Boggs me coge con fuerza del brazo, pero ya no pienso escapar. Miro al hospital (justo a tiempo de ver cómo cede el resto de la estructura) y dejo de luchar. Todas esas personas, los cientos de heridos, los parientes y los médicos del 13, ya no existen. Me vuelvo hacia Boggs y veo que tiene hinchada la cara por la patada de Gale. Aunque no soy una experta, estoy bastante segura de que le ha roto la nariz. A pesar de todo, suena más resignado que enfadado:
—De vuelta a la pista.
Doy un paso adelante, obediente, y hago una mueca al notar el dolor de la rodilla derecha. El subidón de adrenalina ya ha pasado y todas las partes de mi cuerpo se unen en un coro de quejas. Estoy machacada, ensangrentada y alguien me está pegando martillazos en la sien izquierda desde dentro del cráneo. Boggs me examina rápidamente la cara, me sube en brazos y corre hacia la pista. A medio camino vomito encima de su chaleco antibalas. Creo que suspira, aunque es difícil saberlo, porque está sin aliento.
Un aerodeslizador pequeño, distinto al que nos trajo aquí, nos espera en la pista. En cuanto mi equipo sube a bordo, despegamos. Esta vez no hay ni asientos cómodos ni ventanas, sino que estamos en una especie de avión de mercancías. Boggs se encarga de los primeros auxilios de todos para que resistan hasta que lleguemos al 13. Quiero quitarme el chaleco porque también ha recibido buena parte del vómito, pero hace demasiado frío para eso. Me quedo tumbada en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo de Gale. Lo último que recuerdo es a Boggs poniéndome encima un par de sacos de arpillera.
Cuando me despierto, estoy calentita y remendada en mi vieja habitación del hospital. Mi madre está aquí, comprobando mis constantes vitales.
—¿Cómo te sientes?
—Un poco machacada, pero bien —respondo.
—Nadie nos dijo que te ibas hasta que ya no estabas aquí.
Siento una punzada de culpa. Cuando tu familia ha tenido que enviarte dos veces a los Juegos del Hambre, es un detalle de los que no deben olvidarse.
—Lo siento, no esperaban el ataque, se suponía que iba a visitar a los pacientes —le explico—. La próxima vez haré que te lo consulten.
—Katniss, a mí nadie me consulta nada.
Es cierto, ni siquiera yo desde que murió mi padre. ¿Por qué fingir?
—Bueno, pues al menos haré que te lo… notifiquen.
En la mesita de noche está el fragmento de metralla que me han sacado de la pierna. Los médicos están más preocupados con el daño cerebral a consecuencia de las explosiones ya que mi conmoción todavía no se había curado del todo, pero no veo doble ni nada, y puedo pensar con bastante claridad. He dormido toda la tarde y la noche, así que estoy muerta de hambre. El tamaño del desayuno me resulta decepcionante, sólo unos cuantos trocitos de pan mojados en leche tibia. Me han llamado para una reunión a primera hora en Mando. Cuando empiezo a levantarme me doy cuenta de que piensan llevarme en la camilla directamente. Quiero ir andando, pero eso está descartado, así que negocio para que me dejen ir en silla de ruedas. Estoy bien, en serio…, salvo por la cabeza, la pierna, los moratones y las náuseas que me entran un par de minutos después de comer. Quizá la silla sea buena idea.
Mientras me bajan, empieza a preocuparme lo que me encontraré. Gale y yo desobedecimos órdenes directas ayer, y Boggs tiene la herida que lo prueba. Sin duda habrá repercusiones, aunque ¿será capaz Coin de anular nuestro acuerdo sobre la inmunidad de los vencedores? ¿Le habré quitado a Peeta la poca protección que podía ofrecerle?
Cuando llego a Mando, los únicos que ya están presentes son Cressida, Messalla y los insectos. Messalla me mira con una amplia sonrisa y dice:
—¡Ahí está nuestra pequeña estrella!
Los demás sonríen de tan buena gana que no puedo evitar devolverles la sonrisa. En el 8 me impresionaron al seguirme por el tejado durante el bombardeo y obligar a Plutarch a retroceder para poder conseguir las imágenes que querían. Hicieron su trabajo más que de sobra, se enorgullecen de él. Como Cinna.
Se me ocurre la extraña idea de que, si estuviéramos en la arena juntos, los escogería como aliados. Cressida, Messalla y… y…
—Tengo que dejar de llamaros «los insectos» —espeto a los cámaras.
