Durante algunos días esperó en vano. Pero por fin Chichín lo recibió con una seña y le dio un sobre. Temblando, lo abrió y desdobló la carta. Con la letra enorme, desigual y nerviosa que tenía, le decía, simplemente, que lo esperaba a las seis.
A las seis menos algo estaba en el banco del parque, agitado pero feliz, pensando que ahora tenía a quién contarle sus desdichas. Y a alguien como Alejandra, tan desproporcionado como para un pordiosero encontrar el tesoro de Morgan.
Corrió hacia ella como un chico, le contó lo de la imprenta.
—Me hablaste de un tal Molinari —dijo Martín—. Creo que dijiste que tenía una gran empresa.
Alejandra levantó su mirada hacia el muchacho, con las cejas en alto, demostrando sorpresa.
—¿Molinari? ¿Yo te hablé de Molinari?
—Sí, aquí mismo, cuando me encontraste dormido, ¿recordás? Me dijiste: seguro que no trabajas para Molinari, ¿recordás?
—Puede ser.
—¿Es amigo tuyo?
Alejandra lo miró con una sonrisa irónica.
—¿Te dije que era amigo mío?
Pero Martín estaba muy esperanzado en aquel momento para darle un significado recóndito a su expresión.
—¿Qué te parece? —insistió—. ¿Crees que pueda darme trabajo?
Ella lo observó como los médicos miran a los reclutas que se presentan para el servicio militar.
—Sé escribir a máquina, puedo redactar cartas, corregir pruebas de imprenta…
—Uno de los triunfadores de mañana ¿eh?
Martín enrojeció.
—Pero ¿tenés idea de lo que es trabajar en una empresa importante? ¿Con reloj marcador y todo eso?
Martín extrajo su cortapluma blanco, abrió su hojita menor y luego la volvió a cerrar, cabizbajo.
—No tengo ninguna pretensión. Si no puedo trabajar en el escritorio puedo trabajar en talleres, o como peón.
Alejandra observaba su traje raído y sus zapatos rotos.
Cuando Martín levantó por fin su mirada hacia ella, vio que tenía una expresión muy seria, con el ceño fruncido.
—¿Qué, es muy difícil?
Ella movió negativamente la cabeza.
Después dijo:
—Bueno, no te preocupes, ya encontraremos una solución.
Se levantó.
—Vení. Vamos por ahí un rato, me duele horriblemente el estómago.
—¿El estómago?
—Sí, me duele muchas veces. Debe ser una úlcera.
Caminaron hasta el bar de Brasil y Balcarce. Alejandra pidió en el mostrador un vaso de agua, sacó de su cartera un frasquito y echó unas gotas.
—¿Qué es eso?
—Láudano.
Atravesaron nuevamente el parque.
—Vamos un rato a la Dársena —dijo Alejandra.
Bajaron por Almirante Brown, doblaron por Arzobispo Espinosa hacia abajo y por Pedro de Mendoza llegaron hasta un barco sueco que estaba cargando.
Alejandra se sentó sobre uno de los grandes cajones que venían de Suecia, mirando hacia el río, y Martín en uno más bajo, como si sintiese el vasallaje hacia aquella princesa. Y ambos miraban el gran río de color de león.
—¿Viste que tenemos muchas cosas en común? —decía ella.
Y Martín pensaba ¿será posible?, y aunque estaba convencido de que a ambos les gustaba mirar río afuera, también pensaba que aquello era una nimiedad frente a los otros hechos profundos que lo separaban de ella, nimiedad que nadie podía tomar en serio y menos que nadie la propia Alejandra, como —pensó— la forma risueña en que acababa de decir aquella frase: como esos grandes personajes que de pronto se fotografían en la calle, democráticamente, al lado de un obrero o una niñera, sonriendo y condescendientes. Aunque también podía ser que aquella frase fuera una clave de verdad, y que mirar ambos con ansiedad río afuera constituyese una fórmula secreta de alianza para cosas mucho más trascendentales. Porque ¿cómo podía saberse lo que ella realmente cavilaba? Y la miraba allá arriba, inquieto, como quien vigila a un equilibrista querido que se mueve en zonas peligrosísimas y sin que nadie pueda prestarle ayuda. La veía, ambigua e inquietante, mientras la brisa agitaba su pelo renegrido y lacio y marcaba sus pechos puntiagudos y un poco abiertos hacia los costados. La veía fumando, abstraída. Aquel territorio barrido por los vientos parecía apaciguado por la melancolía, como si esos vientos se hubiesen calmado y una bruma intensa lo cubriese.
—Qué lindo sería irse lejos —comentó de pronto—. Irse de esta ciudad inmunda.
Martín oyó penosamente aquella forma impersonal: Irse.
—¿Te irías? —preguntó con voz quebrada.
