Me dedico en cuerpo y alma al entrenamiento. Como, vivo y respiro los ejercicios, simulacros, práctica de armas y clases sobre tácticas. Algunos de nosotros pasamos a una clase adicional, lo que me da esperanzas de que me elijan para la batalla real. Los soldados lo llaman la Manzana, pero el tatuaje de mi brazo se refiere a él como C. C. S., siglas de Combate Callejero Simulado. En las profundidades del 13 han construido una manzana artificial de la ciudad del Capitolio. El instructor nos divide en pelotones de ocho e intentamos llevar a cabo misiones (asegurar una posición, destruir un objetivo o registrar una casa) como si de verdad nos abriéramos paso por el Capitolio. Todo está lleno de trampas, de modo que todo lo que pueda salir mal, sale mal. Un paso en falso dispara una mina, un francotirador aparece en un tejado, se te encasquilla el arma, el llanto de un niño te conduce a una emboscada, el líder del pelotón (que no es más que una voz del programa) recibe fuego de mortero y tienes que decidir qué hacer sin órdenes… Parte de ti sabe que es falso y que no te van a matar. Si activas una mina terrestre oyes el estallido y tienes que fingir que caes muerto. Sin embargo, por otro lado, todo parece muy real: los soldados enemigos vestidos como agentes de la paz, la confusión de una bomba de humo… Incluso nos gasean. Johanna y yo somos las únicas que nos ponemos las máscaras a tiempo. El resto del pelotón pierde la conciencia durante diez minutos. Y el gas, supuestamente inofensivo, que respiré durante un segundo me provocó un dolor de cabeza criminal durante el resto del día.
Cressida y los suyos nos graban a Johanna y a mí en el campo de tiro. Sé que también filman a Gale y Finnick. Es parte de una nueva serie de propos que muestra cómo se preparan los rebeldes para la invasión del Capitolio. En general, las cosas van bastante bien.
Entonces, Peeta empieza a aparecer en los ejercicios de la mañana. No lleva esposas, aunque sigue estando siempre acompañado por un par de guardias. Después de comer lo veo al otro lado del campo, entrenando con un grupo de principiantes. No sé en qué estarán pensando. Si una pelea con Delly consigue que se ponga a hablar solo, no es buena idea enseñarle a montar un arma.
Cuando le pregunto a Plutarch, él me asegura que es para las cámaras. Tienen material de Annie casándose y de Johanna disparando, pero todo Panem se pregunta por Peeta. Necesitan saber que está luchando para los rebeldes, no para Snow, y quizá si consiguen un par de tomas de nosotros dos juntos, aunque sólo sea con aspecto de estar felices, claro, no hace falta que nos besemos…
Me largo y lo dejo con la palabra en la boca. Eso no va a pasar.
En mis escasos minutos libres, observo con ansiedad los preparativos para la invasión. Veo cómo organizan el equipo y las provisiones, y cómo eligen a los componentes de las divisiones. Se sabe cuándo alguien ha recibido sus órdenes porque lo pelan, la marca de los que van a la batalla. Se habla mucho de la ofensiva inicial, que consistirá en asegurar los túneles del tren que llegan hasta el Capitolio.
Unos días antes de que salgan las primeras tropas, York nos dice inesperadamente a Johanna y a mí que nos ha recomendado para hacer el examen y que debemos presentarnos de inmediato. Hay cuatro partes: una pista de obstáculos que evalúa la condición física, un examen escrito de tácticas, una prueba de habilidad con las armas y una situación de combate simulado en la Manzana. Ni siquiera tengo tiempo de ponerme nerviosa para las primeras tres partes, pero en la Manzana van con retraso por algún tipo de problema técnico que están resolviendo. Nos juntamos en un grupo e intercambiamos información. Por lo que sabemos, la cosa va así: entras solo; nunca se sabe qué te vas a encontrar; un chico dice, en voz baja, que ha oído que está diseñado para atacar a los puntos débiles de cada uno.
