Es un misterio a quién pretendía llamar la mujer, ya que, después de registrar el piso, descubrimos que estaba sola. Quizá quisiera alertar a algún vecino o simplemente gritar de miedo. En cualquier caso, aquí no hay nadie que pueda oírla.

El piso sería un lugar elegante en el que esconderse un tiempo, pero es un lujo que no podemos permitirnos.

—¿Cuánto tiempo creéis que nos queda hasta que se den cuenta de que hemos sobrevivido algunos? —pregunto.

—Creo que podrían llegar en cualquier momento —responde Gale—. Saben que nos dirigíamos a la calle. Seguramente la explosión los despistará unos minutos, pero después empezarán a buscarnos desde ahí.

Me acerco a una ventana que da a la calle y, al asomarme a través de las contraventanas, no me encuentro con agentes, sino con una multitud de personas viviendo su vida. Durante nuestro viaje bajo tierra hemos abandonado las zonas evacuadas y hemos llegado a una zona bastante animada del Capitolio. La multitud es nuestra única posibilidad de escapar. No tengo el holo, pero sí a Cressida, que se une a mí en la ventana, confirma que conoce nuestra ubicación y me da la buena noticia de que no estamos a muchas manzanas de la mansión presidencial.

Un simple vistazo a mis compañeros me dice que no es momento de atacar a Snow. Gale sigue perdiendo sangre por el cuello, cuya herida no hemos limpiado. Peeta está sentado en un sofá de terciopelo mordiendo una almohada, ya sea para contener la locura o para evitar un grito. Pollux llora sobre la repisa de una recargada chimenea. Cressida parece decidida, pero está tan pálida que no se le ve sangre en los labios. A mí me hace avanzar el odio. Cuando la energía del odio se agote, no serviré para nada.

—Vamos a registrar los armarios —digo.

En un dormitorio encontramos cientos de trajes, abrigos y zapatos de mujer, un arco iris de pelucas y suficiente maquillaje para pintar una casa entera. En un dormitorio del otro lado del pasillo hay una colección similar para hombre. Quizá sean de su marido o de un amante que ha tenido la buena suerte de no estar aquí esta mañana.

Llamo a los demás para que se vistan. Al ver las muñecas ensangrentadas de Peeta meto la mano en el bolsillo para sacar la llave de las esposas, pero él se aparta.

—No —me dice—, no lo hagas. Me ayudan a resistir.

—Puede que necesites las manos —comenta Gale.

—Cuando noto que me pierdo, empujo las muñecas contra ellas y el dolor me ayuda a centrarme —responde Peeta; lo dejo estar.

Por suerte, fuera hace frío, así que podemos esconder casi todo el uniforme y las armas debajo de grandes abrigos y capas. Nos colgamos las botas al cuello por los cordones y las escondemos, y nos ponemos unos zapatos muy absurdos. Obviamente, el verdadero reto es la cara. Cressida y Pollux corren el riesgo de encontrarse con alguien conocido; a Gale podrían reconocerlo por las propos y las noticias; y a Peeta y a mí nos conocen todos los ciudadanos de Panem. Nos apresuramos a pintarnos la cara con gruesas capas de maquillaje, usamos las pelucas y ocultamos los ojos tras gafas de sol. Cressida nos tapa la boca y la nariz a Peeta y a mí con bufandas.

Noto que se agota el tiempo, aunque me detengo unos segundos a llenar los bolsillos de comida y material de primeros auxilios.

—Permaneced juntos —digo en la puerta.

Después salimos a la calle. Ha empezado a nevar y mucha gente nerviosa se mueve a nuestro alrededor hablando de rebeldes, de hambre y de mí con su cursi acento del Capitolio. Cruzamos la calle, pasamos junto a unos cuantos pisos y, justo al doblar la esquina, tres docenas de agentes de la paz pasan corriendo por nuestro lado. Nos apartamos de un salto, como hacen los ciudadanos de verdad, y esperamos a que la multitud siga con su flujo normal.

—Cressida —susurro—. ¿Se te ocurre algún sitio?

—Lo intento.

Recorremos otra manzana y oímos sirenas. Por la ventana de un piso veo un informe de emergencia e imágenes de nuestras caras. Todavía no han identificado a los muertos, ya que veo a Castor y Finnick entre las fotos. Dentro de nada todos los viandantes nos resultarán tan peligrosos como un agente de la paz.

—¿Cressida? —insisto.

—Hay un sitio. No es ideal, pero podemos probar —responde.

La seguimos durante unas cuantas manzanas más y pasamos por una cancela que da a lo que parece ser una residencia privada. Sin embargo, es una especie de atajo porque, después de caminar por un jardín muy arreglado, salimos por otra cancela a un pequeño callejón que conecta dos avenidas principales. Hay unas cuantas tiendas diminutas: una que compra artículos usados y otra que vende joyas falsas. Sólo se ve a un par de personas que no nos prestan atención. Cressida empieza a parlotear en tono agudo sobre la ropa interior de piel, de lo esencial que es durante los meses de frío.

—¡Ya verás qué precios! Créeme, ¡es la mitad de lo que se paga en las avenidas!

Paramos delante de un escaparate mugriento lleno de maniquíes con ropa interior peluda. La tienda ni siquiera parece abierta, pero Cressida empuja la puerta y se oye un repiqueteo irregular. Dentro de la tiendecita a oscuras, en la que hay varios estantes llenos de productos, el olor de las pieles resulta penetrante. Debe de haber poco movimiento, ya que somos los únicos clientes. Cressida va directa a la figura encorvada sentada en la parte de atrás, y yo la sigo mientras acaricio con las puntas de los dedos la suave ropa junto a la que pasamos.

Detrás de un mostrador me encuentro con la persona más extraña que he visto en mi vida. Es un ejemplo extremo de mejora quirúrgica fallida, porque seguro que ni siquiera en el Capitolio podrían encontrar atractiva esta cara. Le han estirado mucho la piel y la han tatuado con franjas negras y doradas; también le han aplastado la nariz tanto que apenas existe. He visto bigotes de gato en otras personas del Capitolio, pero nunca tan largos. El resultado es una grotesca máscara semifelina que nos observa con recelo.

Cressida se quita la peluca y deja al descubierto sus vides.

—Tigris —dice—, necesitamos ayuda.

Tigris. En lo más profundo de mi cerebro se enciende una bombilla: una versión más joven y menos inquietante de esta persona trabajó en los primeros Juegos del Hambre que recuerdo. Era estilista, creo. No recuerdo de qué distrito. No del 12. Después se habrá operado demasiado y ha llegado a resultar repulsiva.

Así que aquí es donde van los estilistas cuando ya no sirven, a tristes tiendas de ropa interior temática en las que esperan a la muerte. Para que nadie los vea.

Me quedo mirando su cara y preguntándome si sus padres de verdad le pondrían Tigris, inspirando así su mutilación, o si decidiría ella el estilo y se cambiaría el nombre para que fuese a juego con las rayas.

—Plutarch me dijo que eras de confianza —añade Cressida.

Genial, es una de las personas de Plutarch. Así que si su primer movimiento no es entregarnos al Capitolio, sí que avisará de nuestra posición a Plutarch y, por extensión, a Coin. No, la tienda de Tigris no es ideal, pero es lo que tenemos por ahora. Si es que desea ayudarnos. La mujer mira al televisor que tiene en el mostrador y después nos mira a nosotros, como si intentara ubicarnos. Para ayudarla, aparto la bufanda, me quito la peluca y me acerco para que la luz de la pantalla me ilumine la cara.

Tigris deja escapar un gruñido grave similar a los que me dedicaba Buttercup. Se baja de su taburete y desaparece detrás de un estante lleno de mallas de piel. Se oye algo deslizándose, y después la mujer sale y nos hace señas para que la acompañemos. Cressida me mira como si preguntara: «¿Estás segura?». Pero ¿qué opción tenemos? Regresar a la calle en estas condiciones nos garantiza la captura o la muerte. Aparto las pieles y veo que Tigris ha movido un panel en la base de la pared. Detrás parece haber una escalera de piedra descendente. Me hace un gesto para que entre.

Todo me huele a trampa. Sufro un momento de pánico y me vuelvo hacia Tigris para mirar en sus ojos leonados. ¿Por qué hace esto? No es Cinna, alguien dispuesto a sacrificarse por los demás. Esta mujer era la viva imagen de la superficialidad del Capitolio, fue una de las estrellas de los Juegos hasta que… hasta que dejó de serlo. ¿Será por eso? ¿Por rencor? ¿Por odio? ¿Por venganza? En realidad, esa idea me reconforta. Las ansias de venganza pueden arder largo tiempo, sobre todo si las avivas cada vez que te miras al espejo.

—¿Te echó Snow de los Juegos? —le pregunto.

Ella se limita a mirarme y mover su rabo de tigre, disgustada.

—Porque voy a matarlo, ¿sabes? —añado.

Tigris alarga los labios en lo que, supongo, será una sonrisa. Más tranquila, me meto en el espacio que me indica.

A medio camino de las escaleras me doy contra una cadena y tiro de ella; el escondite se ilumina con una vacilante bombilla fluorescente. Es un pequeño sótano sin puertas ni ventanas. Poco profundo y ancho. No será más que un espacio entre dos sótanos de verdad, un lugar cuya existencia pasaría desapercibida para cualquiera sin una percepción del espacio muy fina. Es frío y húmedo, y hay montones de pieles que, supongo, no han visto la luz del día desde hace años. A no ser que Tigris nos delate, no creo que nadie nos encuentre aquí. Cuando llego al suelo de hormigón, mis compañeros empiezan a bajar los escalones. El panel vuelve a ponerse en su sitio, y oigo cómo Tigris vuelve a mover el estante sobre sus ruidosas ruedas y se sienta en su taburete de nuevo. Su tienda nos ha tragado.

Y justo a tiempo, porque Gale parece a punto de derrumbarse. Hacemos una cama con las pieles, le quitamos las armas y lo ayudamos a tumbarse. Al final del sótano hay un grifo a unos treinta centímetros del suelo con un desagüe debajo. Abro el grifo y, después de muchas salpicaduras y óxido, empieza a fluir agua limpia. Limpiamos la herida del cuello de Gale y me doy cuenta de que las vendas no bastarán, va a necesitar puntos. Tenemos una aguja e hilo esterilizado en el botiquín de primeros auxilios, aunque nos falta un médico. Se me ocurre llamar a Tigris, ya que, como estilista, sabrá usar una aguja. Sin embargo, eso dejaría desprotegida la tienda, y bastante está haciendo ella ya. Acepto que quizá yo sea la más cualificada para el trabajo. Aprieto los dientes y suturo la herida con una serie de puntadas irregulares. No queda bonito, pero servirá; después le echo un medicamento, lo vendo y le doy analgésicos.

—Descansa un poco, estamos a salvo —le digo, y él se apaga como una bombilla.

Mientras Cressida y Pollux hacen nidos de pieles para cada uno de nosotros, yo le curo a Peeta las muñecas. Le limpio con cuidado la sangre, le pongo antiséptico y se las vendo por debajo de las esposas.

—Tienes que mantenerlas limpias si no quieres que la infección se extienda y…

—Sé lo que es la septicemia, Katniss, aunque mi madre no sea sanadora —responde Peeta.

Doy un salto en el tiempo y vuelvo a otra herida, a otras vendas.

—Me dijiste lo mismo en los primeros Juegos del Hambre. ¿Real o no?

—Real —responde él—. ¿Y tu arriesgaste la vida para conseguir la medicina que me salvó?

—Real —respondo, encogiéndome de hombros—. Gracias a ti estaba viva para hacerlo.

—¿Ah, sí?

El comentario lo desconcierta y debe de haber un recuerdo brillante intentando llamarle la atención, porque su cuerpo se tensa y sus muñecas recién vendadas se aprietan contra las esposas metálicas. Entonces se queda sin energía.

—Estoy tan cansado, Katniss…

—Duerme —respondo.

No lo hace hasta que no le coloco bien las esposas y lo sujeto con ellas a uno de los soportes de las escaleras. No puede ser cómodo estar tumbado con los brazos sobre la cabeza, pero se queda dormido en cuestión de minutos.