Sin mirarlo, casi totalmente abstraída, respondió:
—Sí, me iría con mucho gusto. A un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie. Tal vez a una isla, a una de esas islas que todavía deben de quedar por ahí.
Martín bajó su cabeza y con el cortaplumas empezó a escarbar el cajón mientras leía THIS SIDE UP. Alejandra, volviendo su mirada hacia él, después de observarlo un momento preguntó si le pasaba algo, y Martín, siempre escarbando la madera y leyendo THIS SIDE UP contestó que no le pasaba nada, pero Alejandra se quedó mirando y cavilando. Y ninguno de los dos habló durante bastante tiempo, mientras anochecía y el muelle iba quedándose en silencio: las grúas habían cesado en su trabajo y los estibadores y cargadores empezaban a retirarse hacia sus casas o hacia los bares del Bajo.
—Vamos al Moscova —dijo entonces Alejandra.
—¿Al Moscova?
—Sí, en la calle Independencia.
—Pero ¿no es muy caro?
Alejandra se rió.
—Es un boliche, hombre. Además, Vania es amigo mío.
La puerta estaba cerrada.
—No hay nadie —comentó Martín.
—Sharáp —se limitó a decir Alejandra, golpeando.
Al cabo de un rato les abría la puerta un hombre en camisa tenía el pelo lacio y blanco, el rostro bondadoso, refinado y tristemente sonriente. Un tic le sacudía una mejilla, cerca del ojo.
—Ivan Petróvich —dijo Alejandra, entregándole la mano.
El hombre la llevó a sus labios, inclinándose un poco.
Se sentaron junto a una ventana que daba al Paseo Colón. El local estaba apenas iluminado por una sórdida lamparilla cercana a la caja, donde una mujer gorda y baja, de cara eslava, tomaba mate.
—Tengo vodka polaco —dijo Vania—. Me trajeron ayer, llegó barco de Polonia.
Cuando se alejó, Alejandra comentó:
—Es un espléndido tipo, pero la gorda —y señaló hacia la caja—, la gorda es siniestra. Está tratando de que lo encierren a Vania para quedarse con esto.
—¿Vania? ¿No le dijiste Ivan Petróvich?
—Atrasado: Vania es el diminutivo de Ivan. Todo el mundo le dice Vania, pero yo le digo Ivan Petróvich, así se siente como en Rusia. Y además porque me encanta.
—¿Y por qué encerrarlo en un manicomio?
—Es morfinómano y tiene ataques. Entonces la gorda quiere aprovechar la volada.
Trajo el vodka y mientras servía les dijo:
—Ahora aparato anda muy bien. Tengo concierto para violín de Brahms ¿quiere que pongamos? Nada menos que Heifetz.
Cuando se alejó, Alejandra comentó:
—¿Ves? Es todo generosidad. Sabrás que fue violinista del Colón y ahora da lástima verlo tocar. Pero justamente te ofrece un concierto de violín y con Heifetz.
Con un gesto le señaló las paredes: unos cosacos entrando al galope en una aldea, unas iglesias bizantinas con cúpulas doradas, unos gitanos. Todo era precario y pobre.
—A veces creo que le gustaría volver. Un día me dijo: ¿No le parece que Stalin es dentro de todo un gran hombre? Y agregó que en cierto modo era un nuevo Pedro el Grande y que, al fin de cuentas, quería la grandeza de Rusia. Pero dijo todo esto en voz baja, mirando a cada rato hacia la gorda. Creo que sabe lo que dice por el movimiento de los labios.
Desde lejos, como no queriendo molestar a los muchachos, Vania hacía significativos gestos, señalando el combinado, como elogiando. Y Alejandra, mientras asentía con una sonrisa, le decía a Martín:
—El mundo es una porquería.
Martín reaccionó.
—¡No, Alejandra! ¡En el mundo hay muchas cosas lindas!
Ella lo miró, quizá pensando en su pobreza, en su madre, en su soledad: ¡todavía era capaz de encontrar maravillas en el mundo! Una sonrisa irónica se superpuso a su primera expresión de ternura, haciéndola contraer, como un ácido sobre una piel muy delicada.
—¿Cuáles?
—¡Muchas, Alejandra! —exclamó Martín apretando una mano de ella sobre su pecho—. Esa música… un hombre como Vania… y sobre todo vos, Alejandra… vos…
—Verdaderamente, tendré que pensar que no has sobrepasado la infancia, pedazo de tarado.
Se quedó un momento abstraída, tomó un poco de vodka y luego agregó:
—Sí, claro, claro que tenés razón. En el mundo hay cosas hermosas… claro que hay…
Y entonces, dándose vuelta hacia él, con acento amargo agregó:
—Pero yo, Martín, yo soy una basura. ¿Me entendés? No te engañes sobre mí.
