«Hoy podría perderlos a los dos».
Intento imaginarme un mundo en el que ya no existan las voces de Gale y Peeta, en el que sus manos queden quietas, en el que sus ojos no parpadeen. Estoy de pie sobre sus cadáveres viéndolos por última vez, abandonando la habitación en la que yacen. Sin embargo, cuando abro la puerta para salir al mundo, sólo hay un tremendo vacío, una pálida nada gris que es, en resumen, mi único futuro.
—¿Quieres que te seden hasta que termine todo? —me pregunta Haymitch, y no bromea.
Estamos hablando de un hombre que se ha pasado toda su vida adulta en el fondo de una botella, intentando anestesiarse contra los crímenes del Capitolio. El chico de dieciséis años que ganó el segundo Vasallaje de los Veinticinco debió de tener gente a la que quería (familia, amigos, quizá una novia) y con la que deseaba volver. ¿Dónde están ahora? ¿Cómo es posible que, hasta que Peeta y yo le caímos encima, no hubiera nadie más en su vida? ¿Qué les haría Snow?
—No —respondo—, quiero ir al Capitolio, quiero formar parte de la misión de rescate.
—Ya se han ido —dice Haymitch.
—¿Cuánto hace? Podría alcanzarlos. Podría…
¿Qué? ¿Qué podría hacer?
Haymitch sacude la cabeza.
—No pasará, eres demasiado valiosa y demasiado vulnerable. Se habló de enviarte a otro distrito para distraer al Capitolio mientras tiene lugar el rescate, pero nadie creyó que fueras capaz de manejarlo.
—¡Por favor, Haymitch! —exclamo, suplicando—. Tengo que hacer algo, no puedo quedarme sentada a esperar si viven o mueren. ¡Tiene que haber algo!
—Vale, deja que hable con Plutarch. Tú quédate ahí.
Pero no puedo. Mientras todavía oigo el eco de las pisadas de Haymitch por el pasillo, me meto por la rendija de la cortina separadora y veo a Finnick tumbado boca abajo con las manos metidas en la funda de la almohada. Aunque es una cobardía (incluso una crueldad) despertarlo de la brumosa tierra de las drogas para traerlo a la cruda realidad, lo hago porque no soporto enfrentarme a esto sola.
Cuando le explico la situación, su agitación inicial disminuye misteriosamente.
—¿Es que no lo ves, Katniss? Esto lo decidirá todo de una u otra forma. Al final del día estarán muertos o con nosotros. Es… ¡Es más de lo que podíamos esperar!
Bueno, es una forma agradable de evaluar nuestra situación. La verdad es que la idea de que este tormento llegue a su fin resulta tranquilizadora.
Haymitch aparta la cortina de golpe. Tiene un trabajo para nosotros, si logramos recuperarnos: todavía necesitan grabar el escenario del 13 tras el bombardeo.
—Si podemos hacerlo en las próximas horas, Beetee lo retransmitirá hasta el rescate y, con suerte, mantendrá al Capitolio atento a otra cosa.
—Sí, una distracción —dice Finnick—, una especie de señuelo.
—Lo que en realidad necesitamos es algo tan absorbente que ni siquiera el presidente Snow sea capaz de apartarse del televisor. ¿Se os ocurre algo así? —pregunta Haymitch.
Tener un trabajo que pueda ayudar a la misión me vuelve a centrar. Mientras me zampo el desayuno y me preparan, intento pensar en qué decir. El presidente Snow debe de estar preguntándose cómo me han afectado el suelo salpicado de sangre y sus rosas. Si me quiere hundida, tendré que estar entera, aunque no creo que lo convenza de nada gritando un par de líneas desafiantes a la cámara. Además, eso no le dará nada de tiempo al equipo de rescate. Los estallidos son cortos; lo que requiere tiempo son las historias.
No sé si funcionará, pero, cuando el equipo de televisión se reúne en la superficie, le pregunto a Cressida si podría empezar preguntándome por Peeta. Me siento en el pilar de mármol caído en el que tuve la crisis, y espero a la luz roja y a la pregunta de Cressida.
—¿Cómo conociste a Peeta?
Y entonces hago lo que Haymitch lleva queriendo que haga desde mi primera entrevista: me abro.
—Cuando conocí a Peeta, yo tenía once años y estaba casi muerta.
Hablo sobre aquel terrible día en que intenté vender ropa de bebé bajo la lluvia, sobre cómo la madre de Peeta me echó de la puerta de la panadería y sobre cómo él se llevó una paliza por llevarme los panes que nos salvaron la vida.
—Nunca habíamos hablado. La primera vez que hablé con Peeta fue en el tren a los Juegos.