Les explico que no sabía sus nombres, pero sus trajes me recordaban a esas criaturas. La comparación no parece molestarlos. Incluso sin los trajes se parecen mucho entre sí: mismo pelo rojizo, barba roja y ojos azules. El de las uñas mordidas se presenta como Castor, y el otro, que es su hermano, se llama Pollux. Espero a que Pollux diga algo, pero se limita a asentir. Al principio creo que es tímido o un hombre de pocas palabras. Sin embargo, hay algo más, algo en la posición de los labios, en el esfuerzo adicional que le supone tragar, y lo sé antes de que me lo diga Castor: Pollux es un avox. Le cortaron la lengua y nunca volverá a hablar. Ya no tengo que preguntarme qué es lo que lo impulsa a arriesgarlo todo por ayudar a destruir el Capitolio.
Mientras se va llenando la sala me preparo para una acogida menos agradable, pero los únicos que demuestran alguna negatividad son Haymitch (que, de todos modos, siempre está de mal humor) y Fulvia Cardew, que tiene cara de avinagrada. Boggs lleva una máscara de plástico de color carne desde el labio superior a la frente (no me equivoqué con lo de la nariz rota), así que resulta difícil interpretar su expresión. Coin y Gale están absortos en una conversación que parece muy cordial.
Cuando Gale se acomoda en el asiento que hay al lado de mi silla de ruedas, le pregunto:
—¿Haciendo amigos?
Él mira brevemente a la presidenta y después a mí.
—Bueno, uno de los dos tiene que ser accesible —responde, tocándome la sien con cariño—. ¿Cómo te sientes?
Deben de haber servido estofado de calabacín con ajo en el desayuno porque, cuanta más gente se acumula, más huele. Se me revuelve el estómago y las luces, de repente, me resultan demasiado brillantes.
—Un poco tambaleante, ¿y tú?
—Estoy bien. Me sacaron un par de fragmentos de metralla, nada grave.
Coin manda guardar silencio.
—Nuestro asalto a las ondas ha comenzado oficialmente. Para los que os perdisteis la retransmisión durante veinticuatro horas ininterrumpidas de nuestra primera propo y las diecisiete repeticiones que Beetee ha conseguido poner en antena desde entonces, empezaremos viéndola.
¿Repeticiones? Así que no sólo consiguieron unas imágenes aceptables, sino que ya han montado una propo y la han emitido varias veces. Las manos me sudan al pensar en verme en el televisor. ¿Y si lo hago fatal? ¿Y si estoy tan rígida y absurda como en el estudio, y han tenido que rendirse y emitirlo de todos modos? De la mesa salen unas pantallas individuales, las luces se oscurecen y los presentes guardan silencio.
Al principio mi pantalla está en negro. Entonces aparece una llamita vacilante en el centro que florece, se propaga y se come en silencio la oscuridad hasta que todo el televisor queda cubierto por un fuego tan real e intenso que casi puedo notar el calor que emana. La imagen dorado rojizo de mi insignia del sinsajo surge del centro, reluciente. Claudius Templesmith, el presentador oficial de los Juegos del Hambre, dice:
—Katniss Everdeen, la chica en llamas, sigue ardiendo.
De repente ahí estoy, sustituyendo al sinsajo, de pie delante de las llamas y el humo reales del Distrito 8.
—Quiero decir a los rebeldes que estoy viva, que estoy aquí, en el Distrito 8, donde el Capitolio acaba de bombardear un hospital lleno de hombres, mujeres y niños desarmados. No habrá supervivientes.
Ponen una imagen del hospital hundiéndose, de la desesperación de los testigos, mientras yo sigo hablando:
—Quiero decirles que si creen por un solo segundo que el Capitolio nos tratará con justicia, están muy equivocados. Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen.
Otra imagen mía levantando las manos para señalar la atrocidad que me rodea.
—¡Esto es lo que hacen! ¡Y tenemos que responder!
Y meten un montaje realmente fantástico de la batalla. Las primeras bombas cayendo, nosotros corriendo, volando por los aires (con un primer plano de mi herida, que es sangrienta y queda bien), subiendo al tejado, metiéndonos en los nidos, y algunas imágenes asombrosas de los rebeldes, de Gale y, sobre todo, de mí, de mí y de mí derribando aquellos aviones. Después vuelven a sacarme avanzando hacia la cámara.
—¿El presidente Snow dice que está enviándonos un mensaje? Bueno, pues yo tengo uno para él: puedes torturarnos, bombardearnos y quemar nuestros distritos hasta los cimientos, pero ¿ves eso?
Volvemos con la cámara que muestra los aviones que arden en el tejado del almacén y se queda fija en el ala con el sello del Capitolio, que se difumina hasta convertirse en mi cara gritando al presidente:
—¡El fuego se propaga!
Las llamas vuelven a comerse la pantalla y sobre ellas, en negro, unas letras mayúsculas con las palabras:
SI NOSOTROS ARDEMOS,
TÚ ARDERÁS CON NOSOTROS.
Las palabras arden y toda la pantalla se quema hasta fundirse en negro.
Hay un momento de disfrute silencioso seguido de un aplauso y de voces pidiendo volver a verlo. Coin, complaciente, vuelve a reproducirlo y, esta vez, como ya sé lo que va a pasar, intento fingir que lo veo en mi televisor de la Veta. Nunca antes se ha visto algo así en televisión, al menos desde que nací.
Cuando por fin se oscurece de nuevo la pantalla, necesito saber más:
—¿Se ha visto en todo Panem? ¿Lo han visto en el Capitolio?
—En el Capitolio, no —responde Plutarch—. No hemos podido entrar en su sistema, aunque Beetee trabaja en ello. Pero sí se ha visto en todos los distritos, incluso en el 2, que quizá sea más valioso que el Capitolio en estos momentos.
—¿Está con nosotros Claudius Templesmith? —pregunto.
—Sólo su voz —responde Plutarch después de recuperarse del ataque de risa—. Aunque eso podemos usarlo como queramos. Ni siquiera hemos tenido que editarla, ya que dijo esas mismas palabras en tus primeros Juegos. —Da una palmada en la mesa—. ¿Y si le damos otro aplauso a Cressida, su asombroso equipo y, por supuesto, a nuestra estrella televisiva?
Yo también aplaudo hasta que me doy cuenta de que soy la estrella televisiva y de que quizá quede como una repelente si me aplaudo a mí misma, aunque nadie me presta atención. Me fijo en la cara de Fulvia, eso sí. Debe de ser muy duro para ella ver cómo la idea de Haymitch triunfa bajo el mando de Cressida, mientras que la de Fulvia salió tan mal.
Coin parece haber llegado al límite de su tolerancia con las felicitaciones mutuas.
—Sí, y bien merecido. El resultado es mejor de lo esperado. Sin embargo, tengo que cuestionar el excesivo margen de riesgo con el que habéis jugado. Sé que el ataque era imprevisible, pero, dadas las circunstancias, creo que deberíamos analizar la decisión de enviar a Katniss a un combate real.
¿La decisión? ¿De enviarme al combate? ¿Entonces no sabe que desobedecí órdenes de manera flagrante, que me arranqué el auricular y huí de mis guardaespaldas? ¿Qué más le han ocultado?
—Fue una decisión difícil —responde Plutarch, frunciendo el ceño—. Pero todos estuvimos de acuerdo en que no íbamos a sacar nada bueno si la encerrábamos en un búnker cada vez que sonaba un disparo.
—¿Y a ti te parece bien? —me pregunta la presidenta.
Gale tiene que darme una patada bajo la mesa para que me dé cuenta de que habla conmigo.
—¡Oh! Sí, me parece muy bien. Me sentó estupendamente hacer algo, para variar.
—Bueno, pues vamos a ser un poquito más sensatos con sus salidas. Sobre todo ahora que el Capitolio sabe lo que puede hacer —responde Coin, y todos murmuran su asentimiento.
Nadie nos ha delatado a Gale y a mí, ni Plutarch, de cuya autoridad pasamos; ni Boggs, con su nariz rota; ni los insectos a los que condujimos a los disparos; ni Haymitch…, no, espera un segundo, Haymitch me mira con una sonrisa mortífera y dice:
—Sí, no queremos perder a nuestro pequeño Sinsajo cuando por fin empieza a cantar.
Tomo nota mental de que no debo quedarme a solas con él, porque está claro que planea su venganza por culpa de ese estúpido auricular.
—Bueno, ¿qué más tenéis pensado? —pregunta la presidenta.
Plutarch hace un gesto con la cabeza a Cressida, que consulta sus notas y responde:
—Tenemos unas imágenes increíbles de Katniss en el hospital del 8. Debería haber otra propo con el tema: «Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen». Nos centraremos en Katniss interactuando con los pacientes, sobre todo con los niños, después pondremos el bombardeo del hospital y las ruinas. Messalla lo está montando. También estamos pensando en algo sobre el Sinsajo, en resaltar los mejores momentos de Katniss mezclados con escenas de la revuelta rebelde y grabaciones de la guerra. Lo llamaremos: «El fuego se propaga». Y a Fulvia se le ha ocurrido una idea genial.
La expresión avinagrada de Fulvia desaparece de golpe por la sorpresa, aunque se recupera y dice:
—Bueno, no sé si es genial, pero se me ocurrió que podríamos hacer una serie de propos llamada «Recordamos». En cada una de ellas nos centraríamos en uno de los tributos muertos: la pequeña Rue del 11 o la vieja Mags del 4. La idea es dirigirnos a cada distrito con un recuerdo muy personal.
—Un tributo a vuestros tributos, por así decirlo —añade Plutarch.
—Eso es genial, sin duda, Fulvia —digo con sinceridad—. Es la mejor forma de recordar a la gente por qué lucha.
—Creo que podría funcionar —responde ella—. Pensaba en usar a Finnick para la introducción y para narrar los anuncios. Si es que os parece interesante.
—Francamente, cuantas más propos con ese lema tengamos, mejor —asegura Coin—. ¿Puedes empezar a producirlas hoy?
—Por supuesto —responde Fulvia, claramente ablandada por la reacción ante su idea.
Cressida lo ha suavizado todo en el departamento creativo con su gesto. Ha alabado a Fulvia por lo que realmente es, de hecho, una gran idea, y ha allanado el camino para seguir con su propia representación televisiva del Sinsajo. Lo más interesante es que Plutarch no necesita llevarse parte del crédito. Lo único que quiere es que el asalto a las ondas funcione. Recuerdo que Plutarch es un Vigilante Jefe, no un miembro del equipo ni una pieza de los Juegos, por lo que su valía no queda definida por un solo elemento, sino por el éxito general de la producción. Si ganamos la guerra, él saldrá a recibir los aplausos y exigirá su recompensa.
La presidenta envía a todos a trabajar, así que Gale me devuelve al hospital. Nos reímos un poco con el encubrimiento, y Gale dice que nadie quería quedar mal admitiendo que no lograron controlarnos. Yo soy más amable y respondo que, como por fin habían sacado unas imágenes decentes, seguramente no deseaban arriesgarse a que no nos volvieran a sacar. Es probable que ambas cosas sean ciertas. Gale tiene que ir a reunirse con Beetee en Armamento Especial, así que doy una cabezada.
Es como si sólo llevara unos minutos con los ojos cerrados, pero, cuando los abro, doy un respingo al ver a Haymitch sentado a medio metro de mi cama. Esperando. Seguramente lleva ahí varias horas, si el reloj no me engaña. Aunque considero la posibilidad de gritar pidiendo ayuda, lo cierto es que tendré que enfrentarme a él tarde o temprano.
Haymitch se inclina sobre mí y me pone delante de la nariz algo que cuelga de un fino cable blanco. Es difícil fijar la vista en él, pero estoy bastante segura de lo que se trata. Lo deja caer en las sábanas.
—Éste es tu auricular. Te daré una última oportunidad de usarlo. Si te lo vuelves a quitar, haré que te pongan esto —añade, sosteniendo en alto una especie de casco metálico al que instantáneamente bautizo como «los grilletes para cabezas»—. Es una unidad de audio alternativa que se cierra alrededor de tu cráneo y bajo la barbilla hasta que se abre con una llave. Y yo tendré la única llave. Si por algún motivo eres lo bastante lista para desactivarlo —sigue diciendo mientras tira los grilletes para cabezas en la cama y saca un diminuto chip plateado—, autorizaré que te implanten quirúrgicamente este transmisor en la oreja, de modo que pueda hablar contigo veinticuatro horas al día.
Haymitch en mi cabeza a tiempo completo. Aterrador.
—Me pondré el auricular —mascullo.
—¿Cómo dices?
—¡Que me pondré el auricular! —exclamo, lo bastante alto para despertar a medio hospital.
—¿Estás segura? Porque a mí me viene bien cualquiera de las tres opciones.
—Estoy segura —respondo, y aprieto el auricular en el puño con aire protector, a la vez que mi mano libre le lanza a la cara los grilletes, aunque él los intercepta sin problemas. Seguro que ya se lo esperaba—. ¿Algo más?
—Mientras esperaba… me he zampado tu comida —responde él al levantarse.
Observo el cuenco de estofado vacío y la bandeja que hay sobre la mesita.
—Voy a denunciarte —mascullo contra la almohada.
—Sí, preciosa, hazlo.
Haymitch sale del hospital sabiendo que no soy una chivata.
Quiero volver a dormirme, pero estoy inquieta. Las imágenes de ayer empiezan a inundar el presente. Los bombardeos, la violenta caída de los aviones, los rostros de los heridos que ya no existen… Imagino muerte por todas partes. El último momento antes de ver caer una bomba al suelo, la sensación de sentir cómo vuelan en pedazos el ala de mi avión y la espeluznante caída al olvido, el tejado del almacén cayendo sobre mí mientras permanezco atrapada en mi catre. Las cosas que vi, en persona o grabadas. Las cosas que provoqué con un disparo de mi arco. Las cosas que nunca podré borrar de mi memoria.
Durante la cena, Finnick se lleva su bandeja a mi cama para poder ver conmigo la nueva propo en la tele. Le han asignado un cuarto en mi antigua planta, pero tiene tantas recaídas mentales que, básicamente, vive en el hospital. Los rebeldes emiten la propo «Porque ya sabéis quiénes son y lo que hacen» que ha editado Messalla. Las imágenes están salpicadas de cortas grabaciones de estudio en las que Gale, Boggs y Cressida describen el incidente. Resulta difícil contemplar cómo me recibieron en el hospital del 8 ahora que sé lo que viene después. Cuando las bombas caen sobre el tejado, entierro la cara en la almohada y no vuelvo a mirar hasta que aparece una breve grabación mía al final, después de la muerte de las víctimas.
Al menos, Finnick no aplaude ni se pone contento después de verla, sino que dice:
—La gente tenía que saber lo que pasó. Ahora ya lo sabe.
—Vamos a apagarlo, Finnick, antes de que vuelvan a ponerlo —le pido, pero cuando está a punto de agarrar el mando a distancia, grito—: ¡Espera!
El Capitolio presenta un bloque especial y hay algo en él que me resulta familiar. Sí, es Caesar Flickerman, y creo que sé quién será su invitado.
La transformación física de Peeta me horroriza: el chico sano y de ojos limpios que vi hace unos días ha perdido al menos siete kilos y tiene un temblor nervioso en las manos. Sigue estando bien arreglado, aunque bajo la pintura que no logra taparle las bolsas de los ojos y la ropa elegante que no puede esconder el dolor que siente al moverse, veo una persona a la que han hecho mucho daño.
La cabeza me da vueltas intentando encontrarle sentido. ¡Si acabo de verlo hace cuatro…, no, creo que cinco días! ¿Cómo se ha deteriorado a tanta velocidad? ¿Qué le han hecho en tan poco tiempo? Entonces me doy cuenta. Vuelvo a reproducir en mi mente todo lo que recuerdo de su primera entrevista con Caesar en busca de algo que la ubique en el tiempo, y no hay nada. Podrían haberla grabado un día o dos después de que estallara la arena y después hacerle lo que han querido desde entonces.
—Oh, Peeta… —susurro.
Caesar y Peeta intercambian algunas frases tontas antes de que Caesar le pregunte por los rumores que dicen que estoy grabando propos para los distritos.
—La están usando, está claro —responde Peeta—. Para azuzar a los rebeldes. Dudo que ni siquiera sepa lo que pasa en la guerra, lo que está en juego.
—¿Te gustaría decirle algo?
—Sí —responde él, mirando directamente a la cámara, mirándome directamente a los ojos—. No seas tonta, Katniss, piensa por ti misma. Te han convertido en un arma que será esencial para la destrucción de la humanidad. Si tienes alguna influencia real, úsala para frenar esto, úsala para detener la guerra antes de que sea demasiado tarde. Pregúntate esto: ¿de verdad confías en las personas con las que trabajas? ¿De verdad sabes qué está pasando? Y si no lo sabes…, averígualo.
Fundido en negro. Sello de Panem. Se acabó el espectáculo.
Finnick pulsa el botón del mando que apaga el televisor. Dentro de un minuto vendrá alguien para ver el daño que han causado las condiciones y las palabras de Peeta. Tendré que decir que Peeta se equivoca, aunque la verdad es que no confío ni en los rebeldes ni en Plutarch, ni en Coin. No estoy segura de que me cuenten la verdad y no sabré disimularlo. Oigo pisadas.
Finnick me agarra con fuerza por los brazos.
—No lo hemos visto.
—¿Qué? —le pregunto.
—No hemos visto a Peeta, sólo la propo del 8. Después hemos apagado el televisor porque las imágenes te alteraban. ¿Lo pillas? —pregunta, y yo asiento—. Termínate la cena.
Me recompongo lo bastante como para que Plutarch y Fulvia me vean con la boca llena de pan y col al entrar. Finnick está hablando sobre lo bien que daba Gale en cámara. Los felicitamos por la propo, dejamos claro que era tan impactante que hemos tenido que apagar la tele justo después. Parecen aliviados. Nos creen.
Nadie menciona a Peeta.