Martín apretó una de las manos de Alejandra con las dos suyas, la llevó a sus labios y la mantuvo así, besándosela con fervor.
—¡No, Alejandra! ¡Por qué decís algo tan cruel! ¡Yo sé que no es así! ¡Todo lo que has dicho de Vania y muchas otras cosas que te he oído demuestran que no es así!
Sus ojos se habían llenado de lágrimas.
—Bueno, está bien, no es para tanto —dijo Alejandra.
Martín apoyó la cabeza sobre el pecho de Alejandra y ya nada le importó del mundo. Por la ventana veía cómo la noche bajaba sobre Buenos Aires y eso aumentaba su sensación de refugio en aquel escondido rincón de la ciudad implacable. Una pregunta que nunca había hecho a nadie (¿a quién habría podido hacérsela?) surgió de él, con los contornos nítidos y brillantes de una moneda que no ha sido manoseada, que millones de manos anónimas y sucias todavía no han atenuado, deteriorado y envilecido:
—¿Me querés?
Ella pareció vacilar un instante, pero luego contestó:
—Sí, te quiero. Te quiero mucho.
Martín se sentía aislado mágicamente de la dura realidad externa, como sucede en el teatro (pensaba años más tarde) mientras estamos viviendo el mundo del escenario, mientras fuera esperan las dolorosas aristas del universo diario, las cosas que inevitablemente golpearán apenas se apaguen las candilejas y quede abolido el hechizo. Y así como en el teatro, en algún momento el mundo externo logra llegar aunque atenuado en forma de lejanos ruidos (un bocinazo, el grito de un vendedor de diarios, el silbato de un agente de tránsito), así también llegaban hasta su conciencia, como inquietantes susurros, pequeños hechos, algunas frases que enturbiaban y agrietaban la magia: aquellas palabras que había dicho en el puerto y de las que él quedaba horrorosamente excluido (“me iría con gusto de esta ciudad inmunda”) y la frase que ahora acababa de decir (“soy una basura, no te engañes sobre mí”), palabras que latían como un leve y sordo dolor en su espíritu y que, mientras mantenía reclinada la cabeza sobre el pecho de Alejandra, entregado a la portentosa felicidad del instante, hormigueaban en una zona más profunda e insidiosa de su alma, cuchicheando con otras palabras enigmáticas: los ciegos, Fernando, Molinari. Pero no importa —se decía empecinadamente—, no importa, apretando su cabeza contra los calientes pechos y acariciando sus manos, como si de ese modo asegurase el mantenimiento del sortilegio.
—¿Pero cuánto me querés? —preguntó infantilmente.
—Mucho, ya te dije.
Y sin embargo la voz de ella le pareció ausente, y levantando la cabeza la observó y pudo ver que estaba como abstraída, que su atención estaba ahora concentrada en algo que no estaba allí, con él, sino en alguna otra parte, lejana y desconocida.
—¿En que estás pensando?
Ella no respondió, parecía no oír.
Entonces Martín reiteró la pregunta, apretándole el brazo, como para volverla a la realidad.
Y ella entonces dijo que no estaba pensando en nada: nada en particular.
Muchas veces Martín sentiría aquel alejamiento: con los ojos abiertos y hasta haciendo cosas, pero ajena, como manejada por alguna fuerza remota.
De pronto Alejandra, mirándolo a Vania, dijo:
—Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?
El se quedó meditando en aquella singular afirmación.
—El triunfo —prosiguió— tiene siempre algo de vulgar y de horrible.
Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:
—¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo. Nos salva un poco el fracaso de tanta gente. ¿No tenés hambre?
—Sí.
Se levantó y fue a hablar con Vania. Cuando volvió, sonrojándose, Martín le dijo que él no tenía plata. Alejandra se echó a reír. Abrió su cartera y sacó doscientos pesos.
—Tomá. Cuando necesites más, decímelo.
Martín intentó rechazarlos, avergonzado, y entonces Alejandra lo miró con asombro.
—¿Estás loco? ¿O sos uno de esos burguesitos que piensan que no se debe aceptar plata de una mujer?
Cuando terminaron de comer fueron caminando hacia Barracas. Después de atravesar en silencio el parque Lezama tomaron por Hernandarias.
—¿Conoces la historia de la Ciudad Encantada de la Patagonia? —preguntó Alejandra.
—Algo, no gran cosa.
—Algún día te mostraré papeles que todavía quedan en aquella petaca del comandante. Papeles sobre éste.
—¿Sobre éste? ¿Quién?
Alejandra señaló el letrero.
—Hernandarias.
—¿En tu casa? ¿Y cómo?
—Papeles, nombres de calles. Es lo único que nos va quedando. Hernandarias es antepasado de los Acevedo. En 1550 hizo la expedición en busca de la Ciudad Encantada.