¿Mis puntos débiles? Es una puerta que no quiero ni abrir. Pero busco un lugar tranquilo e intento evaluar cuáles serán. La lista es tan larga que me deprime: falta de fuerza bruta, escaso entrenamiento, y ser el Sinsajo tampoco parece una ventaja en una situación en la que hay que mezclarse con el grupo. Podrían atacarme por muchos frentes.
A Johanna la llaman en tercer lugar, justo antes que a mí, y asiento con la cabeza para animarla. Ojalá hubiera estado yo la primera de la lista, porque esto hace que piense demasiado en la situación. Cuando me llaman, ya no sé ni qué estrategia seguir. Por suerte, una vez en la Manzana noto que entra en acción lo que he aprendido. Es una emboscada. Los agentes de la paz aparecen casi al instante y tengo que abrirme paso hasta el punto de encuentro para reunirme con el pelotón, que se ha desperdigado. Avanzo lentamente por la calle derribando agentes: dos en el tejado a mi izquierda, otro en el portal de delante. Es difícil, pero no tanto como esperaba. Tengo la desagradable sensación de que es demasiado sencillo, de que quizá no haya entendido el propósito. Estoy a un par de edificios del objetivo cuando las cosas se ponen feas: media docena de agentes de la paz salen de detrás de una esquina. Me superarán, pero me doy cuenta de una cosa: hay un bidón de gasolina tirado en la cuneta. Eso es, es mi prueba, tengo que darme cuenta de que volar el bidón en pedazos es la única forma de lograr la misión. Justo cuando voy a hacerlo, mi jefe de pelotón, que no había dicho nada hasta el momento, me ordena en voz baja que me tire al suelo. Mi instinto me grita que no haga caso de la voz, que apriete el gatillo, que mande a los agentes de la paz al infierno. De repente entiendo cuál creen los militares que es mi punto más débil; desde mi primer momento en los Juegos, cuando salí corriendo para coger la mochila naranja, hasta el enfrentamiento en el 8, pasando por mi impulsiva carrera por la plaza del 2: no sé aceptar órdenes.
Me tiro al suelo con tanta fuerza y velocidad que estaré una semana entera sacándome grava de la barbilla. Otra persona hace volar el depósito en pedazos. Los agentes mueren. Llego al punto de encuentro y, al salir de la Manzana por el otro lado, un soldado me felicita, me estampa en la mano el número de pelotón 451 y me pide que informe en la sala de Mando. Estoy tan satisfecha que la cabeza me da vueltas, así que corro por los pasillos, derrapo en las esquinas y bajo las escaleras a saltos porque el ascensor es demasiado lento. Me meto en la sala antes de darme cuenta de que es muy raro que me envíen a Mando; debería estar cortándome el pelo. El grupo sentado alrededor de la mesa no lo componen soldados novatos, sino los que deciden.
Boggs me sonríe y sacude la cabeza cuando me ve.
—Veamos —me dice, y yo, sin saber bien qué hacer, le enseño la mano con el sello—. Estás conmigo, es una unidad especial de tiradores. Únete a tu pelotón.
Señala con la cabeza al grupo que está de pie junto a la pared: Gale, Finnick, cinco más que no conozco. Mi pelotón. No sólo he entrado, sino que trabajaré a las órdenes de Boggs, con mis amigos. Me obligo a mantener la calma y doy unos pasos muy militares para acercarme a ellos, en vez de hacerlo dando botes de alegría.
Nosotros también debemos de ser importantes, ya que estamos en Mando y eso no tiene nada que ver con cierto Sinsajo. Plutarch se ha colocado frente a un panel ancho y plano que hay en el centro de la mesa. Está explicando algo sobre lo que nos vamos a encontrar en el Capitolio. Me parece que es una presentación horrible porque, aunque me ponga de puntillas, no veo el panel, pero entonces pulsa un botón y se proyecta en el aire una imagen holográfica de una manzana del Capitolio.
