XIII

Martín esperó, pasó el tiempo y el viejo ya no despertó. Pensó que ahora se había dormido de verdad y entonces, poco a poco, tratando de no hacer ruido, se levantó y empezó a caminar hacia la puerta por la que había entrado Alejandra. Su temor era grande porque ya había madrugado y las luces del alba ya iluminaban la pieza de don Pancho. Pensó que podía tropezarse con el tío Bebe, o que la vieja Justina, la mujer de servicio, podría estar levantada. Y entonces ¿qué les diría?

“Vine con Alejandra, anoche”, les diría.

Luego pensó que en esa casa nada podía llamar la atención y que, por lo tanto, no debía temer nada desagradable. Fuera, quizás, de un tropiezo con el loco, con el tío Bebe.

Sintió, o le pareció sentir un crujido, unos pasos, en el corredor al que se salía por aquella puerta. Ya con la mano en el picaporte y con el corazón sobresaltado, esperó en silencio. Se oyó el silbato lejano de un tren. Puso su oído contra la puerta y escuchó con ansiedad: no se oía nada, y ya iba a abrir cuando volvió a oír un pequeño crujido, esta vez inconfundible: eran pasos, cautelosos y espaciados, como alguien que hubiese estado acercándose de a poco a la misma puerta, por el otro lado.

“El loco”, pensó agitadamente Martín, y por un instante retiró su oído de la puerta, con el temor de que abriesen bruscamente la puerta del otro lado y se encontrasen con él en una actitud tan sospechosa.

Permaneció así un largo rato sin saber qué determinación tomar: por una parte temía abrir la puerta y encontrarse con el loco; por la otra, miraba hacia donde estaba don Pancho temiendo que se despertase y que lo buscase.

Pero pensó que quizá fuese mejor así, que el viejo se despertase. Porque entonces, si el loco entraba, se vería con él, él podría explicarle. O tal vez al loco no haya que darle ninguna clase de explicación.

Recordó que Alejandra le había dicho que era un loco tranquilo, que se limitaba a tocar el clarinete: en fin a repetir una especie de garabato, sempiternamente. Pero ¿andaría suelto por la casa? ¿O estaría encerrado en una de las habitaciones, como había estado encerrada Escolástica, como era habitual en esas antiguas casas de familia?

En estas reflexiones pasó un rato, siempre escuchando.

Como no oyó nada nuevo, volvió, más tranquilo, a poner su oreja sobre la puerta y, afinando su oído, trató de distinguir el menor rumor o crujido sospechoso: no oyó nada, ahora.

Poco a poco fue haciendo girar el picaporte: era una de esas grandes cerraduras que se usaban en las puertas de antes, con llaves de unos diez centímetros de largo. El ruido que hacía el picaporte al girar le pareció formidable. Y pensó que si el loco andaba por ahí no podía dejar de oírlo y ponerse en guardia. Pero ¿qué hacer a esa altura? Así que, ya más decidido ante el hecho casi consumado, abrió con decisión la puerta.

Casi grita.

Ante él, hierático, estaba el loco. Era un hombre de más de cuarenta años, con barba de muchos días y ropa bastante raída, sin corbata, con el pelo revuelto. Llevaba un saco sport que en algún tiempo habría sido azul marino y un pantalón de franela gris. Su camisa estaba desprendida y todo el conjunto era arrugado y sucio. En la mano derecha, que colgaba, llevaba el famoso clarinete. Su cara era esa cara absorta y demacrada con ojos fijos y alucinados que es frecuente en los locos; era una cara flaca y angulosa, con los ojos grisverdosos de los Olmos y con nariz fuerte y aguileña, pero su cabeza era enorme y alargada como un dirigible.

Martín estaba paralizado por el miedo y no atinó a decir una sola palabra.

El loco lo miró un buen rato en silencio y luego, sin decir nada, se dio vuelta haciendo unas suaves contorsiones (semejantes a las que hacen los chicos de una murga, pero apenas perceptibles) y se alejó por el corredor hacia adentro, seguramente hacia su pieza.

Martín casi corrió en dirección contraria, hacia el patio que ya estaba muy iluminado por el día naciente.

Una vieja india de muchísima edad lavaba en una pileta. “Justina”, pensó Martín, sobresaltándose nuevamente.

—Buenos días —dijo, tratando de aparentar calma y como si todo aquello fuese natural.

La vieja no contestó una palabra. “Tal vez sea sorda, como don Pancho”, pensó Martín.

Sin embargo lo siguió con su mirada misteriosa e inescrutable de india por unos segundos que a Martín le parecieron interminables. Luego prosiguió el lavado.

Martín, que se había detenido, en un momento de indecisión, comprendió que debía proceder con naturalidad, y así se dirigió hacia la escalera de caracol para subir hasta el Mirador.

Llegó a la puerta y golpeó.

Después de unos instantes, y como no recibía contestación, volvió a golpear. Tampoco obtuvo respuesta. Entonces, acercando su boca al intersticio de la puerta, llamó a Alejandra con voz fuerte. Pero pasó el tiempo y nadie respondió.

Supuso que estaba durmiendo.

