El frío collarín me roza el cuello y hace que los temblores sean aún más difíciles de controlar. Al menos ya no estoy en el tubo claustrofóbico, rodeada de máquinas que zumban y tintinean, escuchando a una voz sin cuerpo decirme que me quede quieta mientras intento convencerme de que todavía puedo respirar. Incluso ahora, después de que me aseguren que no sufriré daños permanentes, me falta el aire.
La principal preocupación del equipo médico (daños en la médula espinal, vías respiratorias, venas y arterias) ha quedado descartada. Moratones, ronquera, laringe irritada, esta tosecita…, nada importante. Todo irá bien. El Sinsajo no perderá la voz. Y me pregunto: ¿dónde está el médico que determina si voy a perder la cabeza? Aunque se supone que ahora mismo no debo hablar. Ni siquiera puedo dar las gracias a Boggs cuando viene a visitarme para echarme un vistazo y decirme que ha visto heridas mucho peores entre los soldados cuando les enseñan cómo inmovilizar ahogando.
Fue Boggs el que derribó a Peeta de un golpe antes de que pudiera causar daños permanentes. Sé que Haymitch habría acudido en mi defensa de no haber estado completamente desprevenido. Pillarnos a Haymitch y a mí con la guardia baja es poco habitual, pero nos había absorbido tanto la idea de salvar a Peeta, de librarlo de la tortura del Capitolio, que la alegría de tenerlo de vuelta nos había cegado. De haber mantenido una reunión en privado con él, me habría matado. Porque ahora está loco.
«No, loco no —me recuerdo—. Secuestrado».
Es la palabra que oí decir a Plutarch y Haymitch mientras pasaba por su lado en camilla por el pasillo. No sé qué es lo que significa.
Prim, que aparece momentos después del ataque y ha permanecido a mi lado todo lo posible desde entonces, me echa otra manta encima.
—Creo que te quitarán el collarín muy pronto, Katniss. Así no tendrás tanto frío.
Mi madre, que ha estado ayudando en una cirugía muy complicada, todavía no sabe lo del ataque de Peeta. Prim recoge una de mis manos, que está cerrada en un puño, y la masajea hasta que se abre y la sangre empieza a fluirme de nuevo por los dedos. Está empezando con el segundo puño cuando aparecen los médicos, me quitan el collarín y me ponen una inyección para el dolor y la inflamación. Me quedo tumbada con la cabeza quieta, como me piden, para no empeorar las heridas del cuello.
Plutarch, Haymitch y Beetee han estado esperando fuera a que los médicos les permitieran pasar. No sé si se lo han dicho a Gale, pero, como no está aquí, supongo que no. Plutarch mete prisas a los médicos para que salgan e intenta ordenar a Prim que se vaya.
—No —responde ella—. Si me obligáis a salir iré directamente a cirugía y le contaré a mi madre todo lo que ha pasado. Y os advierto que no le gustará mucho que un Vigilante decida sobre la vida de Katniss. Sobre todo teniendo en cuenta lo mal que la habéis cuidado.
Plutarch parece ofendido, pero Haymitch se ríe.
—Déjalo estar, Plutarch —le dice, y Prim se queda.
—Bueno, Katniss, el estado de Peeta nos ha sorprendido a todos —dice Plutarch—. Ya habíamos notado su deterioro durante las dos últimas entrevistas. Estaba claro que habían abusado de él, y creíamos que su estado mental se debía a eso. Ahora creemos que ha pasado algo más, que el Capitolio lo ha sometido a una técnica poco habitual conocida como secuestro. ¿Beetee?
—Lo siento —dice Beetee—, pero no puedo contarte todos los detalles, Katniss. El Capitolio mantiene muy en secreto esta clase de tortura y creo que los resultados son desiguales. Pero sí sabemos que es un tipo de condicionamiento a través del miedo. El término es una palabra arcaica que viene de sequestrare, que en un antiguo idioma significa «retener» o, incluso mejor, «apoderarse». La técnica consiste en usar veneno de rastrevíspula. Quizá utilizaron ese nombre porque pensaron que existía cierto parecido entre las palabras «rastro» y «secuestro», no lo sabemos. Las rastrevíspulas te picaron en tus primeros Juegos del Hambre, así que, a diferencia de nosotros, conoces de primera mano los efectos del veneno.
Terror, alucinaciones, visiones de pesadilla en las que perdía a mis seres queridos… Porque el veneno afecta a la parte del cerebro responsable del miedo.
—Seguro que recuerdas lo asustada que estabas. ¿También sufriste después confusión mental? —pregunta Beetee—. ¿La sensación de no distinguir lo real de lo falso? La mayoría de los que han sobrevivido para contarlo experimentan algo así.
