La conmoción que sufrí ayer al oír la voz de Haymitch, al saber que no sólo volvía a estar en forma, sino que además volvía a ejercer algún control sobre mi vida, me puso furiosa. Dejé el estudio de inmediato y hoy me he negado a hacer caso de sus comentarios desde la cabina. Aun así, supe inmediatamente que estaba en lo cierto sobre mi actuación.
Ha tardado toda la mañana en convencer a los demás de mis limitaciones, de que no soy capaz de hacerlo, de que no puedo plantarme en un estudio de televisión con un disfraz, maquillaje y una nube de humo falso, y arengar a los distritos a la victoria. La verdad es que resulta sorprendente que haya sobrevivido tanto tiempo a las cámaras. El mérito, por supuesto, es de Peeta. Sola no puedo ser el Sinsajo.
Nos reunimos en torno a la enorme mesa de Mando: Coin y los suyos; Plutarch, Fulvia y mi equipo de preparación; un grupo del 12 en el que están Haymitch y Gale, aunque también otros tantos que me sorprenden, como Leevy y Sae la Grasienta. En el último momento aparece Finnick empujando la silla de Beetee, acompañados por Dalton, el experto en ganado del 10. Supongo que Coin ha reunido a esta extraña selección para que sea testigo de mi fracaso.
Sin embargo, es Haymitch el que da la bienvenida a todos, y por sus palabras entiendo que han venido porque él los ha invitado. Es la primera vez que estamos en una habitación juntos desde que le arañé la cara. Evito mirarlo a los ojos, aunque veo su reflejo en uno de los relucientes cuadros de control que cubren las paredes: está algo amarillo y ha perdido mucho peso, así que es como si hubiera encogido. Durante un segundo temo que se esté muriendo; tengo que recordarme que no me importa.
Lo primero que hace Haymitch es enseñar la grabación que acabamos de hacer. Creo que he alcanzado un nuevo mínimo bajo las órdenes de Plutarch y Fulvia, porque tanto mi voz como mi cuerpo están como descoyuntados, van a saltos, igual que una marioneta a la que manipulan fuerzas invisibles.
—De acuerdo —dice Haymitch cuando acaba—. ¿Alguien está dispuesto a afirmar que esto nos va a servir para ganar la guerra? —Nadie lo hace—. Eso nos ahorra tiempo. Bueno, vamos a guardar silencio un minuto. Quiero que todos penséis en un incidente en el que Katniss Everdeen os conmoviera. No cuando envidiabais su peinado, ni cuando su vestido ardió, ni cuando disparó medio bien con un arco. No cuando Peeta hacía que os gustara. Quiero oír un momento en el que ella en persona os hiciera sentir algo real.
El silencio se alarga y empiezo a pensar que no acabará nunca, hasta que habla Leevy:
—Cuando se ofreció voluntaria para ocupar el lugar de Prim en la cosecha. Porque estoy seguro de que pensaba que iba a morir.
—Bien, un ejemplo excelente —dice Haymitch; agarra un rotulador morado y se pone a escribir en un cuaderno—. Voluntaria en lugar de su hermana en la cosecha. —Mira a su alrededor y añade—: Otro.
Me sorprende que el siguiente sea Boggs, a quien había tomado por un robot musculoso que hacía cumplir la voluntad de Coin:
—Cuando cantó la canción. Mientras la niña moría.
En algún lugar de mi cerebro aparece la imagen de Boggs con un niño apoyado en sus caderas. Creo que en el comedor. Puede que no sea un robot, al fin y al cabo.
—A quién no se le partió el corazón con eso, ¿verdad? —comenta Haymitch mientras lo escribe.
—Yo lloré cuando drogó a Peeta para poder ir a por su medicina ¡y cuando le dio un beso de despedida! —suelta Octavia; después se tapa la boca, como si de repente se diera cuenta de que había cometido un error.
Pero Haymitch se limita a asentir y dice:
—Ah, sí: droga a Peeta para salvarle la vida. Muy bonito.