—Por ejemplo, ésta es la zona que rodea uno de los barracones de los agentes de la paz. Tiene su importancia, aunque no es el objetivo crucial. Sin embargo, mirad.
Plutarch introduce un código en un teclado y empezamos a ver luces. Es una combinación de colores que parpadean a distintas velocidades.
—Cada luz se llama vaina. Representa un obstáculo, cuya naturaleza puede ser cualquier cosa desde una bomba hasta un grupo de mutos. No os equivoquéis, sea lo que sea estará diseñado para atraparos o mataros. Algunas llevan montadas desde los Días Oscuros, mientras que otras se han desarrollado a lo largo de los años. Si os soy sincero, yo mismo creé algunas. Robé este programa cuando nos fugamos del Capitolio, así que es nuestra información más reciente y no saben que lo tenemos. Sin embargo, es probable que hayan activado más vainas en los últimos meses. Os enfrentaréis a esto.
No me doy cuenta de que estoy avanzando hacia la mesa hasta llegar a pocos centímetros del holograma. Meto la mano y rodeo con ella una luz verde que parpadea muy deprisa.
Alguien se me une. Es Finnick, claro, y está muy tenso. Sólo un vencedor vería lo que yo he visto de inmediato: la arena, llena de vainas controladas por Vigilantes de los Juegos. Los dedos de Finnick acarician un resplandor rojo fijo que ilumina una entrada.
—Damas y caballeros… —dice en voz baja, pero yo respondo a todo pulmón.
—¡Que empiecen los Septuagésimo Sextos Juegos del Hambre!
Me río rápidamente, antes de que nadie tenga tiempo de notar lo que se esconde detrás de las palabras que acabo de pronunciar; antes de que se arqueen cejas, se pongan objeciones, se sumen dos más dos y decidan mantenerme lo más lejos posible del Capitolio. Porque una vencedora enfadada, independiente y con una capa de cicatrices psicológicas tan gruesa que resulta imposible de penetrar quizá sea la persona menos indicada para este pelotón.
—Ni siquiera sé por qué te has molestado en hacernos pasar a Finnick y a mí por el entrenamiento, Plutarch —comento.
—Sí, ya somos los dos soldados mejor equipados de los que dispones —añade Finnick en tono engreído.
—No creáis que no soy consciente de ello —responde él, agitando la mano con impaciencia—. Venga, volved a la fila, soldados Odair y Everdeen. Tengo que terminar la presentación.
Retrocedemos hasta nuestros puestos sin prestar atención a las miradas de curiosidad que nos lanzan. Adopto una actitud de concentración extrema mientras Plutarch sigue hablando, y procuro asentir con la cabeza de vez en cuando y moverme para ver mejor, mientras no dejo de decirme que debo resistir aquí hasta que pueda salir al bosque y gritar. O maldecir. O llorar. O quizá las tres cosas a la vez.
Si todo esto era una prueba, tanto Finnick como yo la pasamos. Cuando Plutarch termina y se acaba la reunión, paso por un mal momento al saber que tienen una orden especial para mí, pero sólo quieren decirme que me salte el corte de pelo militar porque les gustaría que el Sinsajo se parezca lo más posible a la chica de la arena cuando llegue la rendición. Para las cámaras, ya sabes. Me encojo de hombros para indicar que la longitud de mi pelo me es completamente indiferente. Me permiten marchar sin hacer comentarios.
Finnick y yo nos buscamos en el pasillo.
—¿Qué le voy a decir a Annie? —me pregunta en voz baja.
—Nada. Eso es lo que mi madre y mi hermana oirán de mí.
Ya es bastante malo saber que vamos directos a otra arena; no tiene sentido darles la noticia a nuestros seres queridos.
—Si ve ese holograma… —empieza él.