Sí, aquel encuentro con Peeta. Incluso después de recuperarme, no estaba segura de si él había matado a Cato para salvarme la vida o me lo había imaginado.
—Resulta más difícil recordar porque los recuerdos pueden cambiarse —dice Beetee, dándose unos golpecitos en la frente—. Se sacan a la luz, se alteran y se vuelven a guardar modificados. Ahora imagina que te pido que recuerdes algo, ya sea con una sugerencia verbal o haciéndote ver la grabación de un suceso, y, mientras tienes fresca la experiencia, te doy una dosis de veneno de rastrevíspula. No la suficiente para inducirte un desmayo de tres días, sino lo bastante para llenar ese recuerdo de miedo y duda. Y eso es lo que tu cerebro guarda en su almacenamiento a largo plazo.
Empiezo a marearme. Prim pregunta lo que estoy pensando:
—¿Es eso lo que le han hecho a Peeta? ¿Han sacado sus recuerdos de Katniss y los han distorsionado para que sean aterradores?
—Tan aterradores que la ve como una amenaza letal —responde Beetee, asintiendo—. Tanto como para intentar matarla. Sí, es nuestra teoría en estos momentos.
Me cubro la cara con los brazos porque esto no está pasando, es imposible. Que alguien obligue a Peeta a olvidar que me quiere…, nadie podría hacer eso.
—Pero puede arreglarse, ¿verdad? —pregunta Prim.
—Bueno, tenemos pocos datos al respecto —dice Plutarch—. Ninguno, de hecho. Si la rehabilitación de un secuestrado se ha intentado antes, no tenemos acceso a esos archivos.
—Pero lo vais a intentar, ¿no? —insiste Prim—. No lo dejaréis encerrado en una habitación acolchada para que siga sufriendo, ¿verdad?
—Claro que lo intentaremos, Prim —dice Beetee—. Es que no sabemos hasta qué punto tendremos éxito, ni siquiera si lo tendremos. Creo que los sucesos aterradores son los más difíciles de erradicar. Al fin y al cabo, son los que por naturaleza recordamos mejor.
—Y, aparte de sus recuerdos de Katniss, todavía no sabemos qué más han modificado —interviene Plutarch—. Estamos reuniendo a un equipo de militares y psiquiatras profesionales para idear un contraataque. Personalmente, soy optimista, creo que se recuperará del todo.
—¿Ah, sí? —responde Prim en tono mordaz—. ¿Y qué crees tú, Haymitch?
Muevo un poco los brazos para ver su expresión a través de la rendija. Se le nota cansado y desanimado.
—Creo que Peeta podría mejorar un poco, pero… no creo que vuelva a ser el mismo —responde.
Vuelvo a cerrar la rendija y los dejo a todos fuera.
—Al menos está vivo —dice Plutarch, como si perdiera la paciencia con nosotros—. Snow ha ejecutado al estilista de Peeta y a su equipo de preparación esta noche, en directo. No tenemos ni idea de qué ha sido de Effie Trinket. Peeta tiene problemas, pero está aquí, con nosotros, y eso es una mejora evidente con respecto a su situación de hace doce horas. Tengámoslo en cuenta, ¿vale?
El intento de Plutarch de animarme (aliñado con las noticias sobre la muerte de otras cuatro, quizá cinco, personas) le sale al revés. Portia, el equipo de preparación de Peeta, Effie. El esfuerzo de reprimir las lágrimas hace que me palpite tanto la garganta que vuelvo a jadear. Al final no les queda más remedio que sedarme.
Cuando despierto me pregunto si ahora sólo podré dormir así, inyectándome medicamentos. Me alegro de que me hayan impedido hablar en los próximos días porque no quiero decir nada. Ni hacer nada. De hecho, soy una paciente modelo, mi letargo se confunde con moderación, con obediencia a las órdenes de los médicos. Ya no quiero llorar. En realidad, sólo consigo aferrarme a una única idea, una imagen de la cara de Snow acompañada por un susurro en la cabeza: «Te mataré».
Prim y mi madre se turnan para acompañarme, me convencen para que trague bocaditos de comida blanda. La gente entra periódicamente para informarme sobre la evolución de Peeta. Los altos niveles de veneno de rastrevíspula empiezan a salir de su cuerpo. Lo tratan sólo desconocidos, nativos del 13 (nadie de casa ni del Capitolio ha podido visitarlo todavía) para evitar que se disparen los recuerdos peligrosos. Un equipo de especialistas trabaja todo el día para diseñar una estrategia con la que curarlo.