Caminaron un rato en silencio y luego Alejandra recitó:
Ahí está Buenos Aires. El tiempo que a los hombres
trae el amor o el oro, a mi apenas me deja
esta rosa apagada, esta vana madeja
de calles que repiten los pretéritos nombres
de mi sangre: Laprida, Cabrera, Soler, Suárez…
Nombres en que retumban ya secretas las dianas,
las repúblicas, los caballos y las mañanas,
las felices victorias, las muertes militares…
Volvió a quedarse en silencio durante varias cuadras. Y de pronto preguntó:
—¿Oís campanadas?
Martín aguzó su oído y contestó que no.
—¿Qué pasa con las campanadas? —preguntó intrigado.
—Nada, que a veces oigo campanas que existen y otras veces campanas que no existen.
Se rió y agregó:
—A propósito de las iglesias, anoche tuve un sueño curioso. Estaba en una catedral, casi a oscuras, y tenía que avanzar con cuidado para no llevarme por delante la gente. Tenía la impresión (porque no se veía nada) de que la nave estaba repleta. Con grandes dificultades pude por fin acercarme al cura que hablaba en el pulpito. No me era posible entender lo que decía, aunque estaba muy cerca, y lo peor era que tenía la certeza de que se dirigía a mí. Yo oía como un murmullo confuso, como si hablara por un mal teléfono, y eso me angustiaba cada vez más. Abrí mis ojos exageradamente para poder ver, al menos, su expresión. Con horror vi entonces que no tenía cara, que su cara era lisa, y su cabeza no tenía pelo. En ese momento las campanas empezaron a sonar, primero lentamente y luego poco a poco, con mayor intensidad y por fin con una especie de furia, hasta que me desperté. Lo curioso, además, es que en el mismo sueño, tapándome los oídos, yo decía como si eso fuera motivo de horror: ¡son las campanas de Santa Lucía, la iglesia adonde iba de chica!
Se quedó pensativa.
—Me pregunto qué podrá significar —dijo luego—. ¿Vos no crees en el significado de los sueños?
—¿Vos querés decir lo del psicoanálisis?
—No, no. Bueno, también eso, por qué no. Pero los sueños son misteriosos y hace miles de años que la humanidad viene dándole significados.
Se rió, con la misma risa extraña de un momento antes: no era una risa sana ni tranquila: era inquieta, angustiada.
—Sueño siempre. Con fuego, con pájaros, con pantanos en que me hundo o con panteras que me desgarran, con víboras. Pero sobre todo el fuego. Al final, siempre hay fuego. ¿No crees que el fuego tiene algo enigmático y sagrado?
Llegaban. Desde lejos Martín miró el caserón con su Mirador allá arriba, resto fantasmal de un mundo que ya no existía.
Entraron, atravesando el jardín y bordearon la casa: se oía el disparatado pero tranquilo fraseo del loco con el clarinete.
—¿Toca siempre? —preguntó Martín.
—Casi. Pero al final no lo notas.
—¿Sabes que la otra noche, cuando salía, lo vi? Estaba escuchando detrás de la puerta.
—Sí, tiene esa costumbre.
Subieron por la escalera de caracol y nuevamente volvió Martín a experimentar el hechizo de aquella terraza en la noche de verano. Todo podía suceder en aquella atmósfera que parecía colocada fuera del tiempo y del espacio.
Entraron al Mirador y Alejandra dijo:
—Sentáte en la cama. Ya sabes que acá las sillas son peligrosas.
Mientras Martín se sentaba, ella arrojó su cartera y puso a calentar agua. Luego colocó un disco: los sones dramáticos del bandoneón empezaron a configurar una sombría melodía.
—Oí qué letra.
Yo quiero morir contigo, sin confesión y sin Dios, crucificado en mi pena, como abrazado a un rencor.
Después que tomaron el café salieron a la terraza y se acodaron sobre la balaustrada. De abajo se oía el clarinete. La noche era profunda y cálida.
—Bruno siempre dice que, por desgracia, la vida la hacemos en borrador. Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no: lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo. ¿Te das cuenta qué tremendo?
—¿Quién es Bruno?
—Un amigo.
—¿Qué hace?
—Nada, es un contemplativo, aunque él dice que es simplemente un abúlico. En fin, creo que escribe. Pero nunca le ha mostrado a nadie lo que hace ni creo que nunca publicará nada.
—¿Y de qué vive?
—El padre tiene molino harinero, en Capitán Olmos. De ahí lo conocemos, era muy amigo de mi madre. Creo —agregó riéndose— que estaba enamorado de ella.
—¿Cómo era tu madre?
—Dicen que igual a mí, físicamente, quiero decir. Yo apenas la recuerdo: imagínate que tenía cinco años cuando ella murió. Se llamaba Georgina.
