A medida que se acercaban a la esquina de Corrientes y San Martín se oían con mayor violencia los altoparlantes de la Alianza: que se cuidara la oligarquía del Barrio Norte, que los judíos pusieran las barbas en remojo, que los masones dejaran de molestar, que los marxistas terminaran con sus provocaciones.
Entraron en La Helvética. Era un local oscuro, con su alto mostrador de madera y su vieja boiserie. Espejos manchados y equívocos agrandaban y reiteraban turbiamente el misterio y la melancolía de aquel rincón sobreviviente.
Se levantó un hombre muy rubio, de ojos celestes y anteojos con vidrios increíblemente gruesos. Tenía un aire sensual y meditativo y parecía tener unos cuarenta y cinco años. Advirtió que lo observaba con benevolencia y, sonrojándose, pensó: Le ha hablado de mí.
Conversaron unos instantes, pero Alejandra estaba abstraída, hasta que se levantó y se despidió. Martín se encontró entonces solo delante de Bruno, inquieto como si debiera rendir examen y entristecido por la brusca y como siempre inexplicable desaparición de Alejandra. Y de pronto se dio cuenta de que Bruno le estaba haciendo una pregunta cuyo comienzo no había oído. Turbado, iba a pedirle por favor la repitiera cuando, felizmente, llegó un hombre pelirrojo y pecoso, de nariz aguileña, cuyos ojos escrutaban a través de sus anteojos. Tenía una sonrisa rápida y nerviosa. Toda su apariencia era inquietante y por momentos adquiría una tonalidad sarcástica que a Martín, de estar solo con él, le habría impedido abrir la boca aun en caso de incendio. Miraba directamente a los ojos, para colmo, evitando así cualquier escapatoria a los tímidos. Mientras conversaba con Bruno, inclinándose hacia él a través de la mesita, echaba fugaces miradas de soslayo, como quien sufre, o ha sufrido en otro tiempo, persecuciones policiales.
—Veo que usted tiene debilidad por este antro mitrista —comentó Méndez, con su risita feroz, señalando un retrato de Mitre sobre la pared—. ¡Quién le iba a decir al general y al suizo ése que un día aquí, a cincuenta metros del sagrario de La Nación, se iban a reunir sus amigos! A nadie se le ha ocurrido hacer el psicoanálisis de este fenómeno. Hay tantos cafés en Buenos Aires.
Puso un libro sobre la mesita.
—Acabo de leer un artículo de Pereira —comentó Bruno, sonriente, aludiendo al libro.
Méndez puso una de sus mejores caras diabólicas. Su pelo rojo parecía echar chispas, como esos plumeros cargados con la máquina electrostática en las clases. Sus ojos fulguraban con ironía.
—¡Je! Empieza atacando desde el título. Imagínese: América Latina, un país.
Justamente. Sostiene que esto era un conjunto de nacionalidades oprimidas por España.
—¡Je! La cabeza de ese individuo está repleta de cuestiones rusas. ¡Conjunto de nacionalidades! Todo el tiempo está pensando en kirguises, en caucasianos, en bielorrusos el país (pensaba Martín), el país, el hogar, buscar la cueva en las tinieblas, el hogar, el fuego caliente, el tierno y luminoso refugio en medio de la oscuridad y como Bruno levantara los ojos, acaso dudando esos ojos que habían visto a Alejandra de niña, esos ojos melancólicos y dulcemente irónicos, mientras veía emerger la figura de Wanda junto a la frase “ganar dinero con algo que uno desprecia”, ignorando en aquel momento, sin embargo, qué monstruoso alcance iba a tener un día la frase de Alejandra, pero ya con un alcance lo suficientemente sembrío como para angustiarlo para toda la cipayería de acá, Bassán, Panamá también es una nación, aunque hasta los niños de pecho saben que la inventó la Fruit Co. mientras veía a Wanda tomando claritos hablando de hombres, riéndose con frívola sensualidad, y aquel Janos, aquel inexplicable marido y Bruno lo oía pensativamente, revolviendo el poso del café y entonces Martín observaba sus largas manos nerviosas y se preguntaba cómo podrá haber sido el amor de aquel hombre por la madre de Alejandra, ignorando todavía, que aquel amor se había prolongado en alguna forma sobre la propia hija, de modo que la misma Alejandra en la que Martín cavilaba en ese momento había sido el objeto de cavilaciones del hombre que ahora tenía inocentemente ante sus ojos, bien que (como el mismo Bruno muchas veces lo pensaría y hasta lo insinuaría) la Alejandra de sus cavilaciones no era la misma que ahora atormentaba a Martín pues nunca (sostenía) somos la misma persona para diferentes interlocutores, amigos o amantes; del mismo modo que esos resonadores complejos de las clases de física que responden con alguna cuerda para cada sonido que los estimula, mientras las otras permanecen silenciosas y como ensimismadas, ajenas, reservadas para llamados que quizá algún día requieran su respuesta; llamado que a veces no llega nunca, en cuyo caso aquellas apagadas cuerdas terminan sus días como olvidadas por el mundo, extrañas y solitarias, mientras, casi entusiasmado, tanta era su furia irónica, Méndez exclamaba: ¡Él, hablando de internacionalismo abstracto! ¡Bravo, Pereira, bravo! ¡De los ballets de Jachaturian a la zamba de Vargas! Ahora ha descubierto la Argentina. Durante años vivió a la rusa, tomó worsch en lugar de sopa, té en vez de mate, vodka en vez de caña. La Argentina era una isla exótica donde estábamos condenados a vivir ¡pero nuestro corazón estaba en Moscú, camarada! y volvía a verlo a Janos, con aquella mirada equívoca y ansiosa (¿por qué?), con su excesiva y untuosa cortesía, besándole las manos, diciéndole “oui, ma chére” o “comme tu veux, ma chére”, y por qué ahora se le aparecía con tanta insistencia aquel hombre repugnante, siempre como buscando algo, como si mantuviera una guardia permanente, una anhelante guardia, determinado sin duda por la actitud de Wanda, pero entonces vio a alguien que saludaba a Bruno y se sentaba allá, con los que hablaban en voz baja, mientras Méndez observaba el saludo con mordacidad y decía: Seguro que están en alguno de los complots. ¡Estos nacionalistas clericales, estos archihispanófilos que ahora han descubierto los Estados Unidos! Claro, les ha entrado el miedo con el peronismo, la única defensa contra la barbarie soviética y nuevamente perdió la pista, pensando en aquel Janos hasta que le pareció que Bruno decía algo sobre la corrupción y entonces Méndez dijo: Eso es moralismo pequeñoburgués, mientras Bruno negaba buenamente con la cabeza y decía: Eso no es lo que yo quiero decir y Martín se atormentaba porque su pensamiento no pudiera seguir la discusión, pensando “soy un tremendo egoísta”, porque su pensamiento volvía otra vez a aquella figura untuosa y horrible y a su actitud, a su permanente guardia, algo sin duda determinado por la presencia o la ausencia de Wanda ¿pero qué? y ella aceptándolo con una mezcla de condescendencia e ironía, como si ambos, como si entre ambos, pero entonces Bruno dijo porque corrompe todo lo que toca, porque es un cínico que no cree en nada, ni en el pueblo ni en el peronismo siquiera, porque es un cobarde y un hombre sin grandeza, mientras Méndez sacudía su cabeza con ironía, pensando, seguramente, un incurable pequeñoburgués y mientras Martín pensaba qué confuso es todo, qué difícil es vivir y comprender y como si aquel equívoco Janos fuese así como el símbolo de la confusión que lo dominaba, como si lo fundamental de los seres humanos fuese la ambigüedad, con su zalamera y falsa cortesía en relación a su mujer que, sin embargo (y él lo había observado bien, como todo lo que se relacionaba con Alejandra), con aquella mirada anhelante y ansiosa del que teme o espera algo, en ese caso algo de Wanda ¿por celos quizá?, a los que Alejandra se le había echado a reír comentando “¡qué niño sos, todavía!” agregando aquellas palabras que luego, después de la tragedia, él recordaría con aterradora nitidez: “Janos es una especie de pegajoso monstruo” y como en ese momento Bruno se levantó para telefonear, Martín quedó solo frente a Méndez, que lo examinó con curiosidad, mientras él bebía agua por pura timidez.
—¡Ese monaguillo irritado! —dijo con sorna, señalando con sus ojos hacia la otra mesa—. Identifican el sufragio universal con la estupidez de las masas, el cuartel con el pundonor, el imperialismo con Lutero.
Emitió su risita.
—Pero ahora están con los yanquis. ¡Lo que es el miedo al pueblo!
Felizmente volvió Bruno.
—Hace un calor insoportable —dijo—. Propongo que salgamos.
Los altoparlantes de la Alianza prometían incendios y horcas.
—Es un café muy cerrado, pero me gusta. No va a durar mucho, piense en los millones que vale la esquina. Es fatal: lo echarán abajo y levantarán un rascacielos, y abajo uno de esos bares interplanetarios llenos de colorinches y ruidos que han inventado los norteamericanos.