—Pero él ya estaba enamorado de ti —dice Cressida.
—Supongo —respondo, esbozando una sonrisita.
—¿Cómo llevas la separación?
—No muy bien. Sé que Snow podría matarlo en cualquier momento, sobre todo desde que advirtió al 13 del bombardeo. Es horrible vivir con algo así, pero, gracias a lo que le están haciendo pasar, ya no tengo ninguna duda: tenemos que hacer lo que haga falta para destruir el Capitolio. Por fin soy libre —añado; miro al cielo y veo a un halcón sobrevolándonos—. El presidente Snow me reconoció una vez que el Capitolio era frágil. En aquel momento no lo entendí, me costaba ver con claridad porque estaba muy asustada. Ahora no. El Capitolio es frágil porque depende de los distritos para todo: comida, energía e incluso los agentes de la paz que nos controlan. Si declaramos nuestra libertad, el Capitolio se derrumba. Presidente Snow, gracias a ti, hoy declaro oficialmente la mía.
He estado correcta, aunque no deslumbrante. A todos les encanta la historia del pan, pero es mi mensaje al presidente lo que hace que Plutarch empiece a darle vueltas a la cabeza. Llama rápidamente a Finnick y Haymitch, y los tres tienen una breve aunque intensa conversación con la que Haymitch no parece muy contento. Plutarch gana: al final, Finnick está pálido, pero asiente.
Mientras Finnick toma asiento frente a la cámara, Haymitch le dice:
—No tienes por qué hacerlo.
—Debo hacerlo si la ayuda —responde él, haciendo una pelota en la mano con su cuerda—. Estoy listo.
No sé qué esperar, ¿una historia de amor sobre Annie? ¿Un relato de los abusos en el Distrito 4? Pero la historia de Finnick Odair toma un curso completamente distinto.
—El presidente Snow solía… venderme…, vender mi cuerpo, quiero decir —empieza con voz monótona y distante—. Y no fui el único. Si pensaban que un vencedor era deseable, el presidente lo ofrecía como recompensa o permitía que lo comprasen por una cantidad de dinero exorbitante. Si te negabas, mataba a algún ser querido. Así que lo hacías.
Entonces, eso explica el desfile de amantes de Finnick en el Capitolio. No eran amantes de verdad, sino gente como nuestro antiguo jefe de agentes de la paz, Cray, que compraba a chicas desesperadas para devorarlas y descartarlas; porque podía. Quiero interrumpir la grabación y suplicar a Finnick perdón por todas las ideas equivocadas que tenía sobre él, pero tenemos un trabajo que hacer y me parece que el papel de Finnick será mucho más eficaz que el mío.
—No fui el único, aunque sí el más popular —sigue diciendo—. Y quizá el que estaba más indefenso, ya que la gente a la que quería también lo estaba. Para sentirse mejor, mis clientes me regalaban dinero y joyas, pero yo descubrí una forma de pago mucho más valiosa.
«Secretos», pienso. Es lo que me dijo Finnick que le daban sus amantes, sólo que yo creía que lo hacía por decisión propia.
—Secretos —dice, como si me hubiera leído el pensamiento—, y por eso será mejor que permanezcas atento, presidente Snow, porque muchos de ellos son sobre ti. Sin embargo, empecemos con algunos de los demás.
Finnick teje un tapiz tan rico en detalles que no puede dudarse de su autenticidad. Historias sobre extraños apetitos sexuales, traiciones del corazón, codicia sin límites y sangrientos juegos de poder. Secretos de borrachos susurrados sobre almohadas húmedas en mitad de la noche. A Finnick lo vendían y lo compraban, un esclavo de los distritos, y guapo, sin duda, aunque, en realidad, inofensivo. ¿A quién se lo iba a contar? ¿Quién lo creería si lo hiciera? Sin embargo, algunos secretos son demasiado deliciosos para no compartirlos. No conozco a la gente que menciona Finnick (todos parecen ser ciudadanos importantes del Capitolio), pero, de escuchar el parloteo de mi equipo de preparación, sé la atención que puede atraer el más leve desliz. Si un mal corte de pelo generaba horas de cotilleo, ¿qué harán las acusaciones de incesto, puñaladas por la espalda, chantaje e incendio provocado? Mientras las ondas expansivas de conmoción y reproches sacuden el Capitolio, todos estarán esperando, como yo, a oír lo del presidente.
—Y ahora, vamos con nuestro buen presidente Coriolanus Snow —dice Finnick—. Era un hombre muy joven cuando alcanzó el poder y fue lo bastante listo para conservarlo. Os preguntaréis cómo lo logró. Pues sólo hace falta que os diga una palabra, con eso basta: veneno.
