XX

Cuando años después Martín intentaba encontrar la clave de aquella relación, entre las cosas que refirió a Bruno le dijo que, no obstante los contrastes de humor de Alejandra, durante algunas semanas había sido feliz. Y como Bruno levantara las cejas y marcara aquellas arrugas que atravesaban su frente horizontalmente ante una palabra tan inesperada en algo que tuviera que ver con Alejandra; y como Martín comprendiera ese pequeño y tácito comentario, agregó, después de pensarlo un momento:

—Mejor dicho: casi feliz. Pero inmensamente.

Porque la palabra “felicidad”, en efecto, no era apropiada para nada que tuviera alguna vinculación con Alejandra; y no obstante había sido algo, un sentimiento o estado de espíritu que se aproximaba más que nada a eso que se llama felicidad, sin alcanzar a serlo en forma cabal (y por eso el “casi”), dada la inquietud y la inseguridad de todo lo que concernía a Alejandra; y alcanzando algo así como elevadísimas cumbres (y de ahí el “inmensamente”), cumbres en que Martín había sentido esa majestad y esa pureza, esa sensación de fervoroso silencio y de éxtasis solitario que experimentan los alpinistas en los grandes picos.

Bruno lo miraba pensativo, con su mentón apoyado en un puño.

—Y ella —preguntó— ¿también era feliz?

Pregunta que tenía, aun involuntariamente, una imperceptible y afectuosa tonalidad de ironía, semejante a la que podría tener la pregunta “¿siempre bien por su casa?” a un familiar de uno de esos especialistas téjanos en incendios petrolíferos. Pregunta cuyo matiz de incredulidad acaso Martín no advirtiera, pero cuya formulación literal lo hizo reflexionar, como si antes no hubiese meditado en esa posibilidad. De manera que, después de una pausa, respondió (pero ya su espíritu perturbado por la duda de Bruno, que rápida aunque sigilosamente se había propagado a su ánimo):

—Bueno… tal vez… en aquel período…

Y se quedó cavilando sobre la dosis de felicidad que ella podría haber sentido, o por lo menos manifestado: en alguna sonrisa, en alguna canción, en algunas palabras. Mientras Bruno se decía: Y bueno, ¿por qué no?, ¿y qué es la felicidad, al fin de cuentas?, ¿y por qué ella no habría de haberla sentido con aquel muchacho, por lo menos en los momentos de triunfo sobre sí misma, en aquel tiempo en que sometió su cuerpo y su espíritu a un duro combate para librarse de los demonios? Y seguía mirando a Martín con la cabeza apoyada sobre un puño, tratando de entender un poco más a Alejandra a través de la tristeza, las esperanzas póstumas y el fervor de Martín; con la misma melancólica atención (pensaba) con que de algún modo se revive un país lejano y misterioso que alguna vez se visitó con pasión, a través de los relatos de otros viajeros, aunque lo haya recorrido por otros caminos, en otros tiempos.

Y como sucede casi siempre que se intercambian opiniones, que se llega a cierto término medio donde ni una ni otra tienen la dureza y la definida calidad que mostraban al principio; mientras Bruno terminaba por aceptar que bien podría Alejandra haber sentido algún género o alguna medida de felicidad, Martín, por su parte, reexaminando recuerdos (una expresión, una mueca, una risa sarcástica) concluía que Alejandra no había sido feliz ni siquiera en aquellas pocas semanas. Porque, ¿cómo explicar, si no, el horrible derrumbe que luego se produjo? ¿No significaría eso que dentro de su espíritu atormentado habían seguido pugnando aquellos demonios que él sabía que existían, pero que quería ignorarlos haciéndose como distraído, como si de ese modo candorosamente mágico fuera capaz de aniquilarlos? Y no sólo acudían a su memoria palabras significativas que desde el mismo comienzo llamaron su atención (los ciegos, Fernando), sino gestos e ironías respecto a terceros como Molinari, silencios y reticencias, y, sobre todo, aquella enajenación en que parecía vivir días enteros y durante los cuales Martín tenía la convicción de que su espíritu estaba en otro lado, y en que su cuerpo quedaba tan abandonado como esos cuerpos de los salvajes cuando el alma les ha sido arrancada por el hechizo y vaga por regiones desconocidas. Y también pensaba en sus bruscos cambios de humor, en sus ataques de furia y en los sueños de los que de tanto en tanto él recibía una vaga y alterada noticia. Pero, con todo, seguía creyendo que en aquel lapso Alejandra lo había querido intensamente y había tenido instantes de tranquilidad o de paz, si no de felicidad; pues recordaba tardes de apacible belleza, frases cariñosas y tontas que se dicen en tales ocasiones, pequeños gestos de ternura y bromas amables. Y en cualquier caso había sido como uno de esos combatientes que llegan del frente, heridos y maltrechos, desangrados y casi inermes, y que, poco a poco, vuelven a la vida, en días de dulce serenidad al lado de aquellos que los cuidan y curan.

Algo de todo eso le dijo a Bruno, y Bruno se quedó pensando, no muy seguro que tampoco fuera así; o, por lo menos de que no solamente fuera así. Y como Martín lo miraba, esperando una respuesta, gruñó algo ininteligible, tan poco claro como sus pensamientos.

No, tampoco Martín veía claro, y en verdad nunca pudo explicarse ni la forma ni el desarrollo de aquel progreso, aunque cada vez más se sentía inclinado a suponer que Alejandra nunca salió completamente del caos en que vivía antes de conocerlo, aunque llegara a tener momentos de calma; pero aquellas fuerzas tenebrosas que trabajaban en su interior no la habían abandonado nunca, hasta que estallaron de nuevo y con toda su furia hacia el final. Como si al agotarse su capacidad de lucha y al comprender su fracaso, su desesperación hubiese resurgido con redoblada violencia.

Martín abrió su cortaplumas y dejó que su memoria recorriera aquel tiempo que ahora le parecía remotísimo. Su memoria era como un viejo casi ciego que, con su bastón, va tanteando antiguos senderos ahora cubiertos de malezas. Un paisaje transformado por el tiempo, por las desdichas y las tempestades. ¿Había sido feliz? No, qué tontería. Más bien había habido una sucesión de éxtasis y de catástrofes. Y volvía a recordar aquel amanecer en el Mirador, al terminar de vestirse, oyendo aquella terrible frase de Alejandra:

“Bueno, entonces déjame sola”. Y luego, caminando como un autómata por la calle Isabel la Católica, perplejo y conmovido. Y los días que siguieron, sin trabajo, solitarios, esperando algún signo propicio de Alejandra, otros momentos de exaltación y nuevamente la desilusión y el dolor. Sí, como una sirvienta que cada noche era llevada al palacio encantado, para despertar cada día en su pocilga.