¿Real o no? Estoy ardiendo. Las bolas de fuego que surgieron de los paracaídas salen por encima de las barricadas, atraviesan el aire cargado de nieve y aterrizan entre la muchedumbre. Estaba volviéndome cuando me acertó una, me recorrió la espalda con una lengua de fuego y me transformó en algo nuevo, en una criatura tan inextinguible como el sol.

Un muto de fuego sólo percibe una cosa: la agonía. Ni vista, ni sonido, ni otra sensación que no sea el implacable ardor de la carne. Quizá pase por momentos de inconsciencia, pero ¿qué más da si no me ofrecen consuelo? Soy el pájaro de Cinna, ardiendo, volando como loca para escapar de algo de lo que no puedo escapar: las plumas de llamas que me salen del cuerpo; si las bato no hago más que avivar el fuego. Me consumo sin fin.

Al final mis alas ceden, pierdo altura y la gravedad me tira a un mar espumoso del color de los ojos de Finnick. Floto sobre la espalda, que sigue ardiendo debajo del agua, aunque la agonía se convierte en dolor. Cuando voy a la deriva, incapaz de navegar, aparecen ellos: los muertos.

Los seres que amaba vuelan como pájaros por el cielo que me cubre. Suben, revolotean, me llaman para que me una a ellos. Estoy deseando seguirlos, pero el agua de mar me satura las alas, impide que me eleve. Los seres que odiaba están en el agua, son horribles criaturas con escamas que me arrancan la carne salada con sus dientes afilados. Me muerden una y otra vez, me arrastran bajo la superficie.

El pajarito blanco con manchas rosas se mete en el agua, me clava las garras en el pecho e intenta mantenerme a flote.

—¡No, Katniss! ¡No! ¡No puedes irte!

Pero los que odiaba están ganando, y si ella, mi pajarito, se aferra a mí, también estará perdida.

—¡Prim, suéltame!

Y, finalmente, lo hace.

Todos me abandonan en las profundidades. Sólo tengo el sonido de mi respiración, el enorme esfuerzo que supone absorber el agua y sacarla de los pulmones. Quiero parar, intento aguantar el aliento, pero el mar entra a la fuerza y contra mi voluntad.

—Dejadme morir, dejad que siga a los demás —suplico a lo que me retiene aquí. No hay respuesta.

Llevo atrapada días, años, quizá siglos. Muerta, pero sin morir del todo. Viva, pero como si estuviera muerta. Tan sola que cualquier persona, cualquier cosa, por desagradable que sea, sería bien recibida. Sin embargo, cuando por fin me visitan, es algo dulce: morflina. Corre por mis venas, amortigua el dolor, aligera mi cuerpo tanto que vuelve a subir y descansa sobre la espuma.

Espuma. Es cierto que floto sobre espuma. La noto bajo la punta de los dedos, acunando algunas partes de mi cuerpo desnudo. Hay mucho dolor, pero también algo parecido a la realidad: la lija de mi garganta; el olor a medicina para quemaduras de la primera arena; el sonido de la voz de mi madre. Son cosas que me asustan, así que intento regresar a las profundidades para encontrarles sentido, pero no hay vuelta atrás. Poco a poco, me veo obligada a aceptar que soy una chica con graves quemaduras y sin alas, sin fuego. Sin hermana.

En el deslumbrante hospital del Capitolio, los médicos obran su magia. Tapan mi cuerpo en carne viva con nuevas capas de piel. Convencen a las células de que son mías. Manipulan unas partes y otras, doblando y estirando las extremidades para asegurarse de que encajen bien. Oigo una y otra vez que he tenido mucha suerte: mis ojos están bien, casi toda mi cara está bien, mis pulmones responden al tratamiento y quedaré como nueva.

Cuando mi delicada piel se endurece lo bastante como para soportar la presión de las sábanas, llegan más visitantes. La morflina abre la puerta tanto a vivos como a muertos. Haymitch, amarillento y serio. Cinna, que cose un nuevo vestido de boda. Delly, que no deja de parlotear sobre lo agradable que es todo el mundo. Mi padre, que canta las cuatro estrofas de El árbol del ahorcado y me recuerda que mi madre (que duerme en un sillón entre turnos) no debe saberlo.

Un día me despierto y me doy cuenta de que no me permitirán vivir en mi mundo de ensueño. Tengo que comer con la boca, que mover los músculos, que ir sola al baño. Una breve aparición de Coin lo soluciona todo.