Pensó entonces que lo mejor sería irse. Pero se encontró caminando hacia la ventana del Mirador. Cuando llegó ante ella vio que las cortinas estaban sin correr. Entonces miró hacia dentro y trató de distinguir a Alejandra en medio de la semioscuridad que todavía había dentro; pero cuando su vista se hubo acostumbrado advirtió, con sorpresa, que ella no estaba dentro.

Por un momento no atinó a hacer nada ni a pensar algo coherente. Luego se dirigió hacia la escalera y empezó a bajarla con cuidado, mientras su cabeza trataba de ordenar alguna reflexión.

Atravesó el patio trasero, bordeó la vieja casa por el jardín lateral en ruinas y finalmente se encontró en la calle.

Caminó indeciso por la vereda hacia el lado de Montes de Oca, para tomar allí el ómnibus. Pero a poco de andar se detuvo y miró para atrás, hacia la casa de los Olmos. Estaba sumido en la mayor confusión y no atinaba a hacer algo preciso.

Volvió unos pasos hacia la casa y luego se detuvo nuevamente. Miró hacia la verja mohosa, como si esperara algo.

¿Qué? A la luz del día el caserón era todavía más disparatado que de noche, porque con sus paredes derruidas y desconchadas, con los yuyos creciendo libremente en el jardín, con su reja enmohecida y su puerta casi caída contrastaba con más fuerza que de noche con las fábricas y las chimeneas que se destacaban detrás. Como un fantasma es más absurdo de día.

Los ojos de Martín se detuvieron finalmente en el Mirador: allá arriba, le parecía solitario y misterioso como la propia Alejandra. ¡Dios mío! —se dijo— ¿qué es esto?

La noche que había pasado en aquella casa se le aparecía ahora, a la luz del día, como un sueño: el viejo casi inmortal; la cabeza del comandante Acevedo metida en aquella caja de sombreros; el tío loco con su clarinete y sus ojos alucinados; la vieja india, sorda o indiferente a cualquier cosa, hasta el punto de no molestarse en querer saber quién era y qué hacía un extraño que salía de las habitaciones y que luego subía al Mirador, la historia del capitán Elmtrees; la historia increíble de Escolástica y de su locura; y, sobre todo, la propia Alejandra.

Empezó a reflexionar con lentitud: era imposible ir a Montes de Oca y tomar un ómnibus, parecía demasiado brutal. Decidió irse caminando, pues, por Isabel la Católica hacia el lado de Martín García; la calle antigua le permitió ordenar poco a poco sus pensamientos encontrados.

Lo que más lo intrigaba y preocupaba era la ausencia de Alejandra. ¿Dónde había pasado la noche? ¿Lo había llevado a ver al abuelo para deshacerse de él? No, porque entonces lo hubiese dejado ir, simplemente, como cuando él quiso irse, después de aquel relato de Marcos Molina, todo aquel asunto de la playa y de las misiones en el Amazonas. ¿Por qué no lo dejó ir en aquel momento?

No, quizá todo era imprevisible, quizá para ella misma. Tal vez se le ocurrió irse mientras él estaba con don Pancho. Pero en ese caso ¿por qué no se lo había dicho? En fin, el mecanismo poco importaba. Lo que importaba era que Alejandra no hubiese pasado la noche en su Mirador. Entonces había que suponer que tenía algún lugar donde lo hacía. Y lo hacía habitualmente, ya que no había por qué pensar que en aquella noche había sucedido algo fuera de lo común.

¿O habría salido sencillamente a caminar por las calles?

Sí, sí, pensó con súbito alivio, casi con entusiasmo: había salido a caminar por ahí, a reflexionar, a despojarse. Ella era así: imprevisible y atormentada, rara, capaz de vagar de noche por las calles solitarias del suburbio. ¿Por qué no? ¿No se habían conocido en un parque? ¿No iba ella a menudo a esos bancos de los parques donde se habían encontrado por primera vez?

Sí, todo era posible.

Aliviado, caminó un par de cuadras. Hasta que de pronto recordó dos cosas que le habían llamado la atención en su momento, y que ahora comenzaron a preocuparlo: Fernando, aquel nombre que ella pronunció una sola vez y en seguida pareció arrepentida de haberlo hecho; y la violenta reacción que Alejandra tuvo cuando él hizo aquella referencia a los ciegos. ¿Qué pasaba con los ciegos? Algo importante era, de eso no tenía dudas, porque ella había quedado como paralizada. ¿Sería el misterioso Fernando ese ciego? Y en todo caso ¿quién era ese Fernando que ella parecía no querer nombrar, con esa especie de temor con que ciertos pueblos no nombran a la divinidad?

Con tristeza volvió a pensar que lo separaban de ella abismos oscuros y que probablemente siempre lo separarían.

Pero entonces, volvía a reflexionar con renovada esperanza, ¿por qué se le había acercado en el parque?, ¿y no había dicho que lo necesitaba, que ellos tenían algo muy importante en común?

Caminó con indecisión unos pasos y luego, deteniéndose, mirando el pavimento, como interrogándose a sí mismo, se dijo: pero, ¿para qué puede necesitarme?

Sentía un amor vertiginoso por Alejandra. Con tristeza pensó que ella, en cambio, no lo sentía. Y que si lo necesitaba a él, Martín, no era en todo caso con el mismo sentimiento que él experimentaba hacia ella.

Su cabeza era un caos.