Mientras esperaba en The Criterion, mirando fotografías de la reina Isabel por un lado y grabados de mujeres desnudas por otro, como si el Imperio y la Pornografía (pensaba) pudieran honorablemente coexistir, del mismo modo que coexisten las familias honestas y los prostíbulos (y no a pesar de eso sino, como brillantemente le explicara Molinari, por eso mismo), su pensamiento volvía a Alejandra, preguntándose cómo y con quién habría descubierto aquel bar Victoriano.
En el mostrador, bajo la sonrisa pequeñoburguesa de la reina (“nunca hubo una familia real tan insignificante”, le dijo luego Alejandra), gerentes y altos empleados ingleses tomaban un gin o su whisky y reían de sus chistes. La perla de la Corona, pensó, casi en el momento en que la vio entrar. Pidió un Gilbey y, después de escucharlo a Martín, comentó:
—Molinari es un hombre respetable, un Pilar de la Nación. En otras palabras: un perfecto cerdo, un notable hijo de puta.
Llamó al mozo, mientras decía:
—A propósito, me preguntaste muchas veces por Bruno. Ahora te lo presentaré.