Las anécdotas empiezan a surgir rápidamente y sin orden. Cuando me alié con Rue; cuando le di la mano a Chaff en la noche de la entrevista; cuando intenté cargar con Mags… Y una y otra vez, cuando saqué esas bayas que significaron tantas cosas distintas para cada persona: amor por Peeta, negativa a rendirme en una situación imposible o desafío ante la crueldad del Capitolio.
Haymitch levanta el cuaderno y anuncia:
—Entonces, ésta es la pregunta: ¿qué tienen todos estos acontecimientos en común?
—Que eran Katniss —responde Gale en voz baja—, nadie le estaba diciendo qué hacer ni qué decir.
—¡Sin guión, sí! —exclama Beetee, dándome una palmadita en la mano—. Así que sólo tenemos que dejarte solita, ¿verdad?
La gente se ríe, incluso yo sonrío un poco.
—Bueno, todo esto está muy bien, pero no ayuda mucho —dice Fulvia, malhumorada—. Por desgracia, sus oportunidades para ser maravillosa son muy reducidas en el 13. Así que, a no ser que estés sugiriendo lanzarla al combate…
—Eso es justo lo que estoy sugiriendo —responde Haymitch—: sacarla al campo de batalla y dejar que las cámaras graben.
—Pero la gente cree que está embarazada —señala Gale.
—Haremos correr la voz de que perdió al bebé por culpa de la descarga eléctrica de la arena —contesta Plutarch—. Muy triste, una desgracia.
La idea de enviarme a combatir es controvertida, aunque Haymitch tiene un buen caso. Si sólo actúo bien en circunstancias reales, ahí es donde debería estar.
—Si la dirigimos o le damos un guión, lo mejor que podemos esperar de ella es algo aceptable. Tiene que salir de ella, a eso es a lo que responde la gente.
—Aunque tengamos cuidado, no podemos garantizar su seguridad —dice Boggs—. Será un blanco para todos…
—Quiero ir —lo interrumpo—. Aquí no sirvo de nada a los rebeldes.
—¿Y si te matan? —pregunta Coin.
—Pues aseguraos de grabarlo bien. Podréis usarlo de cualquier modo —respondo.
—Vale —dice ella—, pero vayamos paso a paso. Primero encontraremos la situación menos peligrosa que pueda arrancarte algo de espontaneidad. —Se pasea por la sala y examina los mapas iluminados de los distritos, en los que se ven las posiciones de las tropas en la guerra—. Llevadla esta tarde al 8. Por la mañana han tenido muchos bombardeos, pero parece que el ataque ha pasado. La quiero armada con un pelotón de guardaespaldas. Los cámaras en el terreno. Haymitch, tú estarás en el aire y en contacto con ella. Veamos qué pasa. ¿Algún comentario más?
—Lavadle la cara —dice Dalton, y todos se vuelven hacia él—. Todavía es una jovencita, y así parece que tiene treinta y cinco años. Está mal. Como algo que haría el Capitolio.
Coin da por finalizada la reunión y Haymitch le pregunta si puede hablar conmigo en privado. Todos se van, salvo Gale, que remolonea vacilante a mi lado.
—¿Qué te preocupa? —le pregunta Haymitch—. Yo soy el que necesita guardaespaldas.
—No pasa nada —le digo a Gale, y él se va.
Nos quedamos los dos solos, acompañados por el zumbido de los instrumentos y el ronroneo del sistema de ventilación. Haymitch se sienta frente a mí.
—Vamos a tener que trabajar juntos de nuevo, así que, adelante, dilo de una vez.
Pienso en el cruel intercambio a voces del aerodeslizador y en el rencor de después, aunque me limito a decir:
—No puedo creerme que no rescataras a Peeta.
—Lo sé.
Falta algo, y no porque él no se haya disculpado, sino porque éramos un equipo, habíamos acordado mantener a Peeta a salvo. Era un trato poco realista hecho al abrigo de la noche, pero un trato al fin y al cabo, y, en el fondo de mi corazón, yo sabía que los dos habíamos fallado.
—Ahora dilo tú —le pido.