Se supone que Gale no debe visitarme, ya que está en cama con una herida en el hombro, pero, la tercera noche, después de que me seden y apaguen la luz para dormir, se mete silenciosamente en mi cuarto. No habla, sólo me acaricia los moratones del cuello con dedos ligeros como alas de polilla, me da un beso entre los ojos y desaparece.
A la mañana siguiente me dejan salir del hospital con instrucciones de moverme despacio y no hablar más de lo necesario. No me imprimen un horario, así que vago sin rumbo hasta que Prim pide permiso en el hospital para llevarme al nuevo compartimento de mi familia, el 2212. Es idéntico al anterior, aunque sin ventana.
A Buttercup le han asignado una ración de comida al día y una caja de arena que guardamos bajo el lavabo del baño. Cuando Prim me mete en la cama, el gato salta sobre mi almohada y le pide atención. Ella lo acuna, pero sigue pendiente de mí.
—Katniss, sé que lo que le está pasando a Peeta es terrible para ti, pero recuerda que Snow ha estado con él varias semanas y que nosotros sólo hemos tenido unos cuantos días. Existe una posibilidad de que el viejo Peeta, el que te quiere, siga ahí dentro intentando volver contigo. No te rindas.
Miro a mi hermana pequeña y veo que ha heredado las mejores cualidades de nuestra familia: las manos sanadoras de mi madre, la sensatez de mi padre y mi espíritu de lucha. También hay algo más, algo que es sólo de ella: la habilidad para contemplar el lío que es la vida y ver las cosas como son. ¿Llevará razón? ¿Podría volver Peeta conmigo?
—Tengo que irme al hospital —me dice, colocándome a Buttercup al lado—. Os dejo para que os hagáis compañía, ¿vale?
El gato salta de la cama, la sigue hasta la puerta y se queja amargamente al ver que lo deja atrás. Somos tan buena compañía el uno para el otro como la tierra del suelo. Al cabo de unos treinta segundos me doy cuenta de que no soporto estar encerrada en esta celda subterránea, así que abandono a Buttercup a su suerte. Me pierdo varias veces pero, al final, consigo llegar a Defensa Especial. Todos los que me ven se quedan mirando los moratones, y no puedo evitar sentirme cohibida hasta el punto de subirme el cuello hasta las orejas.
Deben de haberle dado el alta a Gale esta mañana, porque me lo encuentro en una de las salas de investigación con Beetee. Están absortos, inclinados sobre un plano, tomando medidas. Varias versiones de la imagen cubren la mesa y el suelo. En las paredes de corcho y en varias pantallas de ordenador hay otros diseños de algún tipo. En las líneas bastas de uno reconozco la trampa de lazo de Gale.
—¿Qué es esto? —pregunto con voz ronca, apartando su atención de la hoja.
—Ah, Katniss, nos has encontrado —dice Beetee alegremente.
—¿Qué? ¿Es un secreto? —pregunto; sabía que Gale había pasado mucho tiempo trabajando con Beetee, pero suponía que estaban jugueteando con arcos y pistolas.
—La verdad es que no, aunque me he sentido un poco culpable por robarte tanto a Gale —reconoce Beetee.
Como he estado desorientada, preocupada, enfadada, en maquillaje u hospitalizada casi todo el tiempo que llevo en el 13, no puedo decir que las ausencias de Gale me hayan supuesto una molestia. Las cosas entre nosotros tampoco han estado demasiado bien. Sin embargo, dejo que Beetee me deba un favor.
—Espero que hayas estado aprovechando bien su tiempo —le digo.
—Ven a ver —responde, haciendo un gesto para que me acerque a una pantalla de ordenador.
Esto es lo que han estado haciendo: han usado las ideas fundamentales de las trampas de Gale para adaptarlas y convertirlas en armas contra humanos. Bombas, sobre todo. No se trata tanto de la mecánica de las bombas como de la psicología que hay tras ellas. Se colocan minas en una zona con algo esencial para la supervivencia: una fuente de agua o de comida. Se asusta a las presas para que huyan hacia la zona de la trampa. Se pone en peligro a las crías para atraer al objetivo deseado: los padres. Se atrae a la víctima a lo que parece ser un refugio seguro… en el que espera la muerte. Llegados a cierto punto, Gale y Beetee abandonaron la naturaleza y se centraron en impulsos más humanos, como la compasión. Estalla una bomba; se deja un tiempo para que la gente corra en ayuda de los heridos; entonces estalla una segunda bomba, más potente, y los mata a todos.
—Me parece que eso es cruzar una línea —digo—. Entonces, ¿todo vale? —Los dos se me quedan mirando, Beetee dudoso y Gale con expresión hostil—. Supongo que no hay ningún manual sobre lo que resulta aceptable o no hacerle a otro ser humano.
—Claro que sí: Beetee y yo hemos estado siguiendo el mismo manual que el presidente Snow cuando secuestró a Peeta —responde Gale.
Cruel, pero al grano. Me voy sin hacer más comentarios. Si no salgo de aquí de inmediato puede que me ponga a echar humo. Sin embargo, Haymitch me intercepta antes de que salga de Defensa Especial.
—Ven —me dice—, te necesitamos en el hospital.
—¿Para qué?
—Van a intentar algo con Peeta —responde—. Quieren enviar a la persona más inocua posible del 12, encontrar a alguien a quien Peeta conozca desde niño, pero nadie demasiado cercano a ti. Están examinando a los candidatos.
Sé que será una tarea complicada, ya que todos los que compartan niñez con Peeta seguramente también serán de la ciudad, y pocos sobrevivieron a las llamas. Sin embargo, cuando llegamos a la sala del hospital que han convertido en espacio de trabajo para el equipo de recuperación de Peeta, la veo charlando con Plutarch: Delly Cartwright. Como siempre, sonríe como si fuera mi mejor amiga. Sonríe así a todo el mundo.
—¡Katniss! —exclama.
—Hola, Delly —la saludo.
Había oído que ella y su hermano menor habían sobrevivido. Sus padres, que llevaban la zapatería de la ciudad, no tuvieron tanta suerte. Parece mayor con la monótona ropa del 13 que no favorece a nadie y el cabello largo amarillo recogido en una práctica trenza, en vez de suelto en tirabuzones. Delly está un poquito más delgada de lo que recuerdo, pero era de los pocos críos del 12 a los que les sobraban un par de kilos. La dieta de este lugar, el estrés y la pena por perder a sus padres habrán contribuido.
—¿Cómo te va? —le pregunto.
—Bueno, han sido muchos cambios de golpe —responde, y se le llenan los ojos de lágrimas—. Pero todo el mundo es muy agradable en el 13, ¿verdad?
Delly lo dice en serio, le gusta la gente, toda la gente, no sólo unos cuantos a los que ha tenido tiempo de conocer durante muchos años antes de decidirse.
—Se han esforzado por hacernos sentir bien recibidos —respondo; creo que es una afirmación justa, sin pasarse—. ¿Eres la que han elegido para ver a Peeta?
—Supongo. Pobre Peeta. Y pobre de ti. Nunca entenderé al Capitolio.
—Quizá sea mejor para ti.
—Delly conoce a Peeta desde hace tiempo —dice Plutarch.
—¡Oh, sí! —exclama ella, y la cara se le ilumina—. Jugábamos juntos cuando éramos pequeños. Yo le decía a la gente que era mi hermano.
—¿Qué te parece? —pregunta Haymitch—. ¿Hay algo que pueda despertar algún recuerdo sobre ti?
—Estábamos todos en la misma clase, pero no coincidíamos mucho —respondo.
—Katniss era tan asombrosa que nunca se me pasó por la cabeza que pudiera fijarse en mí —comenta Delly—. Era capaz de cazar, de ir al Quemador y todo eso. Todos la admiraban.
Tanto Haymitch como yo tenemos que observarla atentamente para determinar si bromea. Por cómo lo dice, yo no tenía apenas amigos porque era tan excepcional que intimidaba a la gente. No es cierto: apenas tenía amigos porque no era amistosa. Hace falta alguien como Delly para convertirme en un ser maravilloso.
—Delly siempre piensa lo mejor de todos —explico—. No creo que Peeta tenga malos recuerdos relacionados con ella —añado, hasta que recuerdo una cosa—. Esperad, en el Capitolio, cuando mentí diciendo que no reconocía a la avox, Peeta me cubrió asegurando que se parecía a Delly.
—Lo recuerdo —dice Haymitch—, pero no sé. No era cierto, Delly no estaba allí de verdad. No creo que pueda competir con varios años de recuerdos infantiles.
—Sobre todo con una compañera tan encantadora como Delly —añade Plutarch—. Venga, vamos a probar.
Plutarch, Haymitch y yo nos metemos en la sala de observación que está al lado de la de Peeta. Dentro ya hay diez miembros de su equipo de recuperación armados con bolis y cuadernos. El vidrio polarizado y el sistema de audio nos permiten observar a Peeta en secreto. Está tumbado, con los brazos sujetos a la cama mediante correas. No intenta liberarse de sus ataduras, aunque sus manos no dejan de moverse. A pesar de tener una expresión más lúcida que cuando intentó estrangularme, todavía no lo reconozco.
