El monovolumen blanco se detuvo y el motor se apagó. La puerta del conductor se abrió y, en medio de la penumbra, alguien se apeó. Un hombre alto. Llevaba tejanos holgados y una camiseta de béisbol de color azul marino y blanco, arremangada hasta los codos. Una gorra de béisbol le ocultaba el rostro, pero pude ver su mandíbula fuerte y la forma de su boca, y la imagen me sacudió como una descarga eléctrica. El destello negro que me inundó el cerebro fue tan intenso que me nubló la vista varios segundos.
—¿Así que decidiste reunirte con nosotros después de todo? —le gritó Gabe.
El recién llegado no contestó.
—Éste se resiste —continuó Gabe, empujando con el pie a B. J., que aún permanecía en el suelo hecho un ovillo—. Se niega a jurarme lealtad. Cree que es demasiado bueno para mí. Y eso, por parte de un mestizo.
Gabe y sus dos amigos se echaron a reír. Pero si el conductor del monovolumen había comprendido el chiste, no lo demostró. Se puso las manos en los bolsillos y nos contempló en silencio. Me pareció que su mirada se detenía en mí, pero estaba tan tensa que quizá me lo estaba imaginando.
—¿Qué hace aquí? —preguntó en voz baja, señalándome con el mentón.
—Apareció en el lugar y momento equivocados —dijo Gabe.
—Ahora es un testigo.
—Le dije que se metiera en el coche y se alejara.
¿Me equivocaba, o Gabe parecía estar a la defensiva? Esa noche era la primera vez que alguien, aunque fuera de manera sutil, cuestionaba su autoridad y casi noté el chisporroteo de una descarga eléctrica negativa a su alrededor.
—¿Y?
—Se negó a largarse.
—Lo recordará todo.
—Puedo convencerla de que no hable —dijo Gabe, haciendo girar la barra de acero.
El conductor miró el cuerpo encogido de B. J.
—¿Al igual que convenciste a éste de que hablara?
Gabe frunció el ceño y aferró la barra con más fuerza.
—¿Se te ocurre una idea mejor?
—Sí. Déjala marchar.
Gabe se llevó la mano a la nariz y soltó una carcajada.
—Déjala marchar —repitió—. ¿Qué impedirá que corra a decírselo a la policía, eh Jev? ¿Has pensado en eso?
—Tú no tienes miedo de la policía —contestó Jev en tono tranquilo pero quizás un tanto desafiante, su segundo reto indirecto al poder de Gabe.
Decidí correr el riesgo de intervenir en la discusión.
—Si dejáis que me marche, prometo que no hablaré. Sólo dejad que me lo lleve —dije, indicando el cuerpo ovillado de B. J., y lo dije desde el fondo del alma. Pero, aunque me asustaba, sabía que tendría que hablar. No podía permitir que semejante acto de violencia quedara impune. Si Gabe seguía en libertad, nada le impediría torturar y aterrorizar a otra víctima. Traté de ocultar mis pensamientos, pues temía que me descubriera.
—Ya la has oído —dijo Jev.
Gabe apretó los dientes.
—No. Él es mío. Hace meses que espero que cumpla los dieciséis, y ahora no abandonaré.
—Habrá otros —dijo Jev con aire relajado, y entrelazando las manos encima de la cabeza se encogió de hombros—. Déjalo estar.
—¿Sí? ¿Y ser como tú? Tú no tienes un vasallo Nefil. Será un Jeshván largo y solitario, colega.
—Aún faltan semanas para Jeshván. Tienes tiempo. Encontrarás a otro. Deja que el Nefil y la chica se marchen.
Gabe se acercó a Jev. Éste era más alto, más listo y sabía controlarse —lo comprendí en tres segundos—, pero Gabe era más fornido. Jev era largo y delgado, como un guepardo, mientras que Gabe parecía un toro.
—Antes nos diste calabazas. Dijiste que esta noche tenías que encargarte de otros asuntos. Y no te metas en mis cosas. Estoy harto de que aparezcas en el último instante y te pongas a dar órdenes. No me marcharé hasta que el Nefil me jure lealtad.
Otra vez esa frase: «me jure lealtad», vagamente familiar pero sin embargo remota. Si en un nivel más profundo conocía su significado, el recuerdo no aparecía. De un modo u otro, sabía que las consecuencias para B. J. serían terribles.
—Ésta es mi noche —añadió Gabe, lanzando un escupitajo—. La acabaré como me plazca.
—Un momento —lo interrumpió el tío de la sudadera en tono estupefacto, y miró de un lado a otro a lo largo del callejón.
—¡Gabe! ¡El Nefil ha desaparecido!
Todos nos volvimos hacia el sitio donde B. J. había estado tumbado hacía sólo un momento. El único indicio de que había estado allí era una mancha aceitosa en la grava.
—No puede haber ido lejos —anunció Gabe bruscamente—. Dominic, ve en esa dirección —le dijo al de la sudadera, señalando el callejón—. Jeremiah, registra la tienda.
El otro individuo, el de la camiseta blanca con inscripción, dio la vuelta a la esquina.
—¿Y qué pasa con ella? —preguntó Jev, señalándome.
—¿Por qué no haces algo útil y recuperas a mi Nefil? —replicó Gabe.
Jev puso las manos en alto.
—Como quieras.
El alma se me cayó a los pies cuando comprendí que eso era todo. Jev se marchaba. Era amigo, o al menos un conocido de Gabe, y eso me inquietaba, pero al mismo tiempo representaba la única oportunidad de largarme. Hasta ese momento, parecía estar de mi parte; si se iba, volvía a estar sola. Gabe había dejado claro que el macho alfa era él, y yo sabía que sus dos amigos no le harían frente.
—¡Así que te largas, así sin más! —chillé mientras Jev se alejaba, pero Gabe me pegó una patada en la pierna y caí de rodillas; antes de que pudiera seguir hablando, me quedé sin aliento.
—Será más fácil si no miras —me dijo Gabe—. Un golpe certero y será lo último que sientas.
Me abalancé intentando escapar, pero Gabe me cogió del pelo y me arrastró hacia atrás.
—¡No puedes hacer esto! —aullé—. ¡No puedes matarme y punto!
—Quédate quieta —gruñó.
—¡No permitas que haga esto, Jev! —grité, sin verlo pero convencida de que aún podía oírme, puesto que el monovolumen todavía no se había puesto en marcha. Rodé por la grava tratando de ver la barra para esquivarla. Cogí un puñado de piedras, me volví violentamente hacia Gabe y se las arrojé.
Él me aplastó la frente contra el suelo con la mano. Se me torció la nariz y las piedras se me clavaron en el mentón y la mejilla. De pronto, oí un crujido escalofriante y Gabe se desplomó encima de mí. Presa del pánico, me pregunté si intentaba asfixiarme. Matarme rápidamente no era suficiente, ¿verdad? Tenía que prolongar el sufrimiento lo máximo posible. Jadeando, me arrastré hasta quitármelo de encima.
Me puse de pie y me envolví con mis brazos para defenderme, convencida de que Gabe se disponía a atacarme. Pero entonces bajé la vista y comprobé que estaba tendido boca abajo en el suelo y que la barra de acero sobresalía de su espalda: lo habían atravesado con ella.
Jev se restregó la cara brillante de sudor con la camiseta. A sus pies, Gabe se agitaba y se estremecía, soltando palabrotas incoherentes. Me parecía increíble que siguiera con vida: la barra tenía que haberle atravesado la columna vertebral.
—Lo apuñalaste —solté, espantada.
—Y eso no le agradará, así que sugiero que te largues —dijo Jev, clavándole la barra aún más profundamente. Me miró de soslayo y arqueó las cejas—. Cuanto antes, mejor.
—¿Y tú? —pregunté, retrocediendo.
Él me contempló durante un momento absurdamente largo, dadas las circunstancias. Por un instante, su rostro expresó pesar. Una vez más, estaba a punto de recordarlo todo, era como si el puente roto volviera a estar entero. Abrí la boca, pero el conducto entre mi cerebro y las palabras había sido destruido, y no sabía cómo volver a conectarlos. Había algo que debía decirle, pero no sabía qué.
—Puedes quedarte de brazos cruzados, pero supongo que B. J. ya ha llamado a la poli —dijo Jev, y volvió a clavar la barra de acero en el cuerpo de Gabe, que primero se puso rígido y luego se relajó.
En ese preciso momento un aullido de sirenas resonó a lo lejos.
Jev cogió a Gabe de los brazos y lo arrastró hasta las malezas que crecían al otro lado del callejón.
—Por las calles laterales, y a la velocidad correcta, no tardarás en alejarte unos kilómetros de este lugar.
—No tengo coche.
Jev me miró fijamente.
—Llegué hasta aquí andando —expliqué.
—Ángel —dijo, en un tono que expresaba la esperanza de que yo hablara en broma.
Los breves momentos pasados juntos no justificaban el uso de apodos, pero sin embargo, el corazón me dio un vuelco al oír la expresión cariñosa. «Ángel». ¿Cómo podía saber que ese nombre no había dejado de perseguirme durante días? Y yo, ¿cómo podía explicar los inquietantes destellos negros que se intensificaban cuándo él se acercaba a mí?
Y lo más desconcertante de todo: si unía los puntos…
«Patch —susurró una voz subconsciente, una sílaba queda que se arrojaba contra los barrotes de una jaula interior—. La última vez que sentiste lo mismo fue cuando Marcie mencionó a Patch».
Ese monosílabo despertó una enloquecedora oleada negra que surgía desde todas partes. Sin despegar la vista de Jev, me concentré tratando de comprender una sensación a la que era incapaz de ponerle palabras. Él sabía algo que yo ignoraba, tal vez acerca del misterioso Patch, quizá sobre mí. Decididamente sobre mí. Su presencia me causaba emociones demasiado profundas para que fuera una coincidencia.
Pero ¿cuál era la conexión entre Patch, Marcie, Jev y yo?
—¿Te… conozco? —pregunté, incapaz de imaginar otra explicación.
Él me miró fijamente.
—¿No tienes coche? —confirmó, haciendo caso omiso de mi pregunta.
—No tengo coche —repetí, con voz débil.
Jev echó la cabeza atrás, como si le preguntara «¿Por qué yo?» a la luna. Después indicó con el pulgar el monovolumen blanco en el que había llegado y dijo:
—Monta en el coche.
Cerré los ojos, tratando de pensar.
—Un momento. Debemos quedarnos aquí para testificar; si huimos, es como si confesáramos que somos culpables. Le diré a la policía que mataste a Gabe para salvarme la vida. —Luego añadí—: Buscaremos a B. J. y le diremos que él también debe testificar.
Jev abrió la puerta del conductor.
—Todo eso sería cierto si uno pudiera fiarse de la policía.
—¿De qué estás hablando? Ellos son la policía. Su tarea consiste en atrapar delincuentes. Nosotros no hemos hecho nada malo. Gabe me habría matado si tú no hubieses intervenido.
—No lo dudo.
—Entonces, ¿qué?
—Las fuerzas de seguridad del lugar no están capacitadas para resolver este caso.
—¡Estoy segura de que el asesinato cae bajo la jurisdicción de la ley! —argumenté.
—Dos cosas —replicó en tono paciente—. Primero: no maté a Gabe, lo dejé sin sentido. Segundo: has de creerme cuando digo que Jeremiah y Dominic no se dejarán apresar voluntariamente y sin derramar mucha sangre.
Me dispuse a responderle cuando, por el rabillo del ojo, vi que Gabe volvía a agitarse. Era un milagro, pero no estaba muerto. Recordé el modo en que manipuló mi visión mediante algo que sólo podía ser un poderoso hipnotismo o un truco de magia. ¿Acaso Gabe estaba usando otro truco para de alguna manera eludir la muerte? Tenía la extraña sensación de que estaba ocurriendo algo que iba más allá de mi comprensión. Pero…
«¿Qué, exactamente?»
—Dime en qué estás pensando —dijo Jev en voz baja.
Vacilé, pero no había tiempo para eso. Si Jev conocía a Gabe tan bien como yo sospechaba, debía de estar al tanto de sus… aptitudes.
—Vi como Gabe hacía… un truco. Un truco de magia. —Cuando la expresión sombría de Jev confirmó que no estaba sorprendido, añadí—: Me hizo ver algo que no era real. Se convirtió en oso.
—Eso es sólo la punta del iceberg de lo que es capaz.
—¿Cómo lo hizo? —pregunté, tragando saliva—. ¿Es un mago?
—Algo por el estilo.
—¿Hizo uso de la magia? —Nunca se me había ocurrido que una magia tan convincente podía existir. Hasta ese momento.
—Más o menos. Oye, se nos acaba el tiempo.
Dirigí la mirada a las malezas que parcialmente ocultaban el cuerpo de Gabe. Los magos podían crear ilusiones, pero no podían desafiar a la muerte. Que hubiese sobrevivido iba en contra de toda lógica.
Las sirenas se aproximaban y Jev me empujó hacia el monovolumen.
—El tiempo se ha acabado.
No me moví. No podía. Mi responsabilidad moral me obligaba a quedarme…
—Si te quedas aquí para hablar con la policía, habrás muerto antes de que acabe la semana. Y también todos los polis involucrados. Gabe detendrá la investigación antes de que se inicie.
Reflexioné un par de segundos; no tenía por qué confiar en Jev, pero al final —y por motivos demasiado complicados para descifrar en ese instante— lo hice.
Monté en el coche y me puse el cinturón; el corazón me latía a toda prisa. Jev puso en marcha el coche: era un modelo Tahoe. Apoyó un brazo en el respaldo de mi asiento y miró a través de la ventanilla trasera.
Dio marcha atrás a lo largo del callejón hasta alcanzar la calle y después aceleró hasta el cruce. Había una señal de stop en la esquina, pero el Tahoe no frenó y justo cuando me preