Volvieron al cuarto. Alejandra fue hasta su mesita de luz y sacó dos píldoras rojas de un tubo. Luego se sentó al borde de la cama y golpeando con la palma de su mano izquierda a su lado le dijo a Martín:
—Sentáte.
Mientras él se sentaba, ella, sin agua, tragaba las dos píldoras. Luego se recostó en la cama, con las piernas encogidas cerca del muchacho.
—Tengo que descansar un momento —explicó, cerrando los ojos.
—Bueno, entonces me voy —dijo Martín.
—No, no te vayas todavía —murmuró ella, como si estuviera a punto de dormirse—; después seguiremos hablando…, es un momento…
Y empezó a respirar hondamente, ya dormida.
Había dejado caer sus zapatos al suelo y sus pies desnudos estaban cerca de Martín, que estaba perplejo y todavía emborrachado por el relato de Alejandra en la terraza: todo era absurdo, todo sucedía según una trama disparatada y cualquier cosa que él hiciera o dejara de hacer parecía inadecuada.
¿Qué hacía él allí? Se sentía estúpido y torpe. Pero, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, ella parecía necesitarlo: ¿no lo había ido a buscar? ¿No le había contado sus experiencias con Marcos Molina? A nadie, pensó con orgullo y perplejidad, a nadie se las había contado antes, estaba seguro. Y no había querido que se fuese y se había dormido a su lado, se había dejado dormir a su lado, había hecho ese supremo gesto de confianza que es dormirse al lado de otro: como un guerrero que deja su armadura. Ahí estaba, indefensa pero misteriosa e inaccesible. Tan cerca, pero separada por la muralla ingrávida pero infranqueable y tenebrosa del sueño.
Martín la miró: estaba de espaldas, respirando ansiosamente por su boca entreabierta, su gran boca desdeñosa y sensual. Su pelo largo y lacio, renegrido (con aquellos reflejos rojizos que indicaban que esa Alejandra era la misma chiquitina pelirroja de la infancia y algo a la vez tan distinto ¡tan distinto!), desparramado sobre la almohada, destacaba su rostro anguloso, esos rasgos que tenían la misma nitidez, la misma dureza que su espíritu. Temblaba y estaba lleno de ideas confusas, nunca antes sentidas. La luz del velador iluminaba su cuerpo abandonado, sus pechos que se marcaban debajo de su blusa blanca, y aquellas largas y hermosas piernas encogidas que lo tocaban. Acercó una de sus manos a su cuerpo, pero antes de llegar a colocarla sobre él, la retiró asustado. Luego, después de grandes vacilaciones, su mano volvió a acercarse a ella y finalmente se posó sobre uno de sus muslos. Así permaneció, con el corazón sobresaltado, durante un largo rato, como si estuviera cometiendo un robo vergonzoso, como si estuviera aprovechando el sueño de un guerrero para robarle un pequeño recuerdo. Pero entonces ella se dio vuelta y él retiró su mano. Ella encogió sus piernas, levantando las rodillas y curvó su cuerpo como si volviera a la posición fetal.
El silencio era profundo y se oía la agitada respiración de Alejandra y algún silbato lejano de los muelles.
Nunca la conoceré del todo, pensó, como en una repentina y dolorosa revelación.
Estaba ahí, al alcance de su mano y de su boca. En cierto modo estaba sin defensa ¡pero qué lejana, qué inaccesible que estaba! Intuía que grandes abismos la separaban (no solamente el abismo del sueño sino otros) y que para llegar hasta el centro de ella habría que marchar durante jornadas temibles, entre grietas tenebrosas, por desfiladeros peligrosísimos, al borde de volcanes en erupción, entre llamaradas y tinieblas. Nunca, pensó, nunca.
Pero me necesita, me ha elegido, pensó también. De alguna manera lo había buscado y elegido a él, para algo que no alcanzaba a comprender. Y le había contado cosas que estaba seguro jamás había contado a nadie, y presentía que le contaría muchas otras, todavía más terribles y hermosas que las que ya le había confesado. Pero también intuía que habría otras que nunca, pero nunca le sería dado conocer. Y esas sombras misteriosas e inquietantes ¿no serían las más verdaderas de su alma, las únicas de verdadera importancia? Había tenido un estremecimiento cuando él mencionó a los ciegos, ¿por qué? Se había arrepentido apenas pronunciado el nombre Fernando, ¿por qué?
Ciegos, pensó, casi con miedo. Ciegos, ciegos.
La noche, la infancia, las tinieblas, las tinieblas, el terror y la sangre, sangre, carne y sangre, los sueños, abismos, abismos insondables, soledad soledad soledad, tocamos pero estamos a distancias inconmensurables, tocamos pero estamos solos. Era un chico bajo una cúpula inmensa, en medio de la cúpula, en medio de un silencio aterrador, solo en aquel inmenso universo gigantesco.