—No lo verá, es información clasificada. Tiene que serlo. De todos modos, no serán como los Juegos de verdad. Sobrevivirá más gente. Estamos reaccionando mal porque…, bueno, ya sabes por qué. Todavía quieres ir, ¿no?
—Claro, quiero destruir a Snow tanto como tú.
—No será como las otras —afirmo con rotundidad, intentando convencerme a mí también; entonces me doy cuenta de lo mejor de la situación—. Esta vez Snow también jugará.
Antes de que podamos continuar, aparece Haymitch. No estaba en la reunión y no está pensando en arenas, precisamente.
—Johanna ha vuelto al hospital —nos dice.
Suponía que Johanna estaba bien, que había pasado el examen aunque no la hubieran asignado a la unidad de tiradores de élite. Es la mejor lanzando hachas, pero normalita con las armas de fuego.
—¿Está herida? ¿Qué ha pasado? —pregunto.
—Fue en la Manzana. Intentan sacar a relucir las posibles debilidades de los soldados, así que inundaron la calle.
Eso no me ayuda. Johanna sabe nadar, o al menos creo recordar haberla visto nadar en el Vasallaje de los Veinticinco. No como Finnick, claro, pero ninguno de nosotros es como Finnick.
—¿Y?
—Así es como la torturaron en el Capitolio. La empapaban y después le daban descargas eléctricas —responde Haymitch—. En la Manzana tuvo algún tipo de flashback. Le entró el pánico y no sabía dónde estaba. Han vuelto a sedarla.
Finnick y yo nos quedamos quietos, como si hubiésemos perdido la capacidad de responder. Pienso en que Johanna nunca se ducha; en que se tuvo que obligar a ponerse bajo la lluvia, como si fuera ácido. Yo creía que se debía al mono de la morflina.
—Deberíais ir a verla, sois lo más parecido a amigos que tiene —dice Haymitch.
Eso hace que todo sea peor. No sé qué habrá entre Johanna y Finnick, pero yo apenas la conozco. No tiene familia, no tiene amigos, ni siquiera tiene un recuerdo del 7 que poder guardar junto a su ropa reglamentaria en su anónimo cajón. Nada.
—Será mejor que vaya a contárselo a Plutarch; no le va a gustar —sigue diciendo Haymitch—. Quiere que en el Capitolio estén todos los vencedores posibles para que las cámaras los sigan. Cree que quedará bien en televisión.
—¿Vais Beetee y tú? —le pregunto.
—Todos los vencedores jóvenes y atractivos posibles —se corrige Haymitch—. Así que no, no vamos. Nos quedamos aquí.
Finnick se va directamente a ver a Johanna, pero yo me espero a que salga Boggs. Ahora es mi comandante, así que supongo que los favores especiales tendré que pedírselos a él. Cuando le digo lo que quiero hacer, me escribe un pase para que me dejen salir al bosque durante la hora de reflexión, siempre que esté a la vista de los guardias. Corro a mi compartimento pensando en usar el paracaídas, pero está tan lleno de malos recuerdos que decido cruzar el pasillo y llevarme una de las vendas de algodón blanco que me traje del 12. Cuadrada, resistente; es perfecta.
En el bosque encuentro un pino y arranco de las ramas unos cuantos puñados de aromáticas agujas. Después de hacer una ordenada pila en medio de la venda, recojo los extremos, los enrollo y los ato con fuerza con un trozo de enredadera para hacer un hatillo del tamaño de una manzana.
Observo un rato a Johanna desde la puerta de la habitación del hospital y me doy cuenta de que la mayor parte de su ferocidad se debe a su actitud mordaz. Sin ella, como ahora, no es más que una joven que lucha por mantener los ojos abiertos a pesar de las drogas porque le aterra lo que pueda encontrar en sus sueños. Me acerco a ella y le ofrezco el hatillo.
—¿Qué es eso? —me pregunta, ronca; las puntas húmedas de su pelo le forman pequeños pinchos sobre la frente.