—¿Por qué dijiste que se parecía físicamente?
—Porque espiritualmente yo soy muy distinta. Ella, según me cuenta Bruno, era suave, femenina, delicada, silenciosa.
—Y vos ¿a quién te pareces? ¿A tu padre?
Alejandra se quedó callada. Luego, separándose de Martín dijo con una voz que no era ya la misma de antes, con una voz quebrada y áspera.
—¿Yo? No sé… Quizá sea la encarnación de alguno de esos demonios menores que son sirvientes de Satanás.
Se desabrochó los dos botones superiores de la blusa y con las dos manos sacudió las pequeñas solapas como si quisiera tomar aire. Respirando con alguna ansiedad, se fue hasta la ventana y allí aspiró el aire varias veces, hasta que pareció calmarse.
—Es una broma —comentó mientras se sentaba como de costumbre al borde de la cama y le hacía un lugar a Martín, a su lado.
—Apaga la luz. A veces me molesta terriblemente, los ojos me arden.
—¿Querés que me vaya, querés dormir? —preguntó Martín.
—No, no podría dormir. Quédate, si no te aburrís de estar así, sin conversar. Yo me recuesto un rato y vos te podes quedar ahí.
—Me parece mejor que me vaya, que te deje descansar.
Con voz un poco irritada, Alejandra contestó:
—¿No te das cuenta que quiero que te quedes? Apaga también el velador.
Martín analizó el velador y se volvió a sentar al lado de Alejandra, con su espíritu revuelto, lleno de perplejidad y de timidez: ¿para qué lo necesitaba Alejandra? Él, por el contrario, pensaba que era un ser superfluo y torpe, que no hacía otra cosa que escucharla y admirarla. Ella era la fuerte, la poderosa ¿qué clase de ayuda podía darle él?
—¿Qué estás ahí mascullando? —preguntó Alejandra desde abajo y sacudiéndolo de un brazo, como para llamarlo a la realidad.
—¿Mascullando? Nada.
—Bueno, pensando. Algo estás pensando, idiota.
Martín se resistía a decir lo que pensaba, pero supuso que, como siempre, ella lo adivinaba de todos modos.
—Pensaba… que… ¿para qué podrías necesitarme a mí?
—¿Por qué no?
—Yo soy un muchacho insignificante… Vos, en cambio, sos fuerte, tenés ideas definidas, sos valiente… Vos te podrías defender sola en medio de una tribu de caníbales.
Oyó su risa. Luego Alejandra dijo:
—Yo misma no lo sé. Pero te busqué porque te necesito, porque vos… En fin, ¿para qué rompernos la cabeza?
—Sin embargo —contestó Martín con un acento de amargura— hoy mismo, en el puerto, dijiste que con gusto te irías a una isla lejana ¿no lo dijiste?
—¿Y qué?
—Dijiste que te irías, no que nos iríamos.
Alejandra se volvió a reír.
Martín la tomó de una mano y con ansiedad le preguntó:
—¿Te irías conmigo?
Alejandra pareció reflexionar: Martín no podía distinguir sus rasgos.
—Sí… creo que sí… Pero no veo por qué esa perspectiva puede alegrarte.
—¿Por qué no? —preguntó Martín con dolor.
Con voz seria, ella repuso:
—Porque no soporto a nadie a mi lado y porque te haría mucho, pero muchísimo mal.
—¿Es que no me querés?
—Ay, Martín… no empecemos con esas preguntas…
—Entonces es porque no me querés.
—Pero sí, pavo. Justamente te haría mal porque te quiero ¿no comprendes? Uno no hace mal a la gente que le es indiferente. Pero la palabra querer, Martín, es tan vasta… Se quiere a un amante, a un perro, a un amigo…
—¿Y yo? —preguntó temblando Martín—, ¿qué soy para vos? ¿Un amante, un perro, un amigo?…
—Te he dicho que te necesito, ¿no te basta?
Martín se quedó callado: los fantasmas que se habían mantenido rondando de lejos se acercaron sarcásticamente: la palabra Fernando, la frase recordá siempre que soy una basura, su ausencia aquella primera noche de su pieza. Y pensó, con melancólica amargura: “Nunca, nunca”. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su cabeza, se inclinó hacia adelante, como si aquellos pensamientos la doblegaran con su peso.
Alejandra levantó su mano hasta su cara y con la punta de sus dedos palpó sus ojos.
—Ya me lo imaginaba. Venga para acá.
Lo mantuvo apretado contra ella con uno de sus brazos.
—Vamos a ver si se porta bien —dijo, como quien habla a un niño—. Ya le he dicho que lo necesito y que lo quiero mucho, ¿que más quiere?
Acercó sus labios a su mejilla y la besó. Martín sintió que todo su cuerpo era sacudido.
