El Distrito 2 es un distrito grande, como cabría esperar, compuesto por una serie de pueblos repartidos por las montañas. En un principio, cada uno estaba asociado a una mina o cantera, aunque ahora muchos se dedican a alojar y entrenar agentes de la paz. Esa zona no presentaría ningún problema, ya que los rebeldes tienen las fuerzas aéreas del 13 de su lado, pero existe otra traba: en el centro del distrito hay una montaña prácticamente impenetrable en la que se encuentra el núcleo del ejército del Capitolio.

Hemos apodado a la montaña el Hueso, ya que conté el comentario de Plutarch sobre «el hueso duro de roer» a los líderes rebeldes de este lugar. El Hueso se estableció justo después de los Días Oscuros, cuando el Capitolio perdió al 13 y necesitaba desesperadamente un nuevo fortín subterráneo. Aunque tenían algunos de sus recursos militares a las afueras del Capitolio (misiles nucleares, aviones y tropas), una parte significativa de su poder había quedado en manos del enemigo. Por supuesto, duplicar el 13 era una obra de varios siglos, pero vieron una oportunidad en las viejas minas del cercano Distrito 2. Desde el aire, el Hueso parecía una montaña más con unas cuantas entradas en las paredes. Sin embargo, dentro había enormes espacios cavernosos de los que se habían sacado a la superficie grandes bloques de piedra para ser transportados por carreteras estrechas y resbaladizas con destino a lejanos edificios en construcción. Incluso había un sistema de ferrocarril para facilitar el traslado de los mineros desde el Hueso al mismo centro de la ciudad principal del Distrito 2. Llevaba hasta la plaza que Peeta y yo visitamos durante la Gira de la Victoria; estuvimos de pie en los escalones de mármol del Edificio de Justicia intentando no mirar demasiado a las apenadas familias de Cato y Clove, que estaban reunidas a nuestros pies.

No era un terreno ideal, ya que siempre había corrimientos de tierra, inundaciones y avalanchas. Sin embargo, las ventajas superaban a los inconvenientes. Al excavar las profundidades de la montaña, los mineros habían dejado grandes pilares y paredes de piedra para sujetar la infraestructura. El Capitolio los reforzó y se puso a convertir la montaña en su nueva base militar; la llenó de ordenadores, salas de reuniones, barracones y arsenales; ensanchó las entradas para permitir que salieran los aerodeslizadores del hangar sin cambiar mucho el exterior de la montaña, que era un basto enredo rocoso de árboles y animales, una fortaleza natural para protegerse de sus enemigos.

En comparación con otros distritos, el Capitolio mimaba a los habitantes de este lugar. No hay más que mirar a los rebeldes del Distrito 2 para saber que estaban bien alimentados y cuidados desde pequeños. Algunos acababan en las canteras y minas, mientras que otros se educaban para los trabajos del Hueso o entraban a formar parte de los agentes de la paz. Desde pequeños los entrenaban para el combate. Los Juegos del Hambre eran una oportunidad de lograr riqueza y una gloria que no podían encontrarse en ninguna otra parte. Obviamente, la gente del 2 se tragaba la propaganda del Capitolio con más facilidad que el resto de nosotros. Abrazaban sus costumbres. Sin embargo, a pesar de todo, al final no dejaban de ser esclavos. Y si los ciudadanos que se convertían en agentes o trabajaban en el Hueso no se daban cuenta, los canteros que formaban la columna vertebral de la resistencia sí que lo sabían perfectamente.

Las cosas están como cuando llegué hace dos semanas: los pueblos exteriores en manos rebeldes, la ciudad dividida y el Hueso tan intocable como siempre. Sus pocas entradas están bien fortificadas y su núcleo a salvo en el interior de la montaña. Aunque el resto de los distritos se ha librado del Capitolio, el 2 sigue en sus manos.

Todos los días hago lo que puedo por ayudar: visito a los heridos y grabo cortas propos con mi equipo de televisión. No me dejan luchar de verdad, pero me invitan a sus reuniones sobre el estado de la guerra, que ya es más de lo que me permitían hacer en el 13. Aquí se está mucho mejor, es más libre, no tengo un horario en el brazo y me exigen menos cosas. Vivo en la superficie, en los pueblos rebeldes o en las cuevas que los rodean. Por seguridad, me trasladan a menudo. Durante el día me dejan cazar, siempre que me lleve a un guardia y no me aleje demasiado. El fresco aire de la montaña me devuelve parte de mi fuerza física y aclara la bruma de mi cabeza. Pero con esta claridad mental soy aún más consciente de lo que le han hecho a Peeta.