—Lo he hecho para ti, para que lo pongas en tu cajón —respondo, poniéndoselo en la mano—. Huélelo.
Ella se lleva el bultito a la nariz y lo olisquea con precaución.
—Huele a casa —dice, y los ojos se le llenan de lágrimas.
—Eso esperaba, por eso de que eres del 7 y tal. ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Eras un árbol. Bueno, lo fuiste brevemente.
De repente me agarra la muñeca con dedos de acero.
—Tienes que matarlo, Katniss.
—No te preocupes —respondo, resistiendo a la tentación de tirar del brazo para soltarlo.
—Júramelo. Por algo que te importe —me dice entre dientes.
—Lo juro por mi vida —respondo, pero no me suelta el brazo.
—Por la vida de tu familia —insiste.
—Por la vida de mi familia —repito; supongo que jurarlo por mi vida no resulta muy convincente. Me suelta y me restriego la muñeca—. ¿Y por qué si no crees que voy, descerebrada?
Eso la hace sonreír un poquito.
—Es que necesitaba oírlo —responde.
Se lleva el saquito de agujas de pino a la nariz y cierra los ojos.
Los días restantes se pasan en un suspiro. Después de un breve ejercicio por la mañana, mi pelotón se pasa el día en el campo de tiro. Sobre todo practico con un arma de fuego, pero reservan una hora al día para nuestras especialidades, así que uso mi arco de Sinsajo y Gale su arco militar. El tridente que Beetee ha diseñado para Finnick tiene muchas características especiales, pero la más notable es que puede lanzarlo, pulsar el botón de una muñequera metálica y hacer que vuelva a su mano sin tener que ir a por él.
A veces disparamos a muñecos de agentes de la paz para familiarizarnos con sus protecciones. Con los puntos débiles de su armadura, por así decirlo. Si das en carne, la recompensa es un chorro de sangre falsa. Nuestros muñecos están bañados en rojo.
Resulta reconfortante ver el elevado grado de precisión de nuestro grupo. Aparte de Finnick y Gale, en el pelotón hay cinco soldados del 13. Está Jackson, una mujer de mediana edad y segunda al mando que, aunque algo lenta, es capaz de alcanzar objetivos que nosotros ni vemos sin una mira telescópica (ella dice que es la hipermetropía). Hay un par de hermanas de veintitantos años llamadas Leeg (las llamamos Leeg 1 y Leeg 2 para aclararnos) que se parecen tanto con el uniforme puesto que no puedo distinguirlas hasta que me doy cuenta de que Leeg 1 tiene unas extrañas manchas amarillas en los ojos. Después tenemos dos hombres más mayores, Mitchell y Homes, que no dicen mucho, pero son capaces de limpiarte el polvo de las botas a casi cincuenta metros de distancia. Veo que hay otros pelotones bastante buenos, aunque no comprendo del todo nuestra posición hasta la mañana en que Plutarch se une a nosotros.
—Pelotón cuatro, cinco, uno, se os ha seleccionado para una misión especial —empieza; me muerdo el labio por dentro con la esperanza de que sea asesinar a Snow—. Tenemos bastantes buenos tiradores, pero nos faltan equipos de televisión. Por tanto, os hemos escogido para ser lo que llamamos nuestro «pelotón estrella». Seréis los rostros televisivos de la invasión.
Se nota que el grupo pasa primero por la decepción, después por la sorpresa y, al final, llega al enfado.
—Lo que estás diciendo es que no combatiremos de verdad —dice Gale.
—Combatiréis, aunque quizá no siempre en primera línea, si es que hay una primera línea en este tipo de enfrentamientos.
—Ninguno de nosotros quiere eso —comenta Finnick, y todos murmuran para darle la razón, aunque yo guardo silencio—. Vamos a luchar.