Cuando se abre la silenciosa puerta, abre mucho los ojos, alarmado, y después se queda perplejo. Delly entra en el cuarto, vacilante, pero, al acercarse, esboza sin pensarlo una sonrisa.
—¿Peeta? Soy Delly, de casa.
—¿Delly? —pregunta él, y algunas de las nubes parecen aclararse—. Delly, eres tú.
—¡Sí! —exclama ella, obviamente aliviada—. ¿Cómo te sientes?
—Fatal. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?
—Allá vamos —dice Haymitch.
—Le dije que se abstuviera de mencionar a Katniss y al Capitolio —explica Plutarch—. A ver cuánto consigue recordarle de su hogar.
—Bueno…, estamos en el Distrito 13. Ahora vivimos aquí —dice Delly.
—Eso es lo que me cuentan todos, pero no tiene sentido. ¿Por qué no estamos en casa?
—Hubo un… accidente —responde Delly, mordiéndose el labio—. Yo también echo mucho de menos el 12. Estaba pensando en esos dibujos de tiza que hacíamos en los adoquines. Los tuyos eran maravillosos. ¿Recuerdas cuando convertiste cada piedra en un animal diferente?
—Sí, cerdos, gatos y cosas —responde Peeta—. ¿Has dicho… que hubo un accidente?
Veo la capa de sudor que cubre la frente de Delly mientras intenta evitar la pregunta.
—Fue malo. Nadie… pudo quedarse —responde.
—Aguanta, chica —la anima Haymitch.
—Pero sé que esto te va a gustar, Peeta. Han sido muy amables con nosotros, siempre hay comida y ropa limpia, y el colegio es mucho más interesante —asegura Delly.
—¿Por qué no ha venido mi familia a verme? —pregunta Peeta.
—No pueden —responde Delly, y los ojos se le vuelven a llenar de lágrimas—. Mucha gente no logró salir del 12, así que tenemos que empezar una nueva vida aquí. Seguro que les vendrá bien un buen panadero. ¿Recuerdas cuando tu padre nos dejaba hacer muñecos de masa?
—Hubo un incendio —dice Peeta de repente.
—Sí —susurra ella.
—El 12 se ha quemado, ¿verdad? Por ella —añade Peeta, enfadado—. ¡Por Katniss! —grita, tirando de las correas.
—Oh, no, Peeta, no fue culpa suya —le asegura Delly.
—¿Te lo ha dicho ella? —le escupe Peeta.
—Sacadla de ahí —ordena Plutarch.
La puerta se abre de inmediato y Delly empieza a retroceder hacia ella muy despacio.
—No tuvo que hacerlo, yo estaba… —empieza.
—¡Porque miente! ¡Es una mentirosa! ¡No te creas nada de lo que diga! ¡Es una especie de muto que ha creado el Capitolio para usarlo contra nosotros! —grita Peeta.
—No, Peeta, no es un… —intenta Delly de nuevo.
—No confíes en ella, Delly —insiste Peeta, frenético—. Yo lo hice, y ella intentó matarme. Mató a mis amigos, a mi familia. ¡Ni siquiera te acerques a ella! ¡Es un muto!
Alguien mete la mano por la puerta, saca a Delly y la puerta se cierra, pero Peeta sigue chillando:
—¡Un muto! ¡Es un muto apestoso!
No sólo me odia y quiere matarme, sino que ya ni siquiera cree que sea humana. La estrangulación fue menos dolorosa.
A mi alrededor, el equipo de recuperación escribe como loco, tomando nota de cada palabra. Haymitch y Plutarch me agarran por los brazos y me sacan de la sala. Después me apoyan en una pared del silencioso pasillo, aunque yo sé que Peeta sigue gritando detrás de la puerta y el cristal.
Prim se equivocaba: no recuperaremos a Peeta.
—No puedo quedarme aquí —digo, entumecida—. Si queréis que sea el Sinsajo, tendréis que enviarme a otra parte.
—¿Adónde quieres ir? —pregunta Haymitch.
—Al Capitolio —respondo, porque es el único lugar en el que me queda algo por hacer.
—No es posible hasta que aseguremos los distritos —dice Plutarch—. La buena noticia es que los enfrentamientos han terminado casi por completo en todos, salvo en el 2. Está siendo un hueso duro de roer.
Es verdad, primero los distritos, después el Capitolio y, por último, acabaré con Snow.
—Bien, enviadme al 2.