Finnick se remonta a la ascensión política de Snow, de la que no sé nada, y avanza hasta el presente señalando caso tras caso de muerte misteriosa de sus adversarios o, aun peor, de los aliados que podían llegar a convertirse en amenazas. Gente que cae muerta en un banquete o que muere poco a poco de manera inexplicable, empeorando con el paso de los meses. Se le echa la culpa a un marisco en mal estado, un virus escurridizo o una debilidad de la aorta de la que no se tenía noticia. Snow bebe de la copa envenenada para evitar las sospechas, pero los antídotos no siempre funcionan, así que por eso dicen que lleva rosas que apestan a perfume, para tapar el hedor a sangre de las llagas de la boca, que nunca se curan. Dicen, dicen, dicen… que Snow tiene una lista y nadie sabe quién será el siguiente.
Veneno, el arma perfecta para una serpiente.
Como mi opinión del Capitolio y su noble presidente ya era bastante mala de por sí, las acusaciones de Finnick no me sorprenden. Sí que parecen tener mucho más efecto en los rebeldes del Capitolio, como mi equipo y Fulvia; incluso Plutarch se sorprende de vez en cuando, quizá porque se pregunta cómo se le habrá pasado algún cotilleo en concreto. Cuando Finnick termina, siguen grabando hasta que él mismo tiene que decir:
—Corten.
El equipo se apresura a ir a editar el material, y Plutarch se lleva a Finnick para hablar con él, seguramente por si tiene más historias. Me quedo con Haymitch entre la ruinas, preguntándome si el destino de Finnick podría haber sido el mío. ¿Por qué no? Snow habría sacado un buen precio por la chica en llamas.
—¿Es lo que te pasó a ti? —le pregunto a Haymitch.
—No. Mi madre y mi hermano pequeño. Mi chica. Todos murieron dos semanas después de que me coronaran vencedor. Para castigarme por mi truco con el campo de fuerza. Snow no tenía a nadie que usar contra mí.
—Me sorprende que no te matara y ya está.
—Oh, no, yo era el ejemplo, la persona que mostrar a los jóvenes como Finnick, Johanna y Cashmere. Así sabrían lo que le pasa a un vencedor que causa problemas —responde Haymitch—. Pero él sabía que ya no tenía nada que usar contra mí.
—Hasta que llegamos Peeta y yo —digo en voz baja; ni siquiera se encoge de hombros para responder.
Una vez hecho nuestro trabajo, no nos queda más que esperar. Intentamos ocupar los largos minutos en Defensa Especial, haciendo nudos, dándole vueltas a la comida en los cuencos y volando cosas en pedazos en el campo de tiro. Como temen que detecten las comunicaciones, no hay contacto con el equipo de rescate. A las 15:00, la hora acordada, nos quedamos tensos y en silencio en el fondo de una sala llena de pantallas y ordenadores, y vemos cómo Beetee y su equipo intentan dominar las ondas. Su distracción y nerviosismo habituales pasan a convertirse en una determinación que no le había visto nunca. Poco de mi entrevista consigue emitirse, sólo lo justo para demostrar que sigo viva y desafiante. Es el relato salaz y sangriento de Finnick sobre el Capitolio lo que ocupa toda la emisión. ¿Están mejorando las habilidades de Beetee? ¿O es que sus homólogos del Capitolio están demasiado fascinados como para cortar a Finnick? Durante los siguientes sesenta minutos, la emisión del Capitolio mezcla las noticias normales de la tarde con Finnick y los intentos de apagarlo todo. Sin embargo, el equipo técnico de los rebeldes consigue superar incluso los intentos de apagón y, en un verdadero golpe maestro, mantienen el control durante casi todo el ataque a Snow.
—¡Soltadlo! —exclama Beetee, alzando las manos al cielo para devolver la retransmisión al Capitolio; después se seca la cara con un trapo—. Si no han salido ya, están todos muertos —anuncia, y se vuelve para ver cómo reaccionamos Finnick y yo ante sus palabras—. Pero tenían un gran plan. ¿Os lo ha explicado Plutarch?
Claro que no. Beetee nos lleva a otro cuarto y nos enseña cómo el equipo, con la ayuda de los rebeldes infiltrados, intentará (ha intentado) liberar a los vencedores de una cárcel subterránea. Al parecer han metido un gas narcotizante por el sistema de ventilación, han cortado la electricidad, han hecho estallar una bomba en un edificio gubernamental a varios kilómetros de la cárcel y, además, hemos interrumpido la emisión oficial de la tele. Beetee se alegra de que el plan nos resulte difícil de seguir, porque entonces también se lo resultará a nuestros enemigos.
—¿Como tu trampa eléctrica en la arena? —pregunto.
—Exacto, y mira lo bien que salió —responde él.
«Bueno…, no mucho», pienso.
Finnick y yo intentamos quedarnos en Mando, donde seguro que llegarán las primeras noticias del rescate, pero nos lo prohíben porque están tratando asuntos serios de la guerra. Nos negamos a salir de Defensa Especial y acabamos esperando noticias en la sala de los colibríes.
Haciendo nudos, haciendo nudos, sin palabras, haciendo nudos, tic, toc, esto es un reloj, sin pensar en Gale, sin pensar en Peeta, haciendo nudos. No queremos cenar, tenemos los dedos en carne viva y ensangrentados. Finnick se acaba rindiendo y adopta la misma posición encogida que en la arena, cuando atacaron los charlajos. Yo perfecciono mi lazo en miniatura y oigo las palabras de El árbol del ahorcado en mi mente. Gale y Peeta. Peeta y Gale.
—¿Te enamoraste de Annie desde el primer momento, Finnick? —le pregunto.
—No —responde; al cabo de un rato, añade—: Los sentimientos aparecieron casi sin darme cuenta.
Rebusco en mi corazón, pero, de momento, la única persona por la que siento algo muy claro es Snow.
Debe de ser medianoche, debe de ser mañana cuando Haymitch abre la puerta.
—Han vuelto. Nos reclaman en el hospital —dice; abro la boca para hacer un aluvión de preguntas, pero él me corta con un—: Es lo único que sé.
Aunque quiero salir corriendo, Finnick está muy raro, como si no pudiera moverse, así que le doy la mano y lo conduzco como si fuera un niño pequeño. Atravesamos Defensa Especial, subimos al ascensor que va para allá y para acá, y llegamos al ala del hospital. Es el caos, hay médicos gritando órdenes y heridos que trasladan en camilla por los pasillos.
Nos pasa de largo una camilla en la que llevan a una joven inconsciente con la cabeza afeitada; tiene moratones y costras supurantes: Johanna Mason, la que sí conocía secretos de los rebeldes, al menos el mío. Y así es como lo ha pagado.
A través de una puerta veo de reojo a Gale, desnudo hasta la cintura y sudando a chorros mientras un médico le saca algo del omóplato con unas pinzas muy largas. Herido, pero vivo. Lo llamo y empiezo a caminar hacia él hasta que una enfermera me empuja y me grita que me largue.
—¡Finnick!
Es una mezcla entre chillido y grito de alegría. Una joven encantadora, aunque algo desaliñada (cabello oscuro enredado y ojos verdes como el mar) corre hacia nosotros cubierta por una sábana.
—¡Finnick!
Y, de repente, es como si no existiera nadie más en el mundo que estas dos personas que atraviesan el espacio para encontrarse. Chocan, se abrazan, pierden el equilibrio, se dan contra una pared y allí se quedan, convertidos en un solo ser indivisible.
Noto una punzada de celos, no por Finnick ni por Annie, sino por su certeza. Viéndolos, nadie dudaría de su amor.
Boggs, que tiene peor aspecto que antes, aunque parece ileso, nos encuentra a Haymitch y a mí.
—Los sacamos a todos salvo a Enobaria. Sin embargo, como es del 2, dudo que la estuvieran reteniendo. Peeta está al final del pasillo. Los efectos del gas empiezan a desaparecer. Deberíais estar allí cuando despierte.
«Peeta».
Sano y salvo. Bueno, quizá no tan sano, pero al menos a salvo y aquí, lejos de Snow. A salvo. Aquí. Conmigo. Podré tocarlo dentro de un minuto, verlo sonreír, oír su risa.
Haymitch me sonríe.
—Venga, vamos —dice.
Casi floto de felicidad. ¿Qué le diré? Oh, ¿qué más da? Peeta estará encantado le diga lo que le diga. Seguramente me besará de todos modos. Me pregunto si será como aquellos últimos besos en la playa de la arena, los que ni siquiera me había atrevido a analizar hasta ahora.
Peeta ya está despierto, sentado en el borde de la cama; mira con desconcierto a los tres médicos que lo tranquilizan, le miran los ojos con linternas y le comprueban el pulso. Me decepciona que mi cara no sea lo primero que vea al despertarse, pero acaba de verme ahora mismo. Primero parece incrédulo y después expresa algo más intenso que no soy capaz de interpretar. ¿Deseo? ¿Desesperación? Seguramente las dos cosas, porque aparta a los médicos, salta de la cama y avanza hacia mí. Corro hacia él con los brazos extendidos y él alarga las manos, buscándome, imagino que para acariciarme la cara.
Justo cuando empiezo a decir su nombre, me agarra del cuello con ambas manos.