—No te preocupes por él —me dice—. Te lo he guardado.

Los médicos no entienden por qué no hablo. Me hacen muchas pruebas y, aunque mis cuerdas vocales están algo dañadas, eso no lo explica. Al final, el doctor Aurelius, un médico de la cabeza, sale con la teoría de que me he convertido en una avox mental, aunque no física; que mi silencio se debe al trauma emocional. Aunque le presentan cien remedios posibles, él les dice que me dejen en paz, así que no pregunto ni por nadie ni por nada, pero la gente me ofrece un interminable suministro de información. Sobre la guerra: el Capitolio cayó el día que estallaron los paracaídas; la presidenta Coin lidera Panem y se han enviado tropas para acabar con los últimos reductos de resistencia. Sobre el presidente Snow: lo han hecho prisionero, y está a la espera de juicio y, sin duda, de su posterior ejecución. Sobre mi equipo de asesinos: han enviado a Cressida y a Pollux a los distritos para cubrir los destrozos de la guerra; Gale, que recibió dos tiros en un intento de huida, está barriendo agentes de la paz en el 2; Peeta sigue en la unidad de quemados (al final llegó al Círculo de la Ciudad). Sobre mi familia: mi madre trabaja para olvidar su dolor.

Como yo no tengo trabajo, el dolor me aplasta. Lo único que me hace seguir adelante es la promesa de Coin, el poder matar a Snow. Cuando lo haga, no me quedará nada.

Al final me dejan salir del hospital y me dan un cuarto en la mansión, compartido con mi madre. Ella casi nunca está allí, ya que come y duerme en el trabajo. Sobre Haymitch recae la tarea de vigilarme, de asegurarse de que como y me tomo las medicinas. No soy fácil, vuelvo a mis costumbres del Distrito 13: vago sin autorización por la mansión; me meto en dormitorios y despachos, salones y baños. Busco extraños escondrijos, como un armario lleno de pieles, un mueble de la biblioteca o una bañera olvidada en una habitación llena de muebles desechados. Mis escondites son oscuros, tranquilos e imposibles de encontrar. Me acurruco, me hago cada vez más pequeña e intento desaparecer por completo. Envuelta en silencio, le doy vueltas en la muñeca a la pulsera que dice: «Mentalmente desorientada».

«Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi casa está en el Distrito 12. Ya no hay Distrito 12. Soy el Sinsajo. Vencí al Capitolio. El presidente Snow me odia. Él mató a mi hermana. Yo lo mataré a él. Y después los Juegos del Hambre acabarán de una vez por todas…».

Cada cierto tiempo me encuentro de vuelta en mi cuarto sin saber bien si me ha traído mi necesidad de morflina o la insistencia de Haymitch. Me tomo la comida y las medicinas, y me obligan a bañarme. No me importa el agua, sino el espejo que refleja mi cuerpo de muto de fuego desnudo. Los injertos todavía tienen ese color rosado de los recién nacidos. La piel que han considerado dañada pero recuperable está roja, caliente y derretida en algunas zonas. Trocitos de mi antiguo yo brillan en medio, blancos y pálidos. Soy como un extraño puzle de piel. Parte del pelo se me chamuscó por completo; el resto me lo han cortado de manera irregular. Katniss Everdeen, la chica en llamas. No me importaría mucho de no ser porque ver mi cuerpo me recuerda el dolor y la razón del dolor. Y lo que pasó justo antes de que el dolor empezara. Y que vi a mi hermana pequeña convertirse en una antorcha humana.

Cerrar los ojos no ayuda, ya que el fuego arde con más fuerza en la oscuridad.

El doctor Aurelius aparece de vez en cuando. Me gusta este hombre porque no dice cosas estúpidas como que estoy completamente a salvo o que sabe que, aunque no me lo crea, volveré a ser feliz algún día, o incluso que todo irá bien en Panem a partir de ahora. Se limita a preguntarme si tengo ganas de hablar y, al ver que no respondo, se duerme en su sillón. De hecho, creo que viene a visitarme cuando necesita una siesta. El arreglo nos viene bien a los dos.

El momento se acerca, aunque no sabría dar horas y minutos exactos. Ya han juzgado al presidente Snow, lo han declarado culpable y lo han sentenciado a morir. Haymitch me lo cuenta y oigo hablar sobre ello al pasar junto a los guardias por los pasillos. El traje de Sinsajo llega a mi cuarto, al igual que mi arco, que está como nuevo, aunque sin flechas, ya sea porque se rompieron o, lo más probable, porque creen que no debería llevar armas. Me pregunto vagamente si debería prepararme de algún modo para el acontecimiento, pero no se me ocurre nada.