Cressida y Pollux han preparado las camas, sacado la comida y los suministros médicos, y ahora preguntan si quiero montar una guardia. Miro la palidez de Gale y las ataduras de Peeta. Pollux lleva varios días sin dormir, y Cressida y yo sólo lo hemos hecho unas cuantas horas. Si llegara un grupo de agentes, estaríamos atrapados como ratas. Estamos a merced de una mujer tigresa decrépita que, espero, haría cualquier cosa por ver muerto a Snow.

—Creo que no tiene ningún sentido montar guardia —respondo—. Vamos a intentar dormir un poco.

Ellos asienten, aturdidos, y todos nos metemos en las pieles. El fuego de mi interior se ha apagado, y con él, mi fuerza. Me rindo a la suave piel mohosa y al olvido.

Sólo tengo un sueño que recuerde, uno largo y cansado en el que intento llegar al Distrito 12. El hogar que busco está intacto y su gente viva. Effie Trinket, que llama mucho la atención con una peluca rosa vivo y un traje a medida, viaja conmigo. No hago más que intentar perderla de vista, pero ella, inexplicablemente, siempre reaparece a mi lado e insiste en que es mi acompañante y la responsable de que cumpla mi horario. Sin embargo, el horario no deja de cambiar, y siempre nos retrasamos porque falta un sello o porque Effie se rompe uno de los tacones. Acampamos varios días en un banco de una gris estación del Distrito 7, a la espera de un tren que nunca llega. Al despertar me siento casi más cansada que cuando paso las noches envuelta en imágenes de sangre y terror.

Cressida, la única persona despierta, me dice que es última hora de la tarde. Me como una lata de estofado de ternera y la acompaño con mucha agua. Después me reclino sobre la pared del sótano y repaso los acontecimientos del último día, muerte a muerte. Las cuento con los dedos: una, dos (Mitchell y Boggs, perdidos en la primera manzana); tres (Messalla, derretido en la vaina); cuatro, cinco (Leeg 1 y Jackson, que se sacrificaron en la picadora de carne); seis, siete y ocho (Castor, Homes y Finnick, decapitados por los mutos lagartos que olían a rosas). Ocho muertos en veinticuatro horas. Sé lo que ha pasado y, aun así, no parece real. Seguro que Castor está dormido debajo de ese montón de pieles, que Finnick bajará las escaleras a saltos en cualquier momento y que Boggs me contará su plan de escape.

Creer que están muertos es aceptar que los he matado. Vale, puede que a Mitchell y a Boggs no, ya que murieron en una misión de verdad, pero los demás han perdido la vida defendiéndome en una aventura que yo me he inventado. Mi complot para asesinar a Snow ahora me parece muy estúpido, tan estúpido que estoy aquí, temblando en el suelo de este sótano, haciendo recuento de nuestras pérdidas y manoseando las borlas de las botas altas plateadas que robé de casa de la mujer. Ah, sí, se me había olvidado eso: también la he matado a ella. Ahora me dedico a asesinar ciudadanos indefensos.

Me parece que ha llegado el momento de entregarme.

Cuando los demás se despiertan, confieso: que mentí sobre la misión y que puse a todos en peligro por lograr mi venganza. Guardan silencio un buen rato. Entonces, Gale dice:

—Katniss, ya sabíamos que Coin no te había enviado a asesinar a Snow.

—Puede que tú lo supieras, pero los soldados del 13 no —contesto.

—¿De verdad crees que Jackson se tragó que seguías órdenes de Coin? —pregunta Cressida—. Claro que no, pero confiaba en Boggs, y estaba claro que él quería que siguieras.

—Nunca le dije a Boggs lo que pretendía hacer.

—¡Se lo dijiste a la sala de Mando entera! —exclama Gale—. Fue una de tus condiciones para ser el Sinsajo: «Yo mato a Snow».

Lo veo como dos cosas distintas: negociar con Coin el privilegio de ejecutar a Snow después de la guerra y esta huida sin autorización por el Capitolio.

—Pero así no —insisto—, ha sido un desastre absoluto.