Abrazando con fuerza a Alejandra, sintiendo su cuerpo cálido junto al suyo, como si un poder invencible lo dominara, empezó entonces a besar su cara, sus ojos, sus mejillas, su pelo, hasta buscar aquella boca grande y carnosa que sentía a su lado. Por un instante fugacísimo sintió que Alejandra rehuía su beso: todo su cuerpo pareció endurecerse y sus brazos tuvieron un movimiento de rechazo. Luego se ablandó y pareció apoderarse de ella un frenesí. Y entonces se produjo un hecho que aterró a Martín: las manos de ella, como si fueran garras, estrujaron sus brazos y desgarraron su carne, al mismo tiempo que lo separaba de sí y se incorporaba.
—¡No! —gritó, mientras se ponía de pie y corría hacia la ventana.
Asustado, Martín, sin atreverse a acercarse, la veía con el pelo revuelto, aspirando a grandes bocanadas el aire de la noche, como si le faltara, su pecho agitado y sus manos aferradas al alféizar, con los brazos tensos. Con un movimiento violento abrió su blusa con las dos manos, arrancando los botones y cayó al suelo rígida. Su cara fue poniéndose morada, hasta que de pronto su cuerpo empezó a sacudirse.
Aterrado, no sabía qué actitud tomar ni qué hacer. Cuando vio que se caía, corrió hacia ella y la tomó en sus brazos y trató de calmarla. Pero Alejandra no oía ni veía nada: se retorcía y gemía, con los ojos abiertos y alucinados. Martín pensó que no podía hacer otra cosa que llevarla a la cama. Así lo hizo y poco a poco vio con alivio que Alejandra se calmaba y que sus gemidos eran paulatinamente más apagados.
Sentado al borde de la cama, lleno de confusión, de miedo, Martín veía sus pechos desnudos entre la blusa entreabierta. Por un instante pensó que de algún modo, él, Martín, estaba de verdad siendo necesario a aquel ser atormentado y sufriente. Entonces cerró la blusa de Alejandra y esperó. Poco a poco la respiración de ella empezó a ser más acompasada y regular, sus ojos se habían cerrado y parecía adormecida. Así pasó más de una hora. Hasta que, abriendo los ojos y mirándolo, pidió un poco de agua. Sostuvo con uno de sus brazos a Alejandra y le dio de beber.
—Apagá esa luz —dijo ella.
Martín la apagó y volvió a sentarse a su lado.
—Martín —dijo Alejandra con voz apagada—, estoy muy, muy cansada, quisiera dormir, pero no te vayas. Podes dormir aquí, a mi lado.
Él se quitó los zapatos y se acostó al lado de Alejandra.
—Sos un santo —dijo ella, acurrucándose a su lado.
Martín sintió cómo de pronto ella se dormía, mientras él trataba de ordenar el caos de su espíritu. Pero era un vértigo tan incoherente, los razonamientos resultaban siempre tan contradictorios que, poco a poco, fue invadido por un sopor invencible y por la sensación dulcísima (a pesar de todo) de estar al lado de la mujer que amaba.
Pero algo le impidió dormir, y poco a poco fue angustiándose.
Como si el príncipe —pensaba—, después de recorrer vastas y solitarias regiones, se encontrase por fin frente a la gruta donde ella duerme vigilada por el dragón. Y como si, para colmo, advirtiese que el dragón no vigila a su lado amenazante como lo imaginamos en los mitos infantiles sino, lo que era más angustioso, dentro de ella misma: como si fuera una princesa-dragón, un indiscernible monstruo, casto y llameante a la vez, candoroso y repelente al mismo tiempo: como si una purísima niña vestida de comunión tuviese pesadillas de reptil o de murciélago.