—No puedo creerme que le quitaras la vista de encima aquella noche —responde Haymitch.
Asiento, eso es todo.
—Lo repito una y otra vez en mi cabeza, lo que podría haber hecho para mantenerlo a mi lado sin romper la alianza, pero no se me ocurre nada.
—No tenías elección, y aunque hubiera podido hacer que Plutarch se quedara para rescatarlo aquella noche, nos habrían derribado a todos. Apenas salimos de allí contigo.
Por fin miro a Haymitch a los ojos, ojos de la Veta, grises, profundos y rodeados de los círculos oscuros de las noches sin dormir.
—Todavía no está muerto, Katniss.
—Seguimos en el juego —afirmo, intentando sonar optimista, aunque se me quiebra la voz.
—Sí, y sigo siendo tu mentor —responde, y me apunta con el rotulador—. Cuando estés en tierra, recuerda que yo estoy arriba. Tendré mejor vista que tú, así que haz lo que te diga.
—Ya veremos.
Regreso a la sala de belleza y observo cómo desaparecen los ríos de maquillaje por el desagüe conforme me restriego la cara. La persona del espejo está andrajosa, con la piel irregular y los ojos cansados, pero se me parece. Me arranco la venda y dejo al aire la fea cicatriz del dispositivo. Eso es. Eso también se me parece.
Como estaré en una zona de combate, Beetee me ayuda con la protección que diseñó Cinna. Un casco de un metal entretejido que se encaja en la cabeza. El material es flexible, como tela, y puede subirse como una capucha si no quiero tenerlo puesto todo el rato. Un chaleco para reforzar la protección de mis órganos vitales. Un pequeño auricular blanco que se une al cuello del traje por medio de un cable. Beetee me engancha una máscara en el cinturón por si hay un ataque con gases.
—Si ves que alguien cae al suelo por alguna razón desconocida, póntela de inmediato —me dice.
Para terminar, me cuelga a la espalda un carcaj dividido en tres cilindros de flechas.
—Recuerda: a la derecha, fuego; a la izquierda, explosivo; al centro, normal. No creo que los necesites, pero más vale prevenir que curar.
Boggs aparece para acompañarme a la División Aerotransportada. Justo cuando aparece el ascensor, Finnick llega corriendo, muy nervioso.
—¡Katniss, no me dejan ir! ¡Les dije que estoy bien, pero ni siquiera me dejan quedarme en el aerodeslizador!
Observo a Finnick: las piernas desnudas asomando bajo el camisón y las zapatillas del hospital, el pelo enredado, la cuerda a medio anudar enrollada en los dedos, la mirada de lunático. Sé que no servirá de nada pedir que lo dejen venir, ni siquiera yo creo que sea buena idea, así que me doy una palmada en la frente y digo:
—Ay, se me había olvidado, es por esta estúpida conmoción cerebral: se supone que tenía que decirte que fueras a ver a Beetee en Armamento Especial. Ha diseñado un nuevo tridente para ti.
Al oír la palabra tridente es como si surgiera el viejo Finnick.
—¿De verdad? ¿Qué hace?
—No lo sé, pero si se parece a mi arco y mis flechas, te va a encantar. Tendrás que entrenar con él, eso sí.
—Claro, por supuesto. Supongo que será mejor que baje.
—Finnick, ¿y si te pones pantalones?
Él se mira las piernas como si se diera cuenta por primera vez de lo que lleva puesto, se quita el camisón y se queda en ropa interior.
—¿Por qué? ¿Es que esto —añade, poniendo una pose provocativa muy ridícula— te distrae?
No puedo evitar reírme porque tiene gracia, y más gracia todavía por lo incómodo que parece Boggs. Además, me hace feliz ver que Finnick suena como el chico que conocí en el Vasallaje de los Veinticinco.
—Es que tengo sangre en las venas, Odair —digo, entrando en el ascensor antes de que se cierren las puertas—. Lo siento —añado, dirigiéndome a Boggs.
—No te preocupes, creo que lo has… llevado muy bien. Al menos mejor que si hubiera tenido que detenerlo.
—Sí.