—Creo que podría considerarse un éxito —responde Gale—: nos hemos infiltrado en el campo enemigo y hemos demostrado que es posible atravesar las defensas del Capitolio. También hemos logrado que nos saquen en los televisores del Capitolio. Gracias a nosotros reina el caos en la ciudad y todos nos buscan.

—Plutarch estará encantado, no lo dudes —añade Cressida.

—Eso es porque a Plutarch le da igual quién muera —le digo—, siempre que sus Juegos sean un éxito.

Cressida y Gale tratan de convencerme una y otra vez. Pollux asiente para respaldarlos. Peeta es el único que no opina.

—¿Y tú qué piensas, Peeta? —le pregunto al fin.

—Creo… que sigues sin darte cuenta. No tienes ni idea del efecto que ejerces en los demás. —Saca las esposas de su soporte y se sienta—. Ninguna de las personas que hemos perdido eran idiotas, sabían lo que hacían. Te siguieron porque creían que de verdad podías matar a Snow.

No sé por qué su voz me llega cuando las de los demás no pueden, pero si tiene razón, y creo que sí, sólo hay una forma de pagar la deuda que he contraído con esas personas. Saco el mapa de papel que tengo en el bolsillo del uniforme y lo extiendo en el suelo con energía renovada.

—¿Dónde estamos, Cressida?

La tienda de Tigris se encuentra a unas cinco manzanas del Círculo de la Ciudad y la mansión de Snow. Estamos a poca distancia a pie por una zona en la que las vainas se han desactivado para salvaguardar la seguridad de los residentes. Tenemos disfraces que, quizá con algún añadido peludo de Tigris, nos permitirían llegar hasta allí. Pero ¿después qué? Seguro que la mansión está bien protegida y cuenta con un sistema de vigilancia por cámara las veinticuatro horas del día, además de las trampas que podrían activarse con tan sólo encender un interruptor.

—Lo que necesitamos es sacarlo a campo abierto —me dice Gale—. Así uno de nosotros podría abatirlo.

—¿Sigue apareciendo en público alguna vez? —pregunta Peeta.

—Creo que no —responde Cressida—. Todos los discursos recientes que he visto los ha dado desde su mansión, incluso antes de que llegaran aquí los rebeldes. Supongo que aumentó la vigilancia después de que Finnick airease sus delitos.

Es cierto, ahora no sólo son los Tigris del Capitolio los que odian a Snow, sino una red de personas que saben lo que hizo a sus amigos y familiares. Haría falta algo rayano en lo milagroso para sacarlo, algo como…

—Seguro que saldría por mí —afirmo—. Si me capturasen. Lo haría lo más público posible, organizaría mi ejecución en su porche. —Dejo que todos asimilen lo que acabo de decir—. Así Gale podría disparar desde la multitud.

—No —responde Peeta, sacudiendo la cabeza—. Ese plan tiene demasiados finales alternativos. Snow podría decidir retenerte y torturarte para sacarte información. O hacer que te ejecuten en público sin estar él presente. O matarte dentro de la mansión y exponer tu cadáver en la puerta.

—¿Gale? —pregunto.

—Creo que es una solución extrema. Quizá si fallara todo lo demás. Vamos a seguir pensando.

En el silencio, oímos las mullidas pisadas de Tigris sobre nosotros. Debe de ser la hora de cerrar. Está echando llave, quizá cerrando las contraventanas. Unos minutos después se abre el panel de lo alto de las escaleras.

—Subid —nos dice una voz grave—. Tengo comida para vosotros.

Es la primera vez que habla desde que llegamos. No sé si es algo natural o si le ha costado años de práctica, pero su forma de hacerlo recuerda al ronroneo de un gato.

Mientras subimos las escaleras, Cressida pregunta:

—¿Te has puesto en contacto con Plutarch, Tigris?

—No tengo medios para hacerlo —responde ella, encogiéndose de hombros—. Se imaginará que estáis en un piso franco. No te preocupes.

¿Preocuparnos? Siento un alivio tremendo al saber que no me llegarán órdenes directas (que deba evitar) del 13 y que tampoco tendré que inventarme una defensa viable para la decisiones que he tomado en los dos últimos días.