Snow me lo ha robado, lo ha retorcido hasta dejarlo irreconocible y me lo ha regalado. Boggs, que vino al 2 conmigo, me dijo que incluso con lo complicado que era el plan, había sido un poco más fácil de la cuenta rescatar a Peeta. Él cree que, si el 13 no lo hubiera hecho, el Capitolio me habría entregado a Peeta de todos modos. Lo habría soltado en un distrito en guerra o quizá en el mismo 13, atado con un lazo y con una tarjeta a mi nombre. Programado para asesinarme.

Ahora que lo han corrompido por completo es cuando más aprecio al Peeta de verdad, incluso más que si hubiera muerto. La amabilidad, la firmeza, la bondad que escondía un calor inesperado detrás… Aparte de Prim, mi madre y Gale, ¿cuántas personas en el mundo me quieren de manera incondicional? Creo que, en mi caso, la respuesta sería que ninguna. A veces, cuando estoy sola, saco la perla de su hogar en mi bolsillo e intento recordar al chico del pan, los fuertes brazos que me protegieron de las pesadillas en el tren y los besos en la arena. Intento ponerle nombre a lo que he perdido, pero ¿para qué? Se ha ido, Peeta se ha ido. Lo que existía entre nosotros se ha ido. Sólo me queda mi promesa de matar a Snow. Me lo repito diez veces al día.

En el 13 siguen con la rehabilitación de Peeta. Aunque no pregunto, Plutarch me da alegres informes por teléfono, como: «¡Buenas noticias, Katniss! ¡Creo que casi lo hemos convencido de que no eres un muto!» u «¡Hoy le hemos dejado que se comiera solo el pudin!».

Cuando Haymitch se pone después, reconoce que Peeta no ha mejorado. El único dudoso rayo de esperanza ha llegado de mi hermana.

—A Prim se le ocurrió que lo secuestráramos nosotros —me cuenta Haymitch—, que pensara en sus recuerdos distorsionados de ti y le diéramos una gran dosis de medicamento calmante, como morflina. Sólo hemos probado con un recuerdo, la grabación de vosotros dos en la cueva, cuando le contaste aquella historia sobre la cabra de Prim.

—¿Alguna mejora? —pregunto.

—Bueno, si la confusión extrema es una mejora frente al terror extremo, sí —responde él—. Pero no estoy seguro. Perdió el habla durante varias horas, se quedó como aletargado. Cuando volvió en sí, no hacía más que preguntar por la cabra.

—Ya.

—¿Cómo va por ahí?

—No hay avances —respondo.

—Vamos a enviar un equipo para ayudaros con la montaña, Beetee y algunos más. Ya sabes, los cerebros.

Cuando seleccionan a los cerebros, no me extraña ver el nombre de Gale en la lista. Suponía que Beetee lo traería, no por sus conocimientos tecnológicos, sino con la esperanza de que se le ocurriera la forma de atrapar una montaña. En principio, Gale se ofreció a venir conmigo al 2, pero me di cuenta de que lo apartaba de su trabajo con Beetee. Le dije que se quedara donde más lo necesitaban, aunque no le confesé que su presencia me pondría aún más difícil llorar a Peeta.

Gale me encuentra nada más llegar, una tarde a última hora. Estoy sentada en un tronco en las afueras de mi pueblo actual desplumando un ganso. Tengo una docena de pájaros apilados delante de mí. Por aquí han pasado grandes bandadas en migración desde que llegué, así que es fácil cazarlos. Sin decir palabra, Gale se sienta a mi lado y empieza a quitarle las plumas a otro pájaro. Cuando vamos por la mitad, me dice:

—¿Alguna oportunidad de comérnoslos?

—Claro. La mayoría van a la cocina del campamento, pero me dejan dar un par a quien se quede conmigo por la noche —respondo—. Por protegerme.

—¿No basta con disfrutar de tal honor?

—Eso digo yo, pero se ha corrido la voz de que los sinsajos son peligrosos para la salud.

Seguimos desplumando en silencio un poco más, hasta que Gale dice:

—Vi a Peeta ayer. A través del cristal.

—¿Y qué piensas?

—Algo egoísta.

—¿Que ya no tendrás que sentir celos de él? —pregunto; doy un tirón fuerte, y una nube de plumas cae sobre nosotros.

—No, justo lo contrario —responde él, quitándome una pluma del pelo—. Pensé… que nunca podré competir con eso, por mucho que me veas sufrir. —Le da vueltas a la pluma entre el pulgar y el índice—. No tengo ninguna oportunidad si Peeta no mejora. Nunca podrás dejarlo ir, siempre te sentirás mal por estar conmigo.

—Igual que siempre me sentía mal por ti si lo besaba a él.

—Si pensara que eso es cierto, casi podría soportar todo lo demás —responde él, mirándome a los ojos.

—Es cierto —reconozco—, pero también es cierto lo que has dicho de Peeta.