Y de pronto oyó que Alejandra se agitaba, se volvía hacia arriba y parecía rechazar algo con las manos. De sus labios salían murmullos ininteligibles, pero violentos y anhelantes, hasta que, como teniendo que hacer un esfuerzo sobrehumano para articular, gritó ¡no, no! incorporándose abruptamente.
—¡Alejandra! —la llamó Martín sacudiéndola de los hombros, queriendo arrancarla de aquella pesadilla.
Pero ella, con los ojos bien abiertos, seguía gimiendo, rechazando con violencia al enemigo.
—¡Alejandra, Alejandra! —seguía llamando Martín, sacudiéndola por los hombros.
Hasta que ella pareció despertarse como si surgiese de un pozo profundísimo, un pozo oscuro y lleno de telarañas y murciélagos.
—Ah —dijo con voz gastada.
Permaneció largo tiempo sentada en la cama, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas y las manos cruzadas sobre sus piernas encogidas.
Después se bajó de la cama, encendió la luz grande, un cigarrillo y empezó a preparar café.
—Te desperté porque me di cuenta de que estabas en una pesadilla —dijo Martín, mirándola con ansiedad.
—Siempre estoy en una pesadilla, cuando duermo —respondió ella, sin darse vuelta, mientras ponía la cafetera sobre el calentador.
Cuando el café estuvo listo le alcanzó una tacita y ella, sentándose en el borde de la cama, tomó el suyo, abstraída. Martín pensó: Fernando, ciegos.
“Menos Fernando y yo”, había dicho. Y aunque conocía ya lo bastante a Alejandra para saber que no se le debía preguntar nada sobre aquel nombre que ella había rehuido en seguida, una insensata presión lo llevaba una y otra vez a aquella región prohibida, a bordearla peligrosamente.
—¿Y tu abuelo —preguntó— también es unitario?
—¿Cómo? —dijo ella, abstraída.
—Digo si tu abuelo también es unitario.
Alejandra volvió su mirada hacia él, un poco extrañada.
—¿Mi abuelo? Mi abuelo murió.
—¿Cómo? Creí que me habías dicho que vivía.
—No, hombre: mi abuelo Patricio murió. El que vive es mi bisabuelo, Pancho, ¿no te lo expliqué ya?
—Bueno, sí, quería decir tu abuelo Pancho ¿es también unitario? Me parece gracioso que todavía pueda haber en el país unitarios y federales.
—No te das cuenta que aquí se ha vivido eso. Más aún: pensé que abuelo Pancho lo sigue viviendo, que nació poco después de la caída de Rosas. ¿No te dije que tiene noventa y cinco años?
—¿Noventa y cinco años?
—Nació en 1858. Nosotros podemos hablar de unitarios y federales, pero él ha vivido todo eso, ¿comprendes? Cuando él era chico todavía vivía Rosas.
—¿Y recuerda cosas de aquel tiempo?
—Tiene una memoria de elefante. Y además no hace otra cosa que hablar de aquello, todo el día, en cuanto te pones a tiro. Es natural: es su única realidad. Todo lo demás no existe.
—Me gustaría algún día oírlo.
—Ahora mismo te lo muestro.
—¡Cómo, qué estás diciendo! ¡Son las tres de la mañana!
—No seas ingenuo. No comprendes que para el abuelo no hay tres de la mañana. Casi no duerme nunca. O acaso dormite a cualquier hora, qué sé yo… Pero de noche sobre todo, se desvela y se pasa todo el tiempo con la lámpara encendida, pensando.
—¿Pensando?
—Bueno, quién lo sabe… ¿Qué podes saber de lo que pasa en la cabeza de un viejo desvelado, que tiene casi cien años? Quizá sólo recuerde, qué sé yo… Dicen que a esa edad sólo se recuerda…
Y luego agregó, riéndose con su risa seca.
—Me cuidaré mucho de llegar hasta esa edad.
Y saliendo con naturalidad, como si se tratase de hacer una visita normal a personas normales y en horas sensatas, dijo:
—Vení, te lo muestro ahora. Quién te dice que mañana se ha muerto.
Se detuvo.
—Acostúmbrate un poco a la oscuridad y podrás bajar mejor.
Se quedaron un rato apoyados en la balaustrada mirando hacia la ciudad dormida.
—Mirá esa luz en la ventana, en aquella casita —comentó Alejandra, señalando con su mano—. Siempre me subyugan esas luces en la noche: ¿será una mujer que está por tener un hijo? ¿Alguien que muere? O a lo mejor es un estudiante pobre que lee a Marx. Qué misterioso es el mundo. Solamente la gente superficial no lo ve. Conversas con el vigilante de la esquina, le haces tomar confianza y al rato descubrís que él también es un misterio.
Después de un momento, dijo:
—Bueno, vamos.