Le echo un vistazo. Tendrá unos cuarenta y tantos años, lleva el pelo gris muy corto y sus ojos son azules. Una postura increíble. Hoy ha hablado dos veces y lo que ha dicho me hace pensar que preferiría ser mi amigo antes que mi enemigo. Quizá debería darle una oportunidad, pero parece tan fiel a Coin…
Oigo una serie de chasquidos fuertes y el ascensor se detiene un segundo antes de empezar a moverse hacia la izquierda.
—¿También avanza lateralmente? —pregunto.
—Sí, hay una red entera de caminos de ascensor bajo el 13 —responde—. Ésta está justo encima del radio de transporte que da a la quinta plataforma de despegue. Nos lleva al hangar.
El hangar, las mazmorras, Defensa Especial, un sitio para cultivar comida, otro donde generar aire, purificadores de aire y agua…
—El 13 es más grande de lo que creía.
—La mayoría no es mérito nuestro —dice Boggs—. Básicamente lo heredamos. Lo que hemos procurado hacer es mantenerlo en funcionamiento.
Vuelven los chasquidos, bajamos brevemente (un par de plantas) y las puertas se abren para dejarnos entrar en el hangar.
—Oh —dejo escapar sin querer al ver la flota, hilera tras hilera de distintos tipos de naves—. ¿También heredasteis esto?
—Algunos los fabricamos nosotros, otros formaban parte de las fuerzas aéreas del Capitolio. Los hemos actualizado, claro.
Vuelvo a notar una punzada de odio contra el 13.
—Entonces, ¿teníais todo esto y dejasteis indefensos al resto de los distritos frente al Capitolio?
—No es tan sencillo —replica—. No hemos estado en posición de lanzar un contraataque hasta hace poco. Apenas nos manteníamos con vida. Después de vencer y ejecutar a la gente del Capitolio, sólo un puñado de los nuestros sabía cómo pilotar. Podríamos haberlos bombardeado con misiles nucleares, sí, pero siempre queda la pregunta más importante: si iniciamos una guerra de ese tipo contra el Capitolio, ¿quedaría algún ser humano vivo?
—Eso suena como lo que dijo Peeta, y vosotros lo llamasteis traidor.
—Porque pidió un alto el fuego —responde Boggs—. Habrás notado que ninguno de los dos bandos ha lanzado armas nucleares. Estamos funcionando a la antigua. Por aquí, soldado Everdeen —concluye, señalando uno de los aerodeslizadores pequeños.
Subo las escaleras y veo que dentro están el equipo de televisión y sus herramientas. Todos los demás llevan los monos militares gris oscuro del 13, incluso Haymitch, aunque él parece incómodo con lo ceñido que le queda el cuello.
Fulvia Cardew entra a toda prisa y deja escapar un bufido de frustración al verme la cara.
—Tanto trabajo tirado a la basura. No te culpo a ti, Katniss, es que hay muy poca gente con rostros fotogénicos. Como él —dice, agarrando a Gale, que está hablando con Plutarch, y volviéndolo hacia nosotros—. ¿A que es guapo?
Lo cierto es que Gale está impresionante con el uniforme, supongo. Sin embargo, la pregunta nos avergüenza a los dos, dada nuestra historia. Intento pensar en una réplica ingeniosa cuando Boggs dice en tono brusco:
—Bueno, es normal que no nos impresione mucho: acabamos de ver a Finnick Odair en ropa interior.
Decido que, efectivamente, Boggs me gusta mucho.
Se nos avisa del inminente despegue, así que me siento al lado de Gale, frente a Haymitch y Plutarch, y me abrocho el cinturón. Nos deslizamos a través de un laberinto de túneles que se abren a una plataforma. Una especie de elevador hace que la nave suba poco a poco de una planta a otra. De repente estamos en el exterior, en un gran campo rodeado de bosques, y después despegamos de la plataforma y las nubes nos envuelven.
Una vez libre del bullicio previo a la misión, me doy cuenta de que no tengo ni idea de qué me espera en este viaje al Distrito 8. De hecho, sé muy poco sobre el estado real de la guerra y lo que hace falta para ganarla. Tampoco sé qué pasaría si lo hiciéramos.