Gale deja escapar un bufido de exasperación. No obstante, después de dejar los pájaros y presentarnos voluntarios para ir al bosque a recoger leña para la fogata de la noche, me rodea con sus brazos. Sus labios me rozan los moratones del cuello y siguen subiendo hacia mi boca. A pesar de lo que siento por Peeta, en este preciso instante acepto que nunca volverá conmigo. O que yo nunca volveré con él. Me quedaré en el 2 hasta que caiga, iré al Capitolio, mataré a Snow y moriré al hacerlo. Y Peeta morirá loco y odiándome. Así que, bajo los últimos rayos del sol, cierro los ojos, beso a Gale y lo compenso por todos los besos que no le he dado; porque ya no importa y porque me siento tan desesperadamente sola que no puedo seguir soportándolo.

El tacto, el sabor y el calor de Gale me recuerdan que, al menos, mi cuerpo sigue vivo, y, por ahora, es una sensación agradable. Vacío la mente y me dejo llevar por ella, feliz. Cuando Gale se aparta un poco, avanzo para acercarme, pero me pone la mano bajo la barbilla.

—Katniss —dice.

En cuanto abro los ojos, el mundo parece dislocado, no son nuestros bosques, ni nuestras montañas, ni nuestras costumbres. Me llevo la mano a la cicatriz de la sien izquierda, que relaciono con la confusión mental.

—Ahora, bésame —dice.

Desconcertada, sin parpadear, me quedo quieta mientras él se inclina para darme un beso rápido en los labios. Después me examina con atención.

—¿Qué está pasando dentro de tu cabeza? —me pregunta.

—No lo sé —susurro.

—Entonces es como besar a un borracho, no cuenta —responde; intenta reírse, aunque no le sale muy bien. Recoge una pila de leña y me la suelta en los brazos, devolviéndome a mi cuerpo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto, sobre todo para ocultar mi vergüenza—. ¿Es que has besado a algún borracho?

Supongo que Gale puede haber besado a diestro y siniestro en el 12. Había candidatas de sobra. Nunca había pensado mucho en ello.

—No —responde él, sacudiendo la cabeza—, pero no cuesta imaginarlo.

—Entonces, ¿nunca has besado a otras chicas?

—No he dicho eso. Sólo tenías doce años cuando nos conocimos, ¿sabes? Y eras un grano en el culo. Mi vida no se limitaba a cazar contigo —añade, cargándose de leña.

De repente siento verdadera curiosidad.

—¿A quién besaste? ¿Y dónde?

—Demasiadas para recordarlo. Detrás del colegio, en la escombrera… Muchos sitios.

Pongo los ojos en blanco.

—Entonces, ¿cuándo me hice yo tan especial? ¿Cuando me llevaron al Capitolio?

—No, unos seis meses antes. Justo después de Año Nuevo. Estábamos en el Quemador, comiendo uno de los guisos de Sae la Grasienta, y Darius te tomaba el pelo diciendo que te cambiaba un conejo por un beso. Y me di cuenta de que… me importaba.

Recuerdo aquel día. Hacía un frío que pelaba y ya había oscurecido a las cuatro de la tarde. Estuvimos cazando, pero la intensidad de la nevada nos hizo volver a la ciudad. El Quemador estaba abarrotado de gente que buscaba refugio del tiempo. La sopa de Sae, hecha con caldo de los huesos de un perro salvaje al que habíamos matado una semana antes, sabía peor de lo normal. Sin embargo, estaba caliente y yo tenía mucha hambre, así que me la zampé sentada con las piernas cruzadas sobre su mostrador. Darius estaba apoyado en el poste de la caseta haciéndome cosquillas en la cara con el extremo de mi trenza, mientras yo lo apartaba a manotazos. Me estaba explicando por qué uno de sus besos se merecía un conejo, quizá dos, ya que todos sabían que los pelirrojos son los hombres más viriles. Y Sae la Grasienta y yo nos reíamos, porque estaba muy ridículo e insistente, y no dejaba de señalarnos a las mujeres del Quemador que, según decía, habían pagado más de un conejo por disfrutar de sus labios. «¿Veis ésa? ¿La de la bufanda verde? Preguntadle, venga. Si es que necesitáis referencias».

Aquello pasó a un millón de kilómetros de aquí, hace mil millones de días.

—Darius estaba de broma —digo.

—Seguramente, aunque, de haber ido en serio, habrías sido la última en enterarte —responde Gale—. Mira a Peeta. Mírame a mí. O a Finnick. Empezaba a preocuparme que te hubiese echado el ojo encima, pero parece haber vuelto a lo suyo.

—No conoces a Finnick si crees que se enamoraría de mí.

—Sé que estaba desesperado —replica él, encogiéndose de hombros—. La gente desesperada hace todo tipo de locuras.

