«Siempre».
En la penumbra de la morflina, Peeta me susurra la palabra y yo voy en su busca. Es un mundo envuelto en bruma, de color violeta, sin bordes afilados y con muchos escondites. Me abro paso entre los bancos de nubes, sigo unos tenues senderos, y me llega un olor a canela y eneldo. Una vez noto su mano en la mejilla e intento atraparla, pero se disuelve como niebla entre mis dedos.
Cuando por fin empiezo a volver a la estéril habitación del hospital del 13, lo recuerdo. Estaba bajo los efectos del jarabe para dormir, me había herido la mano después de subir a una rama para pasar por encima de la valla electrificada y dejarme caer al 12. Peeta me había acostado y, mientras me dormía, le pedí que se quedara conmigo. Me susurró algo que no conseguí entender, pero parte de mi cerebro atrapó aquella única palabra de respuesta y la dejó nadar a través de mis sueños para poder burlarse de mí ahora: «Siempre».
La morflina suaviza todas las emociones extremas, así que, en vez de una punzada de tristeza, sólo siento vacío, un arbusto muerto hueco donde antes había flores. Por desgracia, no me queda suficiente droga dentro como para no hacer caso del dolor en la parte izquierda de mi cuerpo. Ahí es donde me dio la bala. Me toqueteo los gruesos vendajes que me sujetan las costillas y me pregunto por qué sigo aquí.
No fue él, el hombre arrodillado frente a mí en la plaza, el quemado del Hueso, él no apretó el gatillo. Fue otra persona, entre la multitud. Más que sentir cómo entraba la bala, noté como si me golpearan con un mazo. Después del momento del impacto todo fue confusión y disparos. Intento sentarme, pero lo único que consigo es gemir.
La cortina blanca que separa mi cama de la de al lado se aparta de golpe y Johanna Mason me mira. Al principio me siento amenazada porque me atacó en la arena. Tengo que recordarme que lo hizo para salvarme la vida, que formaba parte del plan de los rebeldes, pero, aun así, eso no quiere decir que no me desprecie. ¿Quizá su manera de tratarme era puro teatro para el Capitolio?
—Estoy viva —digo con voz ronca.
—No me digas, descerebrada.
Johanna se acerca y se deja caer en mi cama, lo que hace que unas puñaladas de dolor me recorran el pecho. Sonríe al verlo, así que queda claro que no estamos en una cálida escena de reencuentro.
—¿Todavía magullada? —me pregunta.
Con mano experta me saca la aguja de la morflina del brazo y se la mete en la vía que le han puesto en el suyo.
—Empezaron a cortarme el suministro hace unos días —me explica—. Temen que me convierta en uno de esos raritos del 6. Te tuve que pillar la tuya prestada en secreto. Supuse que no te importaría.
¿Importarme? ¿Cómo me iba a importar, teniendo en cuenta que Snow la torturó casi hasta matarla después del Vasallaje de los Veinticinco? No tengo derecho a que me importe, y ella lo sabe.
Johanna suspira cuando la morflina le entra en el flujo sanguíneo.
—Quizá los del 6 sabían lo que se hacían: drogarse y pintarse flores en el cuerpo no está tan mal. En cualquier caso, parecían más felices que el resto de nosotros.
Ha ganado algo de peso desde que me fui del 13 y tiene algo de pelusilla en la cabeza afeitada, lo que ayuda a ocultar parte de las cicatrices, pero, si se está metiendo mi morflina, es que sigue mal.
—Tienen un médico de la cabeza que viene todos los días. Se supone que me ayuda a recuperarme. Como si un tipo que se ha pasado la vida en esta madriguera de conejos pudiera arreglarme. Es idiota perdido. Me recuerda que estoy completamente a salvo unas veinte veces por sesión —me sigue contando, y consigo sonreír; decir eso es una estupidez, sobre todo si se lo dices a un vencedor. Como si alguien pudiera estar a salvo en alguna parte—. ¿Y tú, Sinsajo? ¿Te sientes completamente a salvo?
—Oh, sí, hasta el mismo momento en que me dispararon.