En el mostrador de la tienda hay algunos trozos de pan rancio, una cuña de queso mohoso y media botella de mostaza. Eso me recuerda que no todos los ciudadanos del Capitolio tienen la tripa llena estos días. Me veo obligada a decirle a Tigris que nos queda algo de comida, pero ella desecha mis objeciones.

—Yo apenas como nada —explica—. Y lo poco que como es carne cruda.

Me parece que se ha metido demasiado en su personaje, aunque no lo cuestiono; me limito a rascarle el moho al queso y dividir la comida entre nosotros.

Mientras comemos, vemos las últimas noticias del Capitolio. El Gobierno ha descubierto por fin que nosotros cinco somos los únicos supervivientes rebeldes. Ofrecen unas recompensas enormes por información que conduzca a nuestra captura. Enfatizan lo peligrosos que somos y nos muestran disparando a los agentes de la paz, aunque no sacan a los mutos arrancándoles las cabezas. Preparan un trágico tributo a la mujer que sigue tumbada donde la dejé, con la flecha clavada en el corazón. Alguien le ha retocado el maquillaje para las cámaras.

Los rebeldes dejan que el Capitolio emita sin problemas.

—¿Han hecho alguna declaración hoy los rebeldes? —pregunto a Tigris, y ella sacude la cabeza—. Dudo que Coin sepa qué hacer conmigo ahora que ha descubierto que sigo viva.

Tigris deja escapar una risa profunda.

—Nadie sabe qué hacer contigo, nena —comenta.

Después me obliga a llevarme un par de mallas de piel, aunque no pueda pagárselas. Es uno de esos regalos que no te queda más remedio que aceptar y, en cualquier caso, en el sótano hace frío.

Abajo, después de la cena, seguimos devanándonos los sesos para dar con un plan. No sacamos nada en claro, aunque sí acordamos que no podemos seguir juntos y que deberíamos intentar infiltrarnos en la mansión antes de probar a usarme como cebo. Acepto este segundo punto para evitar más discusiones; si decido entregarme, no necesito ni el permiso ni la participación de nadie.

Cambiamos vendas, esposamos a Peeta a su soporte y nos ponemos a dormir. Unas horas después, me despierto y oigo una conversación en voz baja entre Peeta y Gale. Imposible no cotillear.

—Gracias por el agua —dice Peeta.

—Tranquilo —responde Gale—, me despierto unas diez veces cada noche.

—¿Para asegurarte de que Katniss sigue aquí?

—Algo así —reconoce Gale.

Guardan silencio un momento y después Peeta habla de nuevo:

—Ha tenido gracia lo que ha dicho Tigris, lo de que nadie sabe qué hacer con ella.

—Bueno, y menos nosotros —responde Gale.

Los dos se ríen. Qué raro es oírlos hablar así, casi como amigos, cosa que no son. Nunca lo han sido, aunque tampoco son exactamente enemigos.

—Te quiere, ¿sabes? —dice Peeta—. Prácticamente me lo dijo después de tus latigazos.

—No te lo creas —responde Gale—. Viendo cómo te besó en el Vasallaje… Bueno, a mí nunca me ha besado así.

—No era más que parte del teatro —le asegura Peeta, aunque noto que duda.

—No, te la ganaste. Lo diste todo por ella. Quizá sea la única forma de convencerla de que la amas. —Se calla un momento—. Tendría que haberme presentado voluntario por ti en los primeros Juegos. Para protegerla.

—No podías, nunca te lo habría perdonado. Tenías que cuidar de su familia, le importan más que la vida.

—Bueno, eso no será problema dentro de nada. Es poco probable que los tres lleguemos vivos al final de la guerra. Y si lo conseguimos, supongo que es problema de Katniss. A quién elegir, me refiero —dice Gale, y bosteza—. Deberíamos dormir un poco.

—Sí. —Oigo cómo se deslizan las esposas de Peeta por el soporte cuando se tumba—. Me pregunto cómo se decidirá.

—Bueno, yo ya lo sé —asegura Gale; apenas logro oírlo por culpa de la capa de pieles que tiene encima—: Katniss elegirá al que necesite para sobrevivir.