Se aflojó la corbata.
—Es un individuo notable. Con la gente que lo odia podría levantarse una sociedad de socorros mutuos más o menos del tamaño del Centro Gallego. En cuanto a mis relaciones con él… bueno, me ha de tener por un intelectual vacilante, un pequeñoburgués putrefacto…
Y se sonrió, mientras pensaba para sí: hombre en perpetua contradicción, Hamlet.
Llegaron al puente de la calle Belgrano y Bruno se detuvo, apoyándose en el pretil, diciendo “ahora por lo menos se respira”, en tanto que Martín se preguntaba si aquella costumbre de vagar por el puente, Alejandra la había tomado de Bruno; pero luego pensó que debería de haber sido a la inversa, porque a Bruno lo veía blando, vacilante al compás de sus reflexiones.
Observaba su piel fina, sus manos delicadas y las comparaba con las manos duras y ávidas de Alejandra, con su rostro apretado y anguloso, mientras Bruno pensaba: Estos paisajes sólo el impresionismo los podía pintar, y eso se terminó, así que el artista que siente esto y nada más que esto, se embromó. Y mirando el cielo cargado de nubes, la atmósfera húmeda y un poco pesada los reflejos de los barcos sobre el agua quieta, pensaba que Buenos Aires tenía un cielo y un aire muy parecido a Venecia, seguramente por la humedad del agua estancada, mientras que su pensamiento del otro estrato proseguía con Méndez:
—Por ejemplo, la literatura. Son brutalmente esquemáticos. Proust es un artista degenerado porque pertenece a una clase en decadencia.
Se rió.
—Si esa teoría fuese correcta no existiría el marxismo, y por lo tanto tampoco Méndez. El marxismo tendría que haber sido inventado por un obrero, sobre todo por uno de la industria pesada.
Caminaron por la vereda y entonces Bruno lo invitó a sentarse sobre el parapeto, mirando hacia el río.
A Martín lo asombró ese rasgo de juventud, rasgo que le confería ante sus ojos un aspecto de afectuosa camaradería hacia él; y el tiempo que le concedía, su afectuosa familiaridad parecían una garantía del afecto de Alejandra hacia él, hacia Martín; pues no le sería concedida por un hombre importante si él, un muchacho desconocido, no estuviese respaldado por la consideración y acaso por el amor de Alejandra. De modo que aquella conversación, aquella caminata, aquel sentarse juntos, eran como una confirmación (aunque indirecta, aunque frágil) de su amor, un cierto certificado (aunque borroso, aunque ambiguo) de que ella no estaba tan alejada como él se suponía.
Y mientras Bruno aspiraba la brisa que pesadamente llegaba del río, Martín recordaba momentos parecidos en aquel mismo parapeto con Alejandra. Acostado sobre el murallón, con la cabeza sobre su regazo, era (había sido) verdaderamente feliz. En el silencio de aquel atardecer oía el tranquilo murmullo del río abajo mientras contemplaba la incesante transformación de las nubes: cabezas de profetas, caravanas en un desierto de nieve, veleros, bahías nevadas. Todo era (había sido) paz y serenidad en aquel momento. Y con tranquila voluptuosidad, como en los somnolientos e indecisos instantes que siguen al despertar, reacomodaba su cabeza sobre el regazo de Alejandra, mientras pensaba qué tierno, qué dulce era sentir su carne debajo de su nuca; esa carne que en opinión de Bruno era algo más que carne, algo más complejo, más sutil, más oscuro que la mera carne hecha de células, tejidos y nervios; pues también era (pongamos el caso de Martín), era ya recuerdo y, por lo tanto, algo que se defendería de la muerte y de la corrupción, algo transparente, tenue pero con cierta calidad de lo eterno e inmortal; era Louis Armstrong tocando su trompeta en el Mirador, cielos y nubes de Buenos Aires, las modestas estatuas del Parque Lezama en el atardecer, un desconocido tocando una cítara, una noche en el restaurante Zur Post, una noche de lluvia refugiados debajo de una marquesina (riéndose), calles del barrio sur, techos de Buenos Aires vistos desde el bar del piso veinte del Comega. Y todo eso lo sentía a través de su carne, de su suave y palpitante-carne que, aunque destinada a disgregarse entre gusanos y grumos de tierra húmeda (típico pensamiento de Bruno), ahora le permitía entrever esa especie de eternidad; porque como también alguna vez le diría Bruno, estamos de tal modo constituidos que sólo nos es dado vislumbrar la eternidad desde la frágil y perecedera carne. Y él había suspirado entonces y ella le había dicho “qué”. Y él le había respondido “nada”, como respondemos cuando estamos pensando “todo”. Momento en que Martín dijo casi sin querer, a Bruno:
—Aquí estuvimos una tarde con Alejandra.
Y como si no pudiera detener su bicicleta, perdido el control, agregó:
—¡Qué feliz fui aquella tarde!
Arrepintiéndose y avergonzándose en seguida de semejante frase, tan íntima y patética. Pero Bruno, no se rió, ni se sonrió (Martín lo miraba casi aterrado), sino que permaneció pensativo y serio, mirando hacia el río. Y cuando, después de un largo rato, Martín imaginaba que no haría ningún comentario, dijo:
—Así se da la felicidad.
¿Qué quería decir? Se quedó escuchándolo, anhelante, como siempre que se trataba de algo vinculado a Alejandra.
—En pedazos, por momentos. Cuando uno es chico espera la gran felicidad, alguna felicidad enorme y absoluta. Y a la espera de ese fenómeno se dejan pasar o no se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas que existen. Es como…
Se calló, sin embargo. Al rato continuó:
—Imagínese un mendigo que desdeña limosnas por el camino, porque le han dado el dato de un formidable tesoro. Un tesoro inexistente.
Volvió a sumirse en sus pensamientos.
—Parecen fruslerías: una conversación apacible con un amigo. A lo mejor esas gaviotas que vuelan en círculos. Este cielo. La cerveza que tomamos hace un rato.
Se movió.
—Se me ha dormido una pierna. Es como si a uno le inyectaran soda.
Se bajó y luego agregó:
—A veces pienso que esas pequeñas felicidades existen precisamente porque son pequeñas. Como esa gente insignificante que pasa inadvertida.
Se calló, y sin ninguna razón aparente dijo:
—Sí, Alejandra es un ser complicado. Y tan distinta a la madre. En realidad es una tontería esperar que los hijos se parezcan a sus padres. Y acaso tengan razón los budistas, y entonces ¿cómo saber quién va a encarnarse en el cuerpo de nuestros hijos?
Como si recitara una broma, dijo:
Tal vez a nuestra muerte el alma emigra:
a una hormiga,
a un árbol,
a un tigre de Bengala;
mientras nuestro cuerpo se disgrega
entre gusanos
y se filtra en la tierra sin memoria,
para ascender luego por los tallos y las hojas,
y convertirse en heliotropo o yuyo,
y después en alimento del ganado,
y así en sangre anónima y zoológica,
en esqueleto,
en excremento.
Tal vez le toque un destino más horrendo
en el cuerpo de un niño
que un día hará poemas o novelas,
y que en sus oscuras angustias
(sin saberlo)
purgará sus antiguos pecados
de guerrero o criminal,
o revivirá pavores,
el temor de una gacela,
la asquerosa fealdad de comadreja,
su turbia condición de feto, cíclope o lagarto,
su fama de prostituta o pitonisa,
sus remotas soledades,
sus olvidadas cobardías y traiciones.
Martín lo oyó perplejo: por una parte parecía que Bruno recitaba en broma, por otra sentía que de algún modo aquel poema expresaba seriamente lo que pensaba de la existencia: sus vacilaciones, sus dudas. Y conociendo ya su extremo pudor, se dijo: Es de él.
Se despidió, tenía que verlo a D’Arcángelo.
Bruno lo siguió con ojos afectuosos, diciéndose lo que todavía tendrá que sufrir. Y después, estirándose sobre el parapeto, colocando sus manos debajo de la nuca, dejó divagar su pensamiento.
Las gaviotas iban y venían.
Todo era tan frágil, tan transitorio. Escribir al menos para eso, para eternizar algo pasajero. Un amor, acaso. Alejandra, pensó. Y también: Georgina. Pero ¿qué, de todo aquello? ¿Cómo? Qué arduo era todo, qué vidriosamente desesperado.
Además no sólo era eso, no únicamente se trataba de eternizar, sino de indagar, de escarbar el corazón humano, de examinar los repliegues más ocultos de nuestra condición.
Nada y todo, casi dijo en alta voz, con aquella costumbre que tenía de hablar inesperadamente en voz alta mientras se reacomodaba sobre el murallón. Miraba hacia el cielo tormentoso y oía el rítmico golpeteo del río lateral que no corre en ninguna dirección (como los otros ríos del mundo), el río que se extiende casi inmóvil sobre cien kilómetros de ancho, como un apacible lago, y en los días de tempestuosa sudestada como un embravecido mar. Pero en ese momento, en aquel caluroso día de verano, en aquel húmedo y pesado atardecer, con la transparente bruma de Buenos Aires velando la silueta de los rascacielos contra los grandes nubarrones tormentosos del oeste, apenas rizado por una brisa distraída, su piel se estremecía apenas como por el recuerdo apagado de sus grandes tempestades; esas grandes tempestades que seguramente sueñan los mares cuando dormitan, tempestades apenas fantasmales e incorpóreas, sueños de tempestades, que sólo alcanzan a estremecer la superficie de sus aguas como se estremecen y gruñen casi imperceptiblemente los grandes mastines dormidos que sueñan con cacerías o peleas.
Nada y todo.
Se inclinó hacia la ciudad y volvió a contemplar la silueta de los rascacielos.
Seis millones de hombres, pensó.
De pronto todo le parecía imposible. E inútil.
Nunca, se dijo. Nunca.
La verdad, se decía, sonriendo con ironía. LA verdad. Bueno, digamos UNA verdad, pero ¿no era una verdad la verdad? ¿No se alcanzaba “la” verdad profundizando en un solo corazón? ¿No eran al fin idénticos todos los corazones?
Un solo corazón, se decía.
Un muchacho besaba a una chica. Pasó un vendedor de helados Laponia en bicicleta: lo chistó. Y mientras comía el helado, sentado sobre el paredón, volvía a mirar el monstruo, millones de hombres, de mujeres, de chicos, de obreros, de empleados, de rentistas. ¿Cómo hablar de todos? ¿Cómo representar aquella realidad innumerable en cien páginas, en mil, en un millón de páginas? Pero —pensaba— la obra de arte es un intento, acaso descabellado, de dar la infinita realidad entre los límites de un cuadro o de un libro. Una elección. Pero esa elección resulta así infinitamente difícil y, en general, catastrófica.
Seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos, ucrasianos.
Oh, Babilonia.
La ciudad gallega más grande del mundo. La ciudad italiana más grande del mundo. Etcétera. Más pizzerías que en Nápoles y Roma juntos. “Lo nacional.” ¡Dios mío! ¿Qué era lo nacional?
Oh, Babilonia.
Contemplaba con mirada de pequeño dios impotente el conglomerado turbio y gigantesco, tierno y brutal, aborrecible y querido, que como un temible leviatán se recortaba contra los nubarrones del oeste.
Nada y todo.
Pero también es cierto —reflexionó— que una sola basta. O acaso dos, o tres, o cuatro. Ahondando en sus corazones.
Peones o ricos, peones o banqueros, hermosos o jorobados.
El sol se ponía y a cada segundo cambiaba el colorido de las nubes en el poniente. Grandes desgarrones grisvioláceos se destacaban sobre un fondo de nubes más lejanas: grises, lilas, negruzcas. Lástima ese rosado, pensó, como si estuviera en una exposición de pintura. Pero luego el rosado se fue corriendo más y más, abaratando todo. Hasta que empezó a apagarse y, pasando por el cárdeno y el violáceo, llegó al gris y finalmente al negro que anuncia la muerte, que siempre es solemne y acaba siempre por conferir dignidad.
Y el sol desapareció.
Y un día más terminó en Buenos Aires: algo irrecuperable para siempre, algo que inexorablemente lo acercaba un paso más a su propia muerte. ¡Y tan rápido, al fin, tan rápido! Antes los años corrían con mayor lentitud y todo parecía posible, en un tiempo que se extendía ante él como un camino abierto hacia el horizonte. Pero ahora los años corrían con creciente rapidez hacia el ocaso, y a cada instante se sorprendía diciendo: “hace veinte años, cuando lo vi por última vez”, o alguna otra cosa tan trivial pero tan trágica como ésa; y pensando en seguida, como ante un abismo, qué poco, qué miserablemente poco resta de aquella marcha hacia la nada. Y entonces ¿para qué?
Y cuando llegaba a ese punto y cuando parecía que ya nada tenía sentido, se tropezaba acaso con uno de esos perritos callejeros, hambriento y ansioso de cariño, con su pequeño destino (tan pequeño como su cuerpo y su pequeño corazón que valientemente resistirá hasta el final, defendiendo aquella vida chiquita y humilde como desde una fortaleza diminuta), y entonces, recogiéndolo, llevándolo hasta una cucha improvisada donde al menos no pasase frío, dándole algo de comer, convirtiéndose en sentido de la existencia de aquel pobre bicho, algo más enigmático pero más poderoso que la filosofía parecía volverle a dar sentido a su propia existencia. Como dos desamparados en medio de la soledad que se acuestan juntos para darse mutuamente calor.