Y los vientos misteriosos que parecían soplar desde la oscura gruta del dragón-princesa agitaban su alma y la desgarraban, todas sus ideas eran rotas y mezcladas, y su cuerpo era estremecido por complejas sensaciones. Su madre (pensaba), su madre carne y suciedad, baño caliente y húmedo, oscura masa de pelo y olores, repugnante estiércol de piel y labios calientes. Pero él (trataba de ordenar su caos), pero él había dividido el amor en carne sucia y en purísimo sentimiento; en purísimo sentimiento y en repugnante, sórdido sexo que debía rechazar, aunque (o porque) tantas veces sus instintos se rebelaban, horrorizándose por esa misma rebelión con el mismo horror con que descubría, de pronto, rasgos de su madrecama en su propia cara. Como si su madrecama, pérfida y reptante, lograra salvar los grandes fosos que él desesperadamente cavaba cada día para defender su torre, y ella como víbora implacable, volviese cada noche a aparecer en la torre como fétido fantasma, donde él se defendía con su espada filosa y limpia. ¿Y qué pasaba, Dios mío, con Alejandra? ¿Qué ambiguo sentimiento confundía ahora todas sus defensas? La carne se le aparecía de pronto como espíritu, y su amor por ella, se convertía en carne, en caliente deseo de su piel y de su húmeda y oscura gruta de dragón-princesa. Pero, Dios, Dios, ¿y por qué ella parecía defender esa gruta con llameantes vientos y gritos furiosos de dragón herido? “No debo pensar”, se dijo, apretándose las sienes, y trató de permanecer como si retuviera la respiración de su cabeza. Trató de que el tumulto se detuviera. Quedó tenso y vacío por un fugitivo segundo. Y luego, ya limpio por un instante siquiera, pensó con dolorosa lucidez PERO CON MARCOS MOLINA, ALLÁ EN LA PLAYA, NO FUE ASÍ, PUES ELLA LO QUISO O LO DESEÓ Y LO BESÓ FURIOSAMENTE, de modo que era a él, a Martín, a quien rechazaba. Cedió en su tensión y nuevamente aquellos vientos volvieron a barrer Su espíritu, como en una furiosa tormenta, mientras sentía que ella, a su lado, se agitaba, gemía, murmuraba palabras Ininteligibles. “Siempre tengo pesadillas cuando me duermo”, había dicho.
Martín se sentó en el borde de la cama y la contempló: a la luz de la luna podía escrutar su rostro agitado por la otra tempestad, la de ella, la que él nunca (pero nunca) conocería. Como si en medio de excrementos y barro, entre tinieblas, hubiese una rosa blanca y delicada. Y lo más extraño de todo era que él quería a ese monstruo equívoco: dragón-princesa, rosafango, niñamurciélago. A ese mismo casto, caliente y acaso corrupto ser que se estremecía cerca de él, cerca de su piel, agitado quién sabe por qué horrendas pesadillas. Y lo más angustioso de todo era que habiéndola aceptado así, era ella la que parecía no querer aceptarlo: como si la niña de blanco (en medio del barro, rodeada por bandas de nocturnos murciélagos, de viscosos e inmundos murciélagos) gimiera por su ayuda y al mismo tiempo rechazara con violentos gestos su presencia, apartándolo de aquel tenebroso sitio. Sí: la princesa se agitaba y gemía. Desde desoladas regiones en tinieblas lo llamaba a él, a Martín. Pero él, un pobre muchacho desconcertado, era incapaz de llegar hasta donde ella estaba, separado por insalvables abismos.
Así que no podía hacer otra cosa que mirarla angustiosamente desde acá y esperar.
—¡No, no! —exclamaba Alejandra poniendo las manos delante de sí, como para rechazar algo. Hasta que se despertó y nuevamente se repitió la escena que ya Martín había visto en aquella primera noche: él, calmándola, llamándola por su nombre; y ella, ausente y surgiendo poco a poco de un profundo abismo de murciélagos y telarañas.
Sentada en la cama, encorvada sobre sus piernas, su cabeza apoyada sobre sus rodillas, Alejandra poco a poco volvía a la conciencia. Al cabo de un tiempo miró, por fin, a Martín y le dijo:
—Espero que ya te hayas acostumbrado.
Martín, por respuesta, intentó acariciarla con su mano en la cara.
—¡No me toques! —exclamó ella, retrocediendo.
Se levantó y dijo:
—Voy a bañarme y vuelvo.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó cuando por fin la vio reaparecer.
—Tenía mucha suciedad.
Se acostó a su lado, después de encender un cigarrillo.
Martín la miró: nunca sabía cuándo ella bromeaba.
—No bromeo, tonto, lo digo en serio.
Martín permaneció callado: sus dudas, la confusión de sus ideas y sentimientos lo mantenían como paralizado. Su ceño fruncido, miraba al techo y trataba de ordenar su mente.
—¿Qué pensás?
Tardó un momento en responder.
—Mucho y nada, Alejandra… La verdad es que…
—¿No sabes qué?
—No sé nada… Desde que te conozco vivo en una confusión total de ideas, de sentimientos… ya no sé cómo proceder en ningún momento… Ahora mismo cuando te despertaste, cuando te quise acariciar… Y antes de dormirte… Cuando…
Se calló y Alejandra nada dijo. Permanecieron los dos en silencio durante largo rato.
Sólo se oían las profundas y ansiosas chupadas que Alejandra daba a su cigarrillo.
—No decís nada —comentó Martín, con amargura.
—Ya te respondí que te quiero, que te quiero mucho.
—¿Qué soñaste recién? —preguntó Martín, sombríamente.
—¿Para qué querés saberlo? No vale la pena.
—¿Ves? tenés un mundo desconocido para mí, ¿cómo podes decir que me querés?
—Te quiero, Martín.
—Bah…, me querés como a un chico.
Ella no dijo nada.