—Por favor, esa bala ni siquiera te tocó. Cinna se aseguró de eso.
Pienso en las capas de blindaje protector del traje de Sinsajo. Sin embargo, el dolor tendrá que salir de alguna parte.
—¿Costillas rotas?
—Ni siquiera eso. Estás bastante magullada. El impacto te rompió el bazo, no han podido repararlo —explica, aunque agita la mano para quitarle importancia—. No te preocupes, no lo necesitas. Y si lo necesitaras, te buscarían uno, ¿no? Su trabajo es mantenerte viva.
—¿Por eso me odias?
—En parte —reconoce ella—. Tienen que ver los celos, sin duda. También creo que eres un poco difícil de soportar con tus cursis dramas románticos y tu pose de defensora de los desamparados. Pero, claro, no es una pose, lo que te hace todavía más inaguantable. Por favor, tómatelo como algo personal.
—Tú tendrías que haber sido el Sinsajo. Nadie habría tenido que escribirte el guión.
—Cierto, pero no le gusto a nadie —contesta.
—Aunque sí confiaban en ti para sacarme —le recuerdo—. Y ahora te temen.
—Aquí, puede. En el Capitolio eres tú la que das miedo.
Gale aparece en la puerta, y Johanna se quita la aguja con mucho cuidado y me la vuelve a poner.
—Tu primo me tiene miedo —me dice, en tono confidencial.
Después salta de mi cama, se acerca a la puerta y le da a Gale en la pierna con la cadera al pasar por su lado.
—¿Verdad, guapetón? —le pregunta.
Oímos sus risas mientras se aleja por el pasillo.
Arqueo las cejas y Gale me da la mano.
—Aterrado —responde.
Me río, pero acabo poniendo una mueca de dolor.
—Tómatelo con calma —me pide, acariciándome la cara mientras desaparece el dolor—. Tienes que dejar de meterte en problemas.
—Lo sé, pero alguien voló en pedazos una montaña —respondo.
En vez de retirarse, se acerca más para estudiar mi rostro.
—Crees que soy despiadado —afirma.
—Sé que no lo eres, aunque tampoco te diré que ha estado bien.
Ahora sí que se aparta, casi con impaciencia.
—Katniss, de verdad, ¿qué diferencia hay entre aplastar a tu enemigo dentro de una mina o derribar sus aviones con una de las flechas de Beetee? El resultado es el mismo.
—No lo sé. En primer lugar, en el 8 nos estaban atacando. Estaban atacando el hospital.
—Sí, y esos aerodeslizadores procedían del Distrito 2. Así que, al matarlos, evitamos más ataques.
—Pero esa forma de pensar… podría convertirse en una excusa para matar a cualquiera en cualquier momento —insisto—. Justificaría la idea de enviar niños a los Juegos del Hambre para mantener a raya los distritos.
—No me lo trago.
—Yo sí —contesto—. Será por esos viajecitos a la arena.
—Vale, sabemos cómo no estar de acuerdo. Siempre lo hemos sabido. Quizá sea bueno. Entre tú y yo, por fin nos hemos apoderado del Distrito 2.
—¿De verdad? —Noto una sensación de triunfo durante un instante; después pienso en las personas de la plaza—. ¿Siguió el enfrentamiento cuando me dispararon?
—No mucho. Los trabajadores del Hueso se volvieron contra los soldados del Capitolio. Los rebeldes se limitaron a mirar. En realidad, todo el país se limitó a mirar.
—Bueno, es lo que mejor se le da —respondo.
Cabría esperar que perder un órgano importante te diera derecho a quedarte unas semanas en la cama, pero, por algún motivo, mis médicos quieren que me ponga en movimiento lo antes posible. A pesar de la morflina, el dolor interno es fuerte los primeros días, aunque después se reduce considerablemente. Por otro lado, las costillas magulladas prometen fastidiarme durante bastante tiempo. Empieza a molestarme que Johanna me robe parte del suministro de morflina, pero sigo dejando que se meta lo que quiera.
Los rumores sobre mi muerte circulan por todo el país, así que envían al equipo para que me filme en la cama del hospital. Enseño los puntos y los impresionantes moratones, y felicito a los distritos por el éxito en su batalla por la unidad. Después advierto al Capitolio de que nos verá pronto.
Como parte de mi rehabilitación, doy cortos paseos por la superficie todos los días. Una tarde, Plutarch se une a mí y me informa sobre la situación actual. Ahora que el Distrito 2 se ha aliado con nosotros, los rebeldes se han tomado un respiro para reagruparse. Están reforzando las líneas de suministros, curando a los heridos y reorganizando sus tropas. El Capitolio, como el 13 durante los Días Oscuros, se ha quedado sin ayuda externa y usa la amenaza del ataque nuclear contra sus enemigos. A diferencia del 13, el Capitolio no está en posición de reinventarse y hacerse autosuficiente.
—Bueno, puede que la ciudad consiga sobrevivir un tiempo —dice Plutarch—. Seguro que hay reservas de suministros de emergencia. Pero la principal diferencia entre el 13 y el Capitolio son las expectativas de la población. El 13 estaba acostumbrado a las privaciones, mientras que en el Capitolio sólo conocen el panem et circenses.
—¿Qué es eso? —pregunto; obviamente reconozco el panem, pero el resto no lo entiendo.
—Es un dicho de hace miles de años, escrito en un idioma llamado latín sobre un lugar llamado Roma —me explica—. Panem et circenses quiere decir «pan y circo». El que lo escribió se refería a que, a cambio de tener la barriga llena y entretenimiento, su gente había renunciado a sus responsabilidades políticas y, por tanto, a su poder.
Pienso en el Capitolio, en el exceso de comida y en el entretenimiento definitivo: los Juegos del Hambre.
—Entonces, para eso sirven los distritos, para proporcionar el pan y el circo.
—Sí, y mientras así era, el Capitolio controlaba su pequeño imperio. Ahora mismo no puede ofrecer ninguna de las dos cosas, al menos en las cantidades a las que acostumbraba su gente —dice Plutarch—. Nosotros tenemos la comida y yo estoy a punto de orquestar una propo de entretenimiento que va a ser muy popular. Al fin y al cabo, a todo el mundo le gustan las bodas.
Me quedo helada, paralizada ante la idea de lo que sugiere: organizar de algún modo una perversa boda entre Peeta y yo. No he sido capaz de enfrentarme al vidrio polarizado desde que volví y, a petición propia, sólo permito que sea Haymitch el que me informe sobre el estado de Peeta. Habla poco del tema. Están probando nuevas técnicas y, en realidad, nunca habrá una forma de curarlo. ¿Y ahora quieren que me case con él para una propo?
Plutarch se apresura a tranquilizarme.
—Oh, no, Katniss, no se trata de tu boda. Es la de Finnick y Annie. Sólo necesitas aparecer y fingir alegrarte por ellos.
—Es una de las pocas cosas que no tendré que fingir, Plutarch —le aseguro.
Los días posteriores se convierten en un frenesí de actividad para organizar el acontecimiento. Pronto quedan patentes las diferencias entre lo que el Capitolio y el 13 entienden por una boda. Cuando Coin habla de «boda», se refiere a que dos personas firman un trozo de papel y se les asigna un compartimento. Cuando lo dice Plutarch, quiere decir cientos de personas vestidas con ropa elegante durante tres días de celebración. Resulta divertido verlos regatear sobre los detalles. Plutarch tiene que luchar por cada invitado y cada nota musical. Después de que Coin vete una cena, entretenimiento y alcohol, Plutarch chilla:
—¡¿Qué sentido tiene la propo si nadie se divierte?!
Es difícil lograr que un Vigilante se ajuste a un presupuesto. Sin embargo, a pesar de tratarse de una celebración sencilla, el 13 está alborotado, ya que, al parecer, ni siquiera saben lo que son unas vacaciones. Cuando se anuncia que se necesitan niños para cantar la canción de boda del Distrito 4, se presentan casi todos. No escasean los voluntarios para ayudar a preparar la decoración. En el comedor, la gente charla animadamente sobre el acontecimiento.
Quizá sea algo más que las festividades, quizá sea que estamos todos tan necesitados de algo bueno que deseamos formar parte de ello. Eso explicaría por qué cuando Plutarch tiene un ataque de nervios por la ropa de la novia, me presento voluntaria para llevar a Annie a mi casa del 12, donde Cinna dejó varios trajes de noche en un gran armario de la planta inferior. Todos los vestidos de novia que diseñó para mí regresaron al Capitolio, pero quedan algunos vestidos que llevé en la Gira de la Victoria. No me gusta mucho estar con Annie, puesto que lo único que sé de ella es que Finnick la ama y que todos creen que está loca. En el viaje en aerodeslizador llego a la conclusión de que, más que loca, es inestable. Se ríe en momentos extraños de la conversación o la deja a medias, distraída. Esos ojos verdes suyos se fijan en un punto con tal intensidad que acabas intentando averiguar qué verá en el aire vacío. A veces, sin motivo aparente, se tapa las orejas con las manos, como si deseara bloquear un sonido doloroso. Vale, es rara, pero si Finnick la quiere, a mí me basta.
Consigo un permiso para que mi equipo de preparación nos acompañe, así que no tengo que tomar ninguna decisión de moda. Al abrir el armario, todos guardamos silencio porque la presencia de Cinna está muy viva en la caída de las telas. Entonces Octavia se deja caer de rodillas, se acaricia la mejilla con el dobladillo de una falda y rompe a llorar.
—Hace tanto tiempo que no veo nada bonito… —dice entre sollozos.
A pesar de las reservas de Coin sobre la extravagancia de la ceremonia y de las de Plutarch sobre su poco colorido, la boda es un éxito rotundo. Los trescientos afortunados invitados elegidos entre los habitantes del 13 y los muchos refugiados llevan ropas de diario, la decoración está hecha con hojas de otoño, y la música la ofrece un coro de niños acompañado por el único violinista que salió con vida del 12 con su instrumento. Así que es sencilla y austera para lo normal en el Capitolio. Da igual, porque nada puede competir con la belleza de la pareja. No es por los trajes prestados (Annie lleva un vestido de seda verde que llevé en el 5, y Finnick uno de los trajes de Peeta, que le han adaptado), aunque la ropa es impresionante. Pero ¿quién podría pasar por alto los rostros radiantes de dos personas para las que este día antes era prácticamente imposible? Dalton, el chico del ganado del 10, es quien dirige la ceremonia, ya que es similar a la que usaban en su distrito. Sin embargo, hay toques únicos del Distrito 4: una red tejida con largas hierbas que cubre a la pareja durante los votos; que ambos mojen ligeramente con agua salada los labios del otro; y la antigua canción nupcial, en la que se compara el matrimonio con un viaje por el mar.
No, no tengo que fingir que me alegro por ellos.
Después del beso que sella la unión, los vítores y un brindis con sidra de manzana, el violinista toca una melodía que hace que todos los del 12 lo miren. Puede que fuéramos el distrito más pequeño y pobre de Panem, pero sabemos bailar. No había nada preparado oficialmente para este momento, pero Plutarch, que dirige la propo desde la sala de control, debe de tener los dedos cruzados. Efectivamente, Sae la Grasienta agarra a Gale de la mano, lo lleva al centro de la sala y se pone frente a él. La gente se les une formando dos largas filas. Y empieza el baile.
Estoy apartada, dando palmadas al ritmo, cuando una mano huesuda me da un pellizco sobre el codo. Johanna me mira con el ceño fruncido y dice:
—¿Vas a perder la oportunidad de que Snow te vea bailar?
Tiene razón, ¿qué mejor forma de dejar clara la victoria que un Sinsajo feliz dando vueltas al son de la música? Busco a Prim entre la multitud. Como las noches de invierno nos daban mucho tiempo para practicar, somos una pareja de baile bastante buena. Le digo que no se preocupe por mis costillas y nos colocamos en la fila. Duele, aunque la satisfacción de saber que Snow me verá bailar con mi hermana pequeña hace añicos cualquier otra sensación.
