Qué hay al lado?

—Un salón de baile —respondió Cristina, con cautela.

—Ah, pero claro… ¡Qué horror! En los momentos más difíciles, meta mambo. Y parece que tenían una tuba, para mayor desgracia. Burdísimo.

Martín vio que Alejandra salía casi corriendo para el otro cuarto. Wanda siguió trabajando, de espalda a Quique y Cristina, pero su cuerpo se agitaba con un silencioso temblor. Quique proseguía impasible.

—Deberían prohibir las tubas, ¿no te parece, Cristina? ¡Qué instrumento más guarango! Claro, ustedes, los pobres, tenían que gritar como bárbaros para hacerse oír. Qué difícil, ¿no? Sobre todo el que hacía de escritor famoso. ¿Cómo se llama? ¿Tonazzi?

—Tonelli.

—Eso, Tonelli. Pobresucho. Tan poco physique du rôle, ¿no? Y para colmo teniendo que luchar todo el tiempo con la tuba. ¡Qué esfuerzo! Wanda: el público no se da cuenta de lo que eso significa. Y, además, Cristina, me parece muy bien que hayan puesto un hombre así, que no parece escritor, que más bien parece un empleado a punto de jubilarse. La otra vez, por ejemplo, en Telón pusieron La soga, de O’Neill, y el marinero tenía todo el aspecto de un marinero. Qué gracia: así cualquiera representa a un marinero. Aunque hay que decir que en el momento en que el individuo empezó a hablar, a farfullar (porque no se le entendía nada), resultó tan endemoniadamente malo que ni aun con el aspecto de marinero que tenía parecía un marinero: podía ser peón de limpieza, un obrero de la construcción, un mozo de café. ¿Pero un marinero? Never! ¿Y por qué será, Cristina, que a todos los conjuntos independientes se les da por O’Neill? ¡Qué desgracia, pobre hombre! Fue siempre tan desgraciado: primero con su padre y su complejo de Edipo. Luego, acá en Buenos Aires, teniendo que cargar bolsas en el puerto. Y ahora, con todos los conjuntos independientes y vocacionales del mundo entero. —Abrió los larguísimos brazos, como para abarcar el conglomerado universal y, con cara de sincera tristeza, agregó:

—Millares, qué digo, ¡millones de conjuntos independientes representando a la vez ¡La soga, Antes del desayuno, El emperador Jones, El deseo bajo los olmos…! ¡Pobre querido! ¡Como para no entregarse a la bebida y no querer ver a nadie más! Claro, ustedes, Cristina, es distinto. Porque en realidad ya son exacto como un teatro profesional, porque cobran tanto como si fueran profesionales. Mejor: no es posible que esa gente tan humilde tenga que trabajar durante el día como cloaquista o tenedor de libros y luego, de noche, tenga que hacer el Rey Lear… ¡Imagináte! Con lo cansadores que son los crímenes… Claro, siempre quedaría el recurso de dar obras tranquilas, sin crímenes ni incestos. O cuanto más con un crimen o dos. Pero no: resulta que a los vocacionales les interesan obras donde hay muchos crímenes, verdaderas matanzas, como Shakespeare. Y para qué vamos a hablar de los trabajos extras, barrer la sala, hacer de utileros, pintar las paredes, estar en la boletería, servir de acomodador, limpiar los baños. Cosa de levantar la moral general. Una especie de falansterio. Por riguroso turno, todos tienen que limpiar el water. Y así, un día el señor Zanetta dirige el conjunto en Hamlet y Norah Roland, née Fanny Rabinovich, limpia el doble ve-ce. Otro día, el denominado Zanetta limpia el doble ve-ce y Norah Roland dirige El deseo bajo los olmos. Aparte que durante dos años y medio todos trabajaron como locos de albañiles, carpinteros, pintores y electricistas, levantando el local. Nobles actividades en que han sido fotografiados y entrevistados por numerosos periodistas y que permiten el uso de palabras como fervor, entusiasmo, nobles aspiraciones, teatro del pueblo, auténticos valores y vocación. Claro que este falansterio a veces se viene abajo. La dictadura acecha siempre detrás de la demagogia. Y resulta que el señor Mastronicola o Verdichevsky, después de haber limpiado dos o tres veces el doble ve-ce, inventa la doctrina de que la señorita Caca Pastafrola, conocida en el ambiente teatral por su nom de guerre Elizabeth Lynch, tiene demasiadas ínfulas, está corrompida por sus tendencias pequeñoburguesascontrarre-volucionarias, putrefactas y decadentes, y que es necesario, para su formación moral y escénica, que limpie el doble ve-ce durante todo el año 55, que para colmo es bisiesto. Todo esto complicado con las affaires de Esther Abramovich que entró al teatro independiente para hacer la pata ancha, como quien dice, ya que, según cuenta el director, ha transformado ese noble reducto del arte puro en un quilombo que bueno bueno. Y los celos de Meneca Apiccia-fuoco, alias Diana Ferrer, que ni piensa largar al denominado Mastronicola. Y la bronca capitalizada del joven actor de carácter Ramsés Cuciaroni, que lo tienen metido en la boletería de puro envidiosos desde que entró a fallar la democracia giratoria. En fin, un hermoso prostíbulo. De modo, Cristina, que lo mejor es profesionalizarse, como han hecho ustedes. Aunque el viejito ése ¿trabaja de día en algún ministerio?

—¿Qué viejito?

—Tonazzi.

—Tonelli… Tonelli no es un viejo. Tiene apenas cuarenta años.

Tiens! Yo habría jurado que lo menos tenía cincuenta y tantos. Lo que es la mala iluminación. Pero de día trabaja en alguna parte, ¿no? Me parece haberlo visto en el café que está frente al ministerio de Comercio.

—No, tiene un negocio de librería y artículos de colegio.

Las espaldas de Wanda se agitaban como si tuviera paludismo.

—¡Ah, pero qué bien! Así me explico que le hayan dado el papel de escritor. Claro. Ahora, que a mí me parece más bien un empleado público, pero sería porque anoche yo estaba muy cansado y con este asunto de la CADE la luz es tan mala que ustedes no tienen la culpa, naturalmente. Bueno, menos mal que tiene un negocito. Así, al menos, al otro día de la función no tendrá que madrugar mucho. Porque debe quedar con la garganta arruinada, el pobre. Con ese maldito mambo, y la tuba. Bueno, tengo que irme, es un horror de tarde. Felicitaciones, Cristina. ¡Adiós, adiós, adiós!

Besó la mejilla de Wanda, mientras le sacaba un bombón de la caja.

—Adiosito, Wanda. Y cuidá la línea. Adiós, Cristina y nuevamente felicitaciones. Ese ensemble te queda monísimo.

Le extendió la mano lateralmente a Martín, que estaba petrificado, y luego, por arriba del biombo que separaba el taller de la parte trasera, gritó hacia donde estaba Alejandra:

Mes hommages, queridísima.