—¿Ves? —comentó Martín, amargamente—, ¿ves?
—No, tonto, no… Estoy pensando…, yo misma no tengo las cosas claras… Pero te quiero, te necesito, de eso estoy segura…
—No dejaste que te besara. No me dejaste ni siquiera tocarte, hace un momento.
—¡Dios mío! ¿No ves que soy enferma, que sufro cosas atroces? No tienes idea de la pesadilla que acabo de tener…
—¿Por eso te bañaste? —preguntó Martín irónicamente.
—Sí, me bañé por la pesadilla.
—¿Se limpian con agua las pesadillas?
—Sí, Martín, con agua y un poco de detergente.
—No me parece que lo que yo estoy diciendo sea motivo de risa.
—No me río, chiquilín. Me río quizá de mí misma, de mi absurda idea de limpiarme el alma con agua y jabón. ¡Si vieras qué furiosa me refriego!
—Es una idea descabellada.
—Claro que sí.
Alejandra se incorporó, apagó la colilla del cigarrillo contra el cenicero que tenía en la mesita de luz y volvió a acostarse.
—Yo soy un muchacho sin experiencia, Alejandra. Hasta es probable que vos me tengas por un poco tarado. Pero así y todo me pregunto: ¿Por qué, si te disgusta que te toque y que te bese en la boca, me has pedido que me acueste aquí, contigo? Me parece una crueldad. ¿O es otro experimento como con Marcos Molina?
—No, Martín, no es ningún experimento. A Marcos Molina yo no lo quería, ahora lo veo claro. Con vos es distinto. Y, cosa curiosa, que yo misma no me lo explico: necesito tenerte de pronto cerca, junto a mí, sentir el calor de tu cuerpo a mi lado, el contacto de tu mano.
—Pero sin besarte de verdad.
Alejandra tardó un momento en proseguir.
—Mirá, Martín, hay muchas cosas en mí, en… Mirá, no sé… Tal vez porque te tengo mucho cariño. ¿Me entendés?
—No.
—Sí, claro…, yo misma no me lo explico muy bien.
—¿Nunca te podré besar, nunca podré tocar tu cuerpo? —preguntó Martín casi con cómica e infantil amargura.
Vio que ella se ponía las manos sobre la cara y se la apretaba como si le dolieran las sienes. Después encendió un cigarrillo y sin hablar fue hacia la ventana, donde permaneció hasta concluirlo. Finalmente, volvió hacia la cama, se sentó, lo miró larga y seriamente a Martín y empezó a desnudarse.
Martín, casi aterrorizado, como quien asiste a un acto largamente ansiado pero que en el momento de producirse comprende que también es oscuramente temible, vio cómo su cuerpo iba poco a poco emergiendo de la oscuridad; ya de pie, a la luz de la luna, contemplaba su cintura estrecha, que podía ser abarcada por un solo brazo; sus anchas caderas; sus pechos altos y triangulares, abiertos hacia afuera, trémulos por los movimientos de Alejandra; su largo pelo lacio cayendo ahora sobre sus hombros. Su rostro era serio, casi trágico, y parecía alimentado por una seca desesperación, por una tensa y casi eléctrica desesperación.
Cosa singular: los ojos de Martín se habían llenado de lágrimas y su piel se estremecía como con fiebre. La veía como un ánfora antigua, alta, bella y temblorosa ánfora de carne; una carne que sutilmente estaba entremezclada, para Martín, a un ansia de comunión, porque, como decía Bruno, una de las trágicas precariedades del espíritu, pero también una de sus sutilezas más profundas, era su imposibilidad de ser sino mediante la carne.
El mundo exterior había dejado de existir para Martín y ahora el círculo mágico lo aislaba vertiginosamente de aquella ciudad terrible de sus miserias y fealdades, de los millones de hombres y mujeres y chicos que hablaban, sufrían, disputaban, odiaban, comían. Por los fantásticos poderes del amor, todo aquello quedaba abolido, menos aquel cuerpo de Alejandra que esperaba a su lado, un cuerpo que alguna vez moriría y se corrompería, pero que ahora era inmortal e incorruptible, como si el espíritu que lo habitaba transmitiese a su carne los atributos de su eternidad. Los latidos de su corazón le demostraban a él, a Martín, que estaba ascendiendo a una altura antes nunca alcanzada, una cima donde el aire era purísimo pero tenso, una alta montaña quizá rodeada de atmósfera electrizada, a alturas inconmensurables sobre los pantanos oscuros y pestilentes en que antes había oído chapotear a bestias deformes y sucias.
Y Bruno (no Martín, claro), Bruno pensó que en ese momento Alejandra pronunciaba un ruego silencioso pero dramático, acaso trágico.
Y también él, Bruno, pensaría luego que la oración no fue escuchada.