Las implicaciones de lo que sugiere Gale calan en los de la habitación. En sus caras se ve cómo reacciona cada uno. Las expresiones van del placer a la angustia, de la pena a la satisfacción.

—La mayor parte de los trabajadores son ciudadanos del 2 —dice Beetee en tono neutro.

—¿Y? —pregunta Gale—. Nunca podríamos volver a confiar en ellos.

—Al menos deberíamos darles la oportunidad de rendirse —añade Lyme.

—Bueno, es un lujo que no nos dieron cuando bombardearon el 12, pero imagino que aquí tenéis unas relaciones más amistosas con el Capitolio —replica Gale.

Por la cara de Lyme, temo que le pegue un tiro a mi amigo o, al menos, un puñetazo. Además, seguro que ella, con su entrenamiento, tiene las de ganar. Sin embargo, la rabia de la mujer no hace más que enfurecer a Gale, que grita:

—¡Vimos cómo los niños morían entre las llamas sin poder hacer nada por ellos!

Tengo que cerrar los ojos un momento porque la imagen me estremece. Y logra el efecto deseado: quiero que mueran todos los que están dentro de esa montaña. Estoy a punto de decirlo, pero… también soy una chica del Distrito 12, no el presidente Snow. No puedo evitarlo, no puedo condenar a nadie a la muerte que Gale sugiere.

—Gale —digo tomándolo del brazo e intentando sonar razonable—, el Hueso es una antigua mina. Sería como provocar un accidente gigantesco en una mina de carbón.

Sin duda mis palabras deberían bastar para que alguien del 12 se piense dos veces el plan.

—Pero no tan rápido como el que mató a nuestros padres —me responde él—. ¿Ése es vuestro problema? ¿Que nuestros enemigos tengan unas cuantas horas para reflexionar sobre el hecho de que van a morir, en vez de limitarse a volar en pedazos?

En los viejos tiempos, cuando no éramos más que un par de críos cazando fuera del 12, Gale decía cosas como aquélla y peores, pero no eran más que palabras. Aquí, en la práctica, se convierten en hechos sin vuelta atrás.

—No sabes cómo acabaron en el Hueso esas personas del Distrito 2 —le digo—. Puede que los coaccionaran. Puede que los retengan contra su voluntad. Algunos espían para nosotros. ¿También los vas a matar a ellos?

—Sí, sacrificaría a unos cuantos para acabar con los demás —contesta—. Y si yo fuera uno de los espías de dentro diría: «¡Adelante con las avalanchas!».

Sé que dice la verdad, que Gale se sacrificaría así por la causa, nadie lo duda. Quizá todos lo haríamos de ser espías si nos dieran la opción. Supongo que yo lo haría. En todo caso, hay que tener sangre fría para decidir por otros y por las personas que los aman.

—Has dicho que teníamos dos opciones —le dice Boggs—: atraparlos u obligarlos a salir. Yo digo que intentemos provocar la avalancha, pero que dejemos el túnel intacto. La gente de dentro podría escapar a la plaza, y allí los estaríamos esperando.

—Bien armados, espero —replica Gale—. Seguro que ellos lo estarán.

—Bien armados. Los tomaremos prisioneros —asiente Boggs.

—Vamos a informar al 13 —sugiere Beetee—, que la presidenta Coin lo considere.

—Ella querrá bloquear el túnel —afirma Gale, convencido.

—Sí, seguramente, pero Peeta dijo algo importante en sus propos, ¿sabes? Habló del peligro de matarnos entre nosotros. He estado haciendo números, teniendo en cuenta las víctimas, los heridos y… creo que, por lo menos, merece la pena discutirlo —explica Beetee.

En la conversación sólo son invitados a participar unos cuantos. Gale y yo nos vamos con los demás. Lo llevo a cazar para que se desahogue un poco, aunque no quiere hablar del tema. Seguramente está demasiado enfadado conmigo por oponerme.

Hacen la llamada, toman una decisión y, por la noche, ya estoy vestida con mi traje de Sinsajo, el arco al hombro y un auricular que me conecta con Haymitch en el 13, por si surge la oportunidad de grabar una buena propo. Esperamos en el tejado del Edificio de Justicia con una vista muy clara de nuestro objetivo.