No puedo evitar pensar que lo dice por mí.

A primera hora de la mañana, los cerebros se reúnen para analizar el problema del Hueso. Me piden que acuda, aunque no tengo mucho con lo que contribuir. Evito sentarme en la mesa principal y me coloco en el amplio alféizar con vistas a la montaña en cuestión. La comandante del 2, una mujer de mediana edad llamada Lyme, nos lleva en un recorrido virtual por el Hueso, su interior y sus fortificaciones, y nos cuenta los intentos fallidos de controlarlo. Me he cruzado con ella brevemente un par de veces desde mi llegada y no podía librarme de la sensación de haberla visto en alguna parte. Y es como para recordarla: un metro ochenta y musculosa. Sin embargo, hasta que no la veo en una grabación de campo liderando un ataque a la entrada principal del Hueso, no encajo las piezas y me doy cuenta de que estoy en presencia de otro vencedor: Lyme, la tributo del 2 que ganó sus Juegos del Hambre hace más de una generación. Effie nos envió su cinta, entre otras, para prepararnos para el Vasallaje de los Veinticinco. Seguramente la habré visto alguna vez durante los Juegos en estos años, pero no ha destacado mucho. Ahora que sé cómo trataron a Haymitch y Finnick, sólo puedo pensar en una cosa: ¿qué le hizo el Capitolio después de ganar?

Cuando Lyme termina la presentación, empiezan las preguntas de los cerebros. Pasan las horas, llega la comida y se va, y ellos siguen intentando dar con un plan realista para hacerse con el Hueso. Sin embargo, aunque Beetee cree ser capaz de entrar en ciertos sistemas informáticos y se habla de usar el puñado de espías que tienen dentro, nadie aporta ninguna idea realmente innovadora. Conforme se acaba la tarde, se vuelve de manera recurrente a una estrategia que se ha intentado varias veces: tomar por asalto las entradas. Veo que aumenta la frustración de Lyme, porque han fallado ya tantas variaciones de este plan, han muerto tantos soldados, que al final salta:

—Será mejor que el próximo que sugiera tomar las entradas tenga una forma genial de hacerlo, ¡porque él mismo liderará la misión!

Gale, que es demasiado inquieto como para sentarse a la mesa durante más de un par de horas, lleva un rato alternando los paseos por la sala con mi alféizar. Desde el principio aceptó la afirmación de Lyme de que no se podían tomar por asalto la entradas y abandonó la conversación por completo. Lleva una hora sentado en silencio, con el ceño fruncido, concentrado, mirando el Hueso por la ventana. Mientras todos guardan silencio en respuesta al ultimátum de Lyme, él dice:

—¿De verdad es tan necesario que tomemos el Hueso? ¿O nos bastaría con inutilizarlo?

—Eso sería dar un paso en la dirección correcta —responde Beetee—. ¿Qué se te ha ocurrido?

—Pensad en un cubil de perros salvajes —dice Gale—. No es posible entrar por la fuerza, así que tenéis dos opciones: atrapar a los perros dentro u obligarlos a salir.

—Hemos probado a bombardear las entradas —responde Lyme—. Están a demasiada profundidad para sufrir daños importantes.

—No pensaba en eso. Pensaba en usar la montaña —dice Gale; Beetee se le une en la ventana y se asoma desde el otro lado de sus gafas mal ajustadas—. ¿Lo veis? ¿A ambos lados?

—Trayectorias de avalanchas —responde Beetee en voz baja—. Sería arriesgado. Tendríamos que diseñar la secuencia de detonaciones con mucha precaución y, una vez en marcha, no podremos controlarlo.

—No tenemos por qué controlarlo si abandonamos la idea de poseer el Hueso —explica Gale—. Sólo hay que cerrarlo.

—¿Así que sugieres que creemos avalanchas y bloqueemos las entradas? —pregunta Lyme.

—Eso es: atrapar al enemigo dentro y cortarle el acceso a los suministros. Que sus aerodeslizadores no puedan salir.

Mientras todos meditan el plan, Boggs repasa una pila de planos del Hueso y frunce el ceño.

—Nos arriesgaríamos a matar a todos los de dentro —comenta—. Mira el sistema de ventilación, es rudimentario, como mucho. No tiene nada que ver con el del 13. Depende por completo del bombeo de aire desde las laderas de la montaña. Si bloqueamos las rejillas de ventilación, ahogaremos a todos los que estén atrapados.

—Podrían escapar por el túnel del ferrocarril hasta la plaza —dice Beetee.

—No si lo volamos —replica Gale bruscamente.

Entonces queda clara su intención, su verdadera intención: a Gale no le interesa proteger las vidas de las personas que hay dentro del Hueso, no le interesa atrapar a sus presas para usarlas después.

Es una de sus trampas mortales.