Bailar nos transforma. Enseñamos los pasos a los invitados del Distrito 13, nos damos la mano para formar un gigantesco círculo que da vueltas en el que todos demuestran su juego de pies. Hace mucho tiempo que no pasa nada tonto, alegre ni divertido, así que podríamos seguir toda la noche, de no ser por el último acontecimiento que Plutarch ha planeado para la propo. Uno del que no sabía nada porque era una sorpresa.
Cuatro personas empujan un carrito con una enorme tarta nupcial encima. La mayoría de los invitados retrocede para dejar pasar esta rareza, esta deslumbrante creación con olas de glaseado azul verdoso y puntas blancas, llenas de peces, barcas, focas y flores marinas. Me abro paso entre la multitud para confirmar lo que he sabido a primera vista: tan seguro como que los bordados del vestido de Annie son de Cinna, las flores glaseadas de la tarta son de Peeta.
Puede que parezca algo pequeño, pero dice mucho. Haymitch me ha estado ocultando muchas cosas. El chico que vi por última vez gritando como un loco, intentando liberarse de sus correas, no habría sido capaz de hacer esto. No habría podido concentrarse, mantener las manos quietas, diseñar algo tan perfecto para Finnick y Annie. Como si esperara mi reacción, Haymitch aparece a mi lado.
—Vamos a hablar un momento —me dice.
En el pasillo, lejos de las cámaras, le pregunto:
—¿Qué le está pasando?
—No lo sé, ninguno de nosotros lo sabe. A veces es casi racional y entonces, sin razón alguna, tiene una crisis. Hacer la tarta era una especie de terapia. Lleva varios días trabajando en ella. Mientras lo observaba… era casi como si fuera el de antes.
—Entonces, ¿ya puede salir solo? —le pregunto; la idea me pone nerviosa de cinco maneras diferentes.
—Oh, no, ha glaseado bajo estrecha vigilancia. Sigue encerrado con llave, pero he hablado con él.
—¿En persona? ¿Y no se le fue la olla?
—No, está enfadado conmigo, pero por las razones correctas: no contarle lo del plan rebelde y demás. —Hace una pausa, como si decidiera algo—. Dice que le gustaría verte.
Estoy en una barca glaseada, lanzada de un lado a otro por las olas azul verdoso mientras la cubierta se mueve bajo mis pies. Me apoyo en la pared para recuperar el equilibrio. Esto no formaba parte del plan, ya había descartado a Peeta. Después pensaba ir al Capitolio, matar a Snow y hacer que me mataran a mí. El disparo no había sido más que un contratiempo temporal, se suponía que no oiría las palabras: «Dice que le gustaría verte». Sin embargo, ahora que las he oído, no puedo negarme.
A medianoche estoy de pie frente a la puerta de su celda. Perdón, de su habitación del hospital. Hemos tenido que esperar a que Plutarch monte la grabación de la boda que, a pesar de no ser lo que él entiende por deslumbrante, le gusta.
—Lo mejor de que el Capitolio no hiciera apenas caso del 12 durante todos estos años es que vuestra gente todavía resulta algo espontánea. Al público le encantará. Como cuando Peeta anunció que estaba enamorado de ti o cuando hiciste el truco de las bayas. Es televisión de la buena.
Ojalá pudiera reunirme con Peeta en privado, pero la audiencia de médicos se ha reunido detrás del espejo espía con los cuadernos y los bolígrafos preparados. Cuando Haymitch me dice por el auricular que entre, abro la puerta poco a poco.
Sus ojos azules se clavan en mí de inmediato. Tiene tres correas en cada brazo y un tubo que le administra una droga para dormirlo, por si acaso pierde el control. Sin embargo, no intenta liberarse, sólo me observa con la cautela de alguien que todavía no ha descartado que se encuentre delante de un muto. Me acerco hasta quedarme a un metro de la cama. No tengo nada que hacer con las manos, así que cruzo los brazos en ademán protector antes de hablar.
—Hola.
—Hola —responde; es como su voz, es casi su voz, salvo por algo nuevo, la sombra de la sospecha y el reproche.
—Haymitch me ha dicho que querías verme.
—Mirarte, para empezar.
Es como si esperase que me transformara en un lobo híbrido babeante delante de sus ojos. Me observa durante tanto tiempo que acabo lanzando miradas furtivas al espejo con la esperanza de que Haymitch me dé alguna instrucción, pero el auricular guarda silencio.
—No eres muy grande, ¿no? Ni tampoco demasiado guapa.
Sé que ha pasado por un infierno, sin embargo el comentario me sienta mal.
—Bueno, tú tampoco estás en tu mejor momento.
Haymitch me advierte que no me pase, aunque la risa de Peeta ahoga sus palabras.
—Y, encima, no eres simpática ni de lejos. Mira que decirme eso, después de todo lo que me ha pasado…
—Sí, todos hemos pasado por muchas cosas. Además, el simpático eres tú, no yo.
Lo estoy haciendo todo mal, no sé por qué estoy tan a la defensiva. ¡Lo han torturado! ¡Lo han secuestrado! ¿Qué me pasa? De repente temo ponerme a gritarle algo, ni siquiera sé bien el qué, así que decido salir de aquí.
—Mira, no me encuentro muy bien. Quizá me pase mañana.
Justo en la puerta, su voz me detiene:
—Katniss, me acuerdo del pan.
El pan, el único momento de conexión real entre nosotros antes de los Juegos del Hambre.
—Te enseñaron la cinta en la que hablaba de eso —respondo.
—No, ¿hay una cinta? ¿Por qué no la usó contra mí el Capitolio?
—La grabé el día que te rescataron —respondo, y el dolor del pecho me aprieta las costillas como si fuera un torno; está claro que bailar ha sido un error—. Entonces, ¿lo recuerdas?
—Tú, bajo la lluvia —dice en voz baja—. Hurgando en nuestros cubos de basura. Quemé el pan. Mi madre me pegó. Saqué el pan para el cerdo, pero te lo di a ti.
—Eso es, eso es lo que pasó. Al día siguiente, después de clase, quise darte las gracias, pero no sabía cómo.
—Estábamos fuera al final del día. Intenté que nuestras miradas se cruzaran. Apartaste la tuya. Y entonces, por algún motivo, creo que recogiste un diente de león. —Asiento, sí que se acuerda, nunca he hablado en voz alta sobre ese momento—. Debo de haberte querido mucho.
—Sí —respondo; se me rompe la voz y finjo toser.
—¿Y tú me querías?
—Todos dicen que sí —respondo, mirando al suelo—. Todos dicen que por eso te torturó Snow, para hundirme.
—Eso no es una respuesta. No sé qué pensar cuando me enseñan algunas cintas. En la primera arena es como si intentases matarme con aquellas rastrevíspulas.
—Estaba intentando mataros a todos —contesto—. Me teníais en el árbol.
—Después hay muchos besos que no parecían reales por tu parte. ¿Te gustó besarme?
—A veces —reconozco—. ¿Sabes que nos están observando en estos momentos?
—Lo sé. ¿Y Gale?
Noto que vuelve la rabia. Me da igual su recuperación, esto no es asunto de la gente que se oculta tras el cristal.
—Él tampoco besa mal —respondo, cortante.
—¿Y a Gale y a mí nos parecía bien que nos besaras a los dos?
—No, no os parecía bien a ninguno de los dos, pero tampoco iba a pediros permiso.
Peeta se vuelve a reír con frialdad, con desdén.
—Bueno, menuda pieza estás hecha, ¿eh?
Haymitch no protesta cuando salgo. Recorro el pasillo, atravieso la colmena de compartimentos y encuentro una tubería calentita donde esconderme, detrás de una zona de lavandería. Tardo bastante en descubrir por qué estoy tan molesta y, al hacerlo, es algo casi demasiado humillante para reconocerlo. Se acabaron todos esos meses en los que daba por sentado que Peeta me consideraba un ser maravilloso. Por fin me ve como soy en realidad: violenta, desconfiada, manipuladora y letal.
Y lo odio por ello.