Al principio, los comandantes del Hueso no hacen caso de nuestros aerodeslizadores, ya que en el pasado han causado tantos problemas como unas moscas dando vueltas alrededor de un tarro de miel. Sin embargo, al cabo de dos rondas de bombardeos en la parte más alta de la montaña, los aviones captan su atención. Cuando las armas antiaéreas del Capitolio empiezan a disparar, ya es demasiado tarde.

El plan de Gale supera nuestras expectativas. Beetee tenía razón con que no seríamos capaces de controlar las avalanchas una vez iniciadas. Las laderas son inestables por naturaleza, pero, al debilitarse con las explosiones, parecen casi líquidas. Secciones enteras del Hueso se derrumban ante nuestros ojos eliminando cualquier rastro de que los seres humanos hayan puesto pie en ellas alguna vez. Nos quedamos sin habla, diminutos e insignificantes, mientras las olas de piedra bajan con estruendo por la montaña. Entierran las entradas bajo toneladas de roca, levantan una nube de tierra y escombros que oscurece el cielo y convierten el Hueso en una tumba.

Me imagino el infierno del interior de la montaña: el aullido de las sirenas; las luces que vacilan hasta apagarse; el polvo de roca ahogando el aire; los gritos de los aterrados seres humanos que buscan con desesperación una salida y descubren que las entradas, la pista de lanzamiento y hasta los conductos de ventilación están taponados con tierra y roca que intenta meterse dentro. Los cables cargados dan latigazos en el aire, se declaran incendios y los escombros convierten un lugar familiar en un laberinto. La gente se amontona, se empuja, todos corren como hormigas mientras la colina presiona y amenaza con aplastar sus frágiles caparazones.

—¿Katniss? —oigo a Haymitch decir por mi auricular; intento responder y descubro que tengo las dos manos apretadas contra la boca—. ¡Katniss!

El día en que murió mi padre, las sirenas sonaron durante la hora de la comida en el colegio. Nadie esperó a que dieran permiso, ni tampoco hacía falta. La respuesta ante un accidente en la mina era algo que ni siquiera el Capitolio podía controlar. Corrí a la clase de Prim. Todavía la recuerdo con siete años, diminuta, muy pálida, pero sentada con la espalda recta y las manos dobladas sobre el pupitre. Esperaba a que la recogiera, tal como le había prometido si las sirenas sonaban algún día. Se levantó de un salto, se agarró a la manga de mi abrigo y las dos nos metimos entre el río de personas que salían a la calle para reunirse en la entrada principal de la mina. Encontramos a nuestra madre aferrada a la cuerda que habían colocado a toda prisa para mantener fuera a la multitud. Mirándolo ahora en retrospectiva, justo entonces debería haberme dado cuenta de que había un problema, porque éramos nosotras las que la buscábamos a ella, y no al revés, como cabría esperar.

Los ascensores rechinaban quemando los cables en las subidas y bajadas, vomitando a mineros ennegrecidos por el humo al exterior. Con cada grupo surgían los gritos de alivio y los parientes se metían por debajo de la cuerda para conducir a sus maridos, mujeres, hijos, padres y hermanos. El cielo de la tarde se nubló, hacía frío y una ligera nevada salpicaba la tierra. Me arrodillé en el suelo y metí las manos en las cenizas deseando sacar a mi padre. Si existe algún sentimiento de impotencia mayor que el intentar sacar a un ser amado atrapado bajo tierra, yo no lo conozco. Los heridos, los cadáveres, la espera durante la noche, las mantas con las que nos arropaban los desconocidos y después, finalmente, al alba, la expresión apenada del capitán de la mina que sólo podía significar una cosa.

«¿Qué acabamos de hacer?».

—¡Katniss! ¿Estás ahí? —grita Haymitch, seguramente planeando ponerme los grilletes de cabeza.

—Sí —respondo, bajando las manos.

—Métete dentro por si el Capitolio intenta vengarse con lo que le queda de la fuerza aérea.

—Sí —repito.

Todos los del tejado, salvo los soldados que manejan las metralletas, empiezan a entrar. Mientras bajo las escaleras no puedo evitar acariciar las impolutas paredes de mármol blanco, tan frías y bellas. Ni siquiera en el Capitolio hay algo tan magnífico como este viejo edificio, pero la superficie es dura y me roba el calor, sólo mi carne cede. La piedra siempre gana.