—Vais a ser lo más útiles posible para la guerra —responde Plutarch—. Y se ha decidido que sois más valiosos en televisión. Mira el efecto que tuvo Katniss yendo por ahí con su traje de Sinsajo. Le dio la vuelta a la rebelión. ¿Os dais cuenta de que es la única que no protesta? Es porque entiende el poder de la pantalla.
En realidad, Katniss no se queja porque no tiene intención de quedarse con el «pelotón estrella», aunque reconoce la necesidad de llegar al Capitolio antes de llevar a cabo su plan. Sin embargo, puede que ser demasiado obediente levante sospechas.
—Pero no será todo de mentira, ¿no? —pregunto—. Qué desperdicio de talento.
—No te preocupes —me dice Plutarch—. Tendréis objetivos de sobra. Pero procura que no te vuelen en pedazos, ya tengo bastantes problemas como para ponerme a buscar una sustituta. Ahora id al Capitolio y montad un buen espectáculo.
La mañana que partimos me despido de mi familia. No les he dicho lo similares que son las defensas del Capitolio a las armas de la arena, pero que me vaya a la guerra ya es malo de por sí. Mi madre me abraza con fuerza durante un buen rato. Noto que tiene lágrimas en los ojos, lágrimas que consiguió no derramar cuando me eligieron para los Juegos.
—No te preocupes, estaré a salvo. Ni siquiera soy un soldado de verdad, sino una de las marionetas televisadas de Plutarch.
Prim me acompaña hasta las puertas del hospital y me pregunta:
—¿Cómo te sientes?
—Mejor sabiendo que estás donde Snow no puede alcanzarte.
—La próxima vez que nos veamos nos habremos librado de él —me dice con seguridad; después me rodea el cuello con los brazos—. Ten cuidado.
Medito la idea de despedirme de Peeta, pero decido que sería malo para los dos. Sin embargo, sí me meto la perla en el bolsillo del uniforme; es un símbolo del chico del pan.
Un aerodeslizador nos lleva, precisamente, al Distrito 12, donde han montado una zona de transporte improvisada fuera de la zona de fuego. Esta vez no hay trenes de lujo, sino un vagón de mercancías lleno a rebosar de soldados vestidos con sus uniformes gris oscuro, dormidos con la cabeza encima del petate. Al cabo de un par de días de viaje desembarcamos dentro de uno de los túneles de montaña que llevan al Capitolio y hacemos a pie las seis horas que nos quedan para llegar, procurando pisar sólo sobre la línea pintada de verde brillante que marca el camino seguro al exterior.
Salimos en el campamento rebelde, un área de diez manzanas junto a la estación de tren por la que Peeta y yo llegamos en ocasiones anteriores. Está repleto de soldados. Al pelotón 451 se le asigna un lugar en el que montar las tiendas. Esta zona se aseguró hace más de una semana; los rebeldes echaron a los agentes y perdieron cientos de vidas en el proceso. Las fuerzas del Capitolio retrocedieron y se han reagrupado en el interior de la ciudad. Entre nosotros están las calles llenas de trampas, vacías y tentadoras. Habrá que limpiar de vainas cada una de ellas antes de avanzar.
Mitchell pregunta por los bombardeos de aerodeslizadores (nos sentimos muy expuestos en campo abierto), pero Boggs responde que no es problema, que la mayor parte de la flota aérea del Capitolio se destruyó en el 2 o durante la invasión. Si les quedan aviones, los están reservando, seguramente para que Snow y su círculo interno puedan huir en el último momento a algún búnker presidencial escondido. Nuestros aerodeslizadores se quedaron en tierra después de que los misiles antiaéreos del Capitolio diezmaran a los primeros. Esta guerra se luchará en las calles y, si hay suerte, las infraestructuras sufrirán pocos daños y perderemos pocas vidas. Los rebeldes quieren el Capitolio, igual que el Capitolio quería el 13.