Una tarde a última hora, después de un largo periodo escondida en un asiento acolchado en la ventana de detrás de una mampara pintada, salgo y giro a la izquierda en vez de a la derecha. Me encuentro en un lugar desconocido de la mansión y, de inmediato, me pierdo. A diferencia de la zona en la que me alojo, no parece haber nadie a quien preguntar. Sin embargo, me gusta, ojalá lo hubiera descubierto antes: es muy tranquilo, las gruesas alfombras y tapices absorben el sonido; la iluminación es tenue; los colores, apagados; se respira paz. Hasta que huelo las rosas. Me escondo detrás de unas cortinas, temblando demasiado para correr y espero a los mutos. Al final me doy cuenta de que no hay mutos. Entonces, ¿qué estoy oliendo? ¿Rosas de verdad? ¿Es posible que esté cerca del jardín donde crecen esas flores malvadas?

Conforme avanzo por el pasillo, el olor se hace más intenso, quizá no tanto como el de los mutos de verdad, aunque sí más puro, ya que no está mezclado con el hedor de las aguas residuales y los explosivos. A la vuelta de una esquina me encuentro delante de dos sorprendidos guardias. No son agentes, por supuesto, ya no hay agentes; pero tampoco son los atléticos soldados de uniforme gris del 13. Estas dos personas, un hombre y una mujer, llevan las ropas descuidadas y rotas de los rebeldes de verdad. Todavía están vendados y demacrados, y vigilan la puerta que da a las rosas. Cuando avanzo para entrar, forman una equis con sus armas delante de mí.

—No puede entrar, señorita —dice el hombre.

—Soldado —lo corrige la mujer—. No puede entrar, soldado Everdeen. Órdenes de la presidenta.

Me quedo esperando pacientemente que bajen las armas, que comprendan, sin decírselo, que detrás de esas puertas hay algo que necesito. Una sola rosa, una sola flor. Para ponérsela a Snow en la solapa antes de dispararle. Mi presencia preocupa a los guardias. Mientras discuten si llamar a Haymitch, una mujer dice detrás de mí:

—Dejadla entrar.

Reconozco la voz, aunque al principio no la ubico. No es de la Veta, ni del 13, y sin duda tampoco del Capitolio. Me vuelvo y veo a Paylor, la comandante del 8. Parece aún más destrozada que aquel día en el hospital, aunque ¿quién no?

—Con mi autorización —dice Paylor—. Lo que está al otro lado le pertenece por derecho.

Son sus soldados, no los de Coin, así que bajan las armas sin hacer preguntas y me dejan pasar.

Al final de un corto pasillo, abro las puertas de cristal y entro. El olor es tan fuerte que empieza a igualarse, como si mi olfato no pudiera absorber más. El aire, húmedo y cálido, le sienta bien a mi piel caliente. Y las rosas son gloriosas, fila tras fila de suntuosas flores de color rosa exuberante, naranja atardecer e incluso azul pálido. Deambulo entre los pasillos de plantas bien podadas observando, pero sin tocar, porque la experiencia me ha enseñado lo mortíferas que pueden ser estas bellezas. Sé dónde encontrarla, en lo más alto de un fino arbusto: un magnífico capullo blanco que empieza a abrirse. Me tapo la mano con la manga para que mi piel no tenga que tocarlo, recojo unas tijeras de podar y acabo de ponerlas en el tallo cuando lo oigo hablar:

—Ésa es muy bonita.

Me tiembla la mano, cierro las tijeras y corto el tallo.

—Los colores son encantadores, por supuesto, pero no hay nada más perfecto que el blanco.

Todavía no lo veo, pero su voz parece surgir de detrás de un lecho de rosas rojas contiguo. Después de agarrar con delicadeza el tallo del capullo con la tela de la manga, vuelvo la esquina y me lo encuentro sentado en un taburete, con la espalda apoyada en la pared. Está tan bien arreglado y vestido como siempre, aunque sujeto con esposas en las muñecas y en los pies, y marcado con dispositivos de seguimiento. Lleva un pañuelo blanco manchado de sangre fresca. A pesar de su deterioro, sus ojos de serpiente siguen siendo brillantes y fríos.