Me siento en la base de uno de los gigantescos pilares del gran vestíbulo de la entrada. A través de las puertas veo la extensión blanca de mármol que conduce a los escalones de la plaza. Recuerdo lo mala que me puse el día que Peeta y yo aceptamos aquí las felicitaciones por ganar los Juegos. Estaba destrozada por la Gira de la Victoria, había fallado en mi intento de calmar a los distritos, y me enfrentaba a los recuerdos de Clove y Cato, sobre todo a la espantosa y lenta muerte que dieron los mutos a Cato.

Boggs se agacha a mi lado en la sombra, pálido.

—No hemos bombardeado el túnel del tren, ¿sabes? Seguramente saldrán algunos.

—¿Y les dispararemos en cuanto asomen las caras?

—Sólo si no hay más remedio.

—Podríamos enviar trenes y ayudar a evacuar a los heridos.

—No, se decidió dejar el túnel en sus manos. Así pueden usar todas las vías para sacar gente —responde Boggs—. Además, eso nos dará tiempo para traer al resto de nuestros soldados a la plaza.

Hace unas horas, la plaza era tierra de nadie, el frente de batalla entre los rebeldes y los agentes de la paz. Cuando Coin dio su aprobación al plan de Gale, los rebeldes lanzaron un apasionado ataque e hicieron retroceder a las fuerzas del Capitolio unas cuantas manzanas, de modo que nosotros pudiéramos controlar la estación de tren en caso de que cayera el Hueso. Bueno, pues ya ha caído. Somos conscientes de la realidad. Los supervivientes escaparán hacia la plaza. Oigo que vuelven los disparos, sin duda porque los agentes intentan volver para rescatar a sus camaradas. Los mandos llaman a nuestros soldados para contraatacar.

—Tienes frío —me dice Boggs—. Iré a ver si encuentro una manta.

Se va antes de que pueda decirle que no quiero una manta, aunque el mármol sigue chupándome el calor.

—Katniss —me dice Haymitch al oído.

—Sigo aquí —respondo.

—Los acontecimientos han dado un giro interesante con Peeta esta tarde. Supuse que querrías saberlo —me cuenta; interesante no es bueno ni mejor, pero no tengo más remedio que escuchar—. Le enseñamos esa grabación tuya cantando El árbol del ahorcado. No se había emitido, así que el Capitolio no pudo usarla cuando lo secuestró. Dice que reconoce la canción.

Durante un instante, se me para el corazón. Entonces me doy cuenta de que no es más que otra confusión por culpa del veneno de rastrevíspula.

—No es posible, Haymitch, nunca me oyó cantarla.

—A ti no, a tu padre. Le oyó cantarla un día que fue a hacer un intercambio a la panadería. Peeta era pequeño, tendría seis o siete años, pero lo recuerda porque estaba pendiente de si los pájaros dejaban de cantar de verdad —dice Haymitch—. Supongo que lo hicieron.

Seis o siete, eso sería antes de que mi madre prohibiera la canción. Quizá incluso cuando yo la estaba aprendiendo.

—¿Estaba yo?

—Creo que no, al menos no lo ha mencionado. Pero es la primera conexión contigo que no ha disparado ninguna crisis mental —responde Haymitch—. Algo es algo, Katniss.

Mi padre; hoy parece estar en todas partes: muriendo en la mina, cantando para entrar en la embotada conciencia de Peeta, asomando a los ojos de Boggs con aire protector para envolverme los hombros con la manta… Lo echo tanto de menos que duele.

Los disparos aumentan. Gale corre con un grupo de rebeldes, deseando entrar en batalla. No pido unirme a los soldados, aunque tampoco me dejarían. De todos modos, no tengo estómago para eso, no me queda calor en la sangre. Ojalá Peeta estuviera aquí (el viejo Peeta), porque él sabría expresar por qué está tan mal dispararnos entre nosotros cuando hay personas, las que sean, intentando arrancar la piedra con las manos para salir de la montaña. ¿Es que mi propio pasado me hace demasiado sensible? ¿Es que no estamos en guerra? ¿Acaso no se trata de otra manera más de matar a nuestros enemigos?

Se hace de noche muy deprisa. Encienden unos enormes focos brillantes para iluminar la plaza. También deben de tener a toda potencia las bombillas del interior de la estación. Incluso desde mi posición al otro lado de la plaza veo claramente a través del cristal del largo edificio estrecho. Es imposible perderse la llegada de un tren, incluso veríamos la llegada de una sola persona. Sin embargo, pasan las horas y no sale nadie. Con cada minuto que pasa se me hace más difícil imaginar que alguien haya sobrevivido al ataque.

Ya pasada la medianoche, Cressida viene para ponerme un micrófono en el traje.

—¿Para qué es esto? —le pregunto.

La voz de Haymitch me lo explica al oído:

—Sé que no te va a gustar, pero necesitamos que des un discurso.

—¿Un discurso? —pregunto, y empiezo a marearme.

—Yo te lo dictaré, línea a línea —me asegura—. Sólo tendrás que repetir lo que te diga. Mira, no hay ni rastro de vida en esa montaña. Hemos ganado, pero la batalla continúa, así que se nos ha ocurrido que salgas a los escalones del Edificio de Justicia y lo digas, que digas a todos que hemos acabado con el Hueso y que la presencia del Capitolio en el Distrito 2 ha finalizado; quizá consigas que el resto de sus fuerzas se rinda.

Me asomo a la oscuridad más allá de la plaza.

—Ni siquiera veo a sus fuerzas.

—Para eso es el micro —me dice—. Te retransmitiremos, tanto la voz por su sistema de altavoces como la imagen, para que la vea quien tenga acceso a una pantalla.

Sé que en la plaza hay dos enormes pantallas, las vi en la Gira de la Victoria. Puede que funcionara si estas cosas se me dieran bien, pero no se me dan. Intentaron dictarme algunas líneas en aquellos primeros experimentos con las propos y fue un desastre.

—Podrías salvar muchas vidas, Katniss —dice finalmente Haymitch.

—Vale, lo intentaré —respondo.

Es extraño estar aquí fuera, en lo alto de las escaleras, vestida de uniforme completo, bajo un potente foco de luz, pero sin público visible al que dar el discurso. Como si se lo diera a la luna.

—Lo haremos deprisa —dice Haymitch—. Estás demasiado expuesta.

Mi equipo de televisión se coloca en la plaza con cámaras especiales y me indican que están listos. Le pido a Haymitch que empiece, enciendo el micro y escucho con atención la primera línea del discurso. Una enorme imagen de mí ilumina una de las pantallas de la plaza.

—Gente del Distrito 2, os habla Katniss Everdeen desde los escalones de vuestro Edificio de Justicia, donde…

Los dos trenes entran a toda pastilla en la estación, uno al lado del otro. Al abrirse las puertas, la gente sale envuelta en una nube de humo que han traído del Hueso. Seguro que se imaginaban lo que encontrarían en la plaza, porque muchos intentan protegerse. La mayoría se tira al suelo, y una lluvia de balas apaga las luces del interior de la estación. Han venido armados, como decía Gale, pero también heridos. Los gemidos se oyen en la noche, por lo demás silenciosa.

Alguien apaga las luces de las escaleras y me deja bajo el amparo de las sombras. Una llama se enciende dentro de la estación (uno de los trenes debe de estar ardiendo) y un denso humo negro tapa las ventanas. Sin otra alternativa, la gente empieza a salir a la plaza, ahogada, pero agitando sus armas en actitud desafiante. Miro rápidamente a los tejados que rodean la plaza: todos están fortificados con nidos de metralletas en manos de los rebeldes. La luz de la luna se refleja en los cañones engrasados.

Un joven sale tambaleándose de la estación con una mano apretada contra el trapo ensangrentado que le tapa la mejilla; en la otra lleva una pistola. Cuando tropieza y cae de cara, veo las marcas de quemaduras por la parte de atrás de la camisa y la carne roja que hay debajo. De repente, no es más que otro quemado en un accidente minero.

Bajo corriendo los escalones y voy hacia él.

—¡Parad! —grito a los rebeldes—. ¡No disparéis! —Las palabras retumban por la plaza y más allá, ya que el micro amplifica mi voz—. ¡Parad!

Me acerco al joven y me agacho para ayudarlo, pero él se pone como puede de rodillas y me apunta a la cabeza con su arma.