Plutarch trata de explicármelo en términos simples. En primer lugar, todos los distritos luchan contra el Capitolio, salvo el 2, que siempre ha tenido una relación privilegiada con nuestros enemigos, a pesar de su participación en los Juegos del Hambre. Reciben más comida y mejores condiciones de vida. Después de los Días Oscuros y la supuesta destrucción del 13, el Distrito 2 se convirtió en el nuevo centro de defensa del Capitolio, aunque en público se presenta como el hogar de las canteras de la nación, igual que el 13 era conocido por sus minas de grafito. El Distrito 2 no sólo fabrica armas, sino que entrena e incluso suministra agentes de la paz.
—¿Quieres decir… que algunos de los agentes nacen en el 2? —pregunto—. Creía que eran del Capitolio.
—Eso se supone que debéis creer —responde Plutarch, asintiendo—. Y algunos sí que son del Capitolio, pero su población nunca podría mantener una fuerza de ese tamaño. Además, está el problema de reclutar a ciudadanos criados en el Capitolio para una aburrida vida de privaciones en los distritos. Un compromiso de veinte años en el cuerpo, sin casarse y sin hijos. Algunos se lo tragan por el honor del cargo, mientras que otros lo aceptan como alternativa al castigo. Por ejemplo, únete a los agentes de la paz y te perdonaremos las deudas. En el Capitolio hay muchas personas ahogadas por las deudas, aunque no todas ellas sirven para el servicio militar, así que el Distrito 2 es nuestra fuente de tropas adicionales. Para ellos es una forma de escapar de la pobreza y la vida en las canteras. Los educan como a guerreros, ya has visto lo dispuestos que están sus hijos a presentarse voluntarios como tributos.
Cato y Clove. Brutus y Enobaria. He visto su buena disposición y también su sed de sangre.
—Pero ¿todos los demás distritos están de nuestra parte? —pregunto.
—Sí. Nuestro objetivo es tomar los distritos uno a uno y acabar en el 2, de modo que el Capitolio se quede sin suministros. Entonces, cuando esté más débil, lo invadiremos —explica Plutarch—. Será un reto completamente distinto, pero no adelantemos acontecimientos.
—Si ganamos, ¿quién estará a cargo del Gobierno? —pregunta Gale.
—Todos —responde Plutarch—. Vamos a formar una república en la que la gente de todos los distritos y el Capitolio pueda elegir a sus propios representantes y enviarlos a un Gobierno centralizado. No pongáis esa cara, ya ha funcionado antes.
—En los libros —masculla Haymitch.
—En los libros de historia —replica Plutarch—, y si nuestros ancestros pudieron hacerlo, nosotros también.
A decir verdad, nuestros ancestros no tienen muchas razones para presumir de nada. Es decir, no hay más que ver el estado en el que nos dejaron, con guerras y el planeta destrozado. Está claro que no les importaba lo que les pasara a los que vinieran detrás, aunque esta idea de la república suena mejor que nuestro sistema actual.
—¿Y si perdemos? —pregunto.
—¿Si perdemos? —repite Plutarch; mira a las nubes y esboza una sonrisa irónica—. Entonces seguro que el año que viene tenemos unos Juegos del Hambre memorables. Lo que me recuerda… —Saca un frasco de su chaleco, se echa unas cuantas pastillas violetas en la mano y nos las ofrece—. Las hemos llamado «jaula de noche» en tu honor, Katniss. Los rebeldes no pueden permitirse que capturen a uno de nosotros, pero os prometo que será completamente indoloro.
Acepto una cápsula, sin saber bien dónde meterla. Plutarch me da un golpecito en el hombro, en la parte delantera de mi manga izquierda. Lo examino y encuentro un bolsillo diminuto que sirve tanto para guardar como para esconder la pastilla. Aunque me ataran las manos, podría inclinar la cabeza y sacarla de un mordisco.
Al parecer, Cinna ha pensado en todo.