—Esperaba que lograras encontrar mis aposentos.

Sus aposentos, he entrado en su casa, igual que él entró en la mía el año pasado para amenazarme con su sangriento aroma a rosas. Este invernadero es una de sus habitaciones, quizá la favorita; quizá en tiempos mejores cuidaba de las plantas en persona, pero ahora forma parte de su prisión. Por eso me detuvieron los guardias y por eso me dejó entrar Paylor.

Suponía que lo tendrían encerrado en la mazmorra más profunda del Capitolio, no disfrutando de todos sus lujos. Sin embargo, Coin lo dejó aquí. Para sentar precedente, imagino, para que, si en el futuro ella caía en desgracia, comprendieran que los presidentes (incluso los más despreciables) merecían un trato especial. Al fin y al cabo, ¿quién sabe cuánto le duraría el poder?

—Tenemos que hablar de muchas cosas, pero me temo que tu visita será breve, así que lo primero es lo primero. —Entonces empieza a toser y, cuando aparta el pañuelo de su boca, está más rojo—. Quería decirte lo mucho que siento lo de tu hermana.

A pesar del aturdimiento y las drogas, sus palabras son como una puñalada. Me recuerdan que su crueldad no tiene límites y que se irá a la tumba intentando destruirme.

—Qué pérdida tan innecesaria. Llegados a ese punto, ya se sabía que la partida había terminado. De hecho, estaba a punto de emitir un comunicado de rendición oficial cuando ellos soltaron los paracaídas.

Me clava la mirada, sin parpadear, como si no quisiera perderse ni un segundo de mi reacción. Pero lo que ha dicho no tiene sentido: ¿cuando ellos soltaron los paracaídas?

—Bueno, no creerías que yo di la orden, ¿no? En primer lugar está lo más obvio: de haber tenido un aerodeslizador a mi disposición, lo habría usado para escapar. Y, al margen de eso, ¿de qué me habría servido? Los dos sabemos que no me importa matar niños, pero no malgasto nada. Mato por razones muy específicas, y no había razón alguna para destruir un corral lleno de niños del Capitolio. Ninguna en absoluto.

Me pregunto si el siguiente ataque de tos es puro teatro, para que yo tenga tiempo de absorber sus palabras. Está mintiendo. Claro que está mintiendo. Aunque hay una verdad intentando salir de esa mentira.

—Sin embargo, debo admitir que la jugada de Coin fue magistral. La idea de que yo estaba bombardeando a nuestros propios niños indefensos destruyó por completo cualquier frágil lealtad que mi gente sintiera por su presidente. Después de eso se acabó la resistencia. ¿Sabías que lo emitieron en directo? Veo la mano de Plutarch detrás de eso. Y en los paracaídas. Bueno, esa clase de ideas son las que se buscan en un Vigilante Jefe, ¿no? —pregunta Snow mientras se limpia las comisuras de los labios—. Seguro que no pretendía matar a tu hermana, pero esas cosas pasan.

Ya no estoy con Snow, sino en Armamento Especial, en el 13, con Gale y Beetee, mirando los diseños basados en las trampas de Gale, las que se aprovechaban de la compasión humana. La primera bomba mataba a las víctimas; la segunda, a los rescatadores. Recuerdo las palabras de Gale:

«Beetee y yo hemos estado siguiendo el mismo manual que el presidente Snow cuando secuestró a Peeta».

—Mi fallo fue tardar tanto en comprender el plan de Coin —dice Snow—. Quería que el Capitolio y los distritos se destruyeran entre sí, para después hacerse con el poder sin que el 13 sufriera apenas daños. No te equivoques, pretendía hacerse con mi puesto desde el principio. No debería sorprenderme. Al fin y al cabo, fue el 13 el que comenzó la rebelión que dio lugar a los Días Oscuros y después abandonó al resto de los distritos cuando la suerte se volvió en su contra. Sin embargo, no estaba vigilando a Coin, sino a ti, Sinsajo. Y tú me vigilabas a mí. Me temo que nos han tomado a los dos por idiotas.

Me niego a aceptarlo. Hay cosas a las que ni siquiera yo puedo sobrevivir. Pronuncio mis primeras palabras desde la muerte de mi hermana:

—No te creo.

Snow sacude la cabeza, fingiendo decepción.

—Ay, mi querida señorita Everdeen, creía que habíamos acordado no volver a mentirnos.