Doy unos pasos atrás instintivamente y levanto el arco sobre la cabeza para indicarle que no quiero hacerle daño. Ahora que tiene ambas manos en el arma veo el irregular agujero de la mejilla; algo, seguramente una piedra, le ha perforado la carne. Huele a cosas quemadas, pelo, carne y combustible. El dolor y el miedo hacen que tenga ojos de loco.

—No te muevas —me ordena Haymitch al oído.

Sigo su orden, consciente de que todo el Distrito 2, puede que todo Panem, debe de estar viéndome. El Sinsajo a merced de un hombre sin nada que perder.

—Dame una razón para no disparar —me pide; le cuesta tanto hablar que apenas se le entiende.

El resto del mundo desaparece, sólo estoy yo mirando a los desdichados ojos de un hombre del Hueso que me pide una razón. Lo lógico sería que se me ocurrieran miles de ellas, pero las palabras que salen son:

—No puedo.

Como es natural, el hombre tendría que haber disparado. Sin embargo, mi respuesta lo ha dejado tan perplejo que intenta encontrarle sentido. Yo también experimento mi propia confusión al darme cuenta de que lo que he dicho es cierto; el noble impulso que me ha hecho atravesar la plaza se convierte en desesperación.

—No puedo. Ése es el problema, ¿no? —digo, bajando el arco—. Hemos volado vuestra mina en pedazos. Vosotros quemasteis mi distrito hasta los cimientos. Tenemos todas las razones del mundo para matarnos entre nosotros. Pues hacedlo. Haced felices al Capitolio. Yo estoy harta de matar a sus esclavos por ellos —concluyo; dejo caer el arco en el suelo, lo empujo con la bota y se desliza por la piedra hasta quedar al lado de sus rodillas.

—No soy su esclavo —masculla el joven.

—Yo sí, por eso maté a Cato… y él mató a Thresh… y Thresh mató a Clove… y ella intentó matarme. Se repite una y otra vez, ¿y quién gana? Nosotros no, ni los distritos. Siempre es el Capitolio. Pero estoy cansada de ser una pieza de sus Juegos.

Peeta, en el tejado, la noche antes de nuestros primeros Juegos del Hambre. Él lo entendió todo mucho antes de que pisáramos la arena. Espero que me esté viendo, que recuerde la noche en que pasó; quizá así me perdone cuando yo muera.

—Sigue hablando, cuéntales lo que pasó cuando viste caer la montaña —insiste Haymitch.

—Esta noche, cuando vi caer la montaña, pensé… que lo habían vuelto a hacer. Habían conseguido que os matara, que matara a la gente de los distritos. Pero ¿por qué lo hice? El Distrito 12 y el Distrito 2 no tienen más razón para enfrentarse que la que nos dio el Capitolio.

El joven parpadea sin comprender. Me pongo de rodillas frente a él y bajo la voz, hablando con pasión.

—¿Y por qué estáis luchando contra los rebeldes de los tejados? ¿Con Lyme, que fue uno de vuestros vencedores? ¿Con personas que antes eran vuestros vecinos, quizá incluso vuestra familia?

—No lo sé —responde el hombre, pero sigue apuntándome.

Me levanto y doy una vuelta en círculo lentamente para dirigirme a las metralletas.

—¿Y los de ahí arriba? Vengo de una ciudad minera. ¿Desde cuando matan así los mineros a otros mineros y después se disponen a acabar con los que consigan salir de entre los escombros?

—¿Quién es el enemigo? —susurra Haymitch.

—Estas personas —sigo, señalando a los heridos de la plaza— ¡no son vuestros enemigos! —exclamo, y me vuelvo hacia la estación de tren—. ¡Los rebeldes no son vuestros enemigos! ¡Todos tenemos un enemigo en común, y es el Capitolio! Es nuestra oportunidad de acabar con su poder, ¡pero necesitamos a todas las personas de los distritos para hacerlo!

Las cámaras están pegadas a mí cuando ofrezco mis manos al hombre, a los heridos, a los rebeldes reacios de todo Panem:

—¡Por favor, uníos a nosotros!

Mis palabras flotan en el aire. Miro a la pantalla esperando ver que muestran una especie de ola de reconciliación que recorre la multitud.

En vez de eso, veo cómo me disparan en la tele.