Tres días más tarde, casi todo el pelotón 451 corre peligro de desertar por aburrimiento. Cressida y su equipo nos graban disparando y nos dicen que formamos parte del equipo de desinformación. Si los rebeldes sólo dispararan a las vainas de Plutarch, el Capitolio tardaría unos dos minutos en darse cuenta de que tenemos el holograma. Así que pasamos mucho tiempo destrozando cosas que no importan para despistarlos. Básicamente nos dedicamos a aumentar el tamaño de los montones de cristales de colores rotos de las fachadas de los edificios. Sospecho que intercalan nuestras imágenes con las de la destrucción de objetivos significativos del Capitolio. De vez en cuando necesitan los servicios de tiradores de verdad y los ocho levantamos la mano, pero nunca nos escogen ni a Gale, ni a Finnick, ni a mí.
—Es culpa tuya por ser tan fotogénico —le digo a Gale. Si las miradas matasen…
Creo que no saben qué hacer con nosotros tres, sobre todo conmigo. He traído mi traje de Sinsajo, aunque sólo me han grabado con el uniforme. A veces uso un arma de fuego, otras me piden que dispare con arco y flechas. Es como si no quisieran perder del todo al Sinsajo, pero desearan convertirme en un simple soldado de a pie. Como no me importa, me resulta divertido más que molesto imaginar las discusiones que tendrán en el 13.
Mientras de cara al exterior expreso mi descontento por nuestra falta de participación real, lo cierto es que estoy ocupada con mi propia misión. Cada uno de nosotros tiene un mapa del Capitolio. La ciudad forma un cuadrado casi perfecto, y unas líneas dividen el mapa en cuadrados más pequeños con letras arriba y números abajo, formando una cuadrícula. Lo absorbo todo, y tomo nota de cada cruce y callejón, aunque más bien con fines terapéuticos, porque los comandantes están trabajando con el holograma de Plutarch. Cada comandante tiene un dispositivo portátil llamado holo que produce imágenes como la que vi en Mando. Pueden aumentar el tamaño de una zona de la cuadrícula y ver las vainas que les esperan. El holo es una unidad independiente, un mapa sobrevalorado, en realidad, ya que no puede ni enviar ni recibir señales. Sin embargo, es mucho mejor que mi versión en papel.
El holo se activa con la voz del comandante cuando éste dice en voz alta su nombre. Una vez en funcionamiento, sólo respondería a las voces del resto del pelotón si, por ejemplo, Boggs muriera o resultara gravemente herido y alguien tomara el relevo. Si un miembro del pelotón repitiera la palabra jaula tres veces seguidas, el holo estallaría y volaría todo en pedazos dentro de un radio de unos cinco metros. Es por motivos de seguridad en caso de captura; se entiende que cualquiera de nosotros lo haría sin vacilar.
Así que tengo que robar el holo activado de Boggs y largarme antes de que se dé cuenta. Creo que sería más fácil robarle los dientes.
La cuarta mañana, la soldado Leeg 2 activa una vaina mal etiquetada: en vez de soltar un enjambre de mosquitos mutantes, que es lo que esperan los rebeldes, dispara una lluvia de dardos metálicos. Uno se le clava en el cerebro; muere antes de que los médicos lleguen hasta ella. Plutarch promete enviarnos un sustituto lo antes posible.
La noche del día siguiente aparece el nuevo miembro de nuestro pelotón. Sin esposas, sin guardias, sale paseando de la estación con un arma en la pistolera del hombro. Hay sorpresa, perplejidad y resistencia, pero el dorso de la mano de Peeta lleva pintado un 451 en tinta fresca. Boggs le quita el arma y se va para hacer una llamada.
—Da igual —nos dice Peeta a los demás—, la presidenta en persona me ha asignado. Ha decidido que las propos necesitan animarse un poco.
Quizá lo hagan, pero si Coin ha enviado a Peeta es que también ha decidido otra cosa: que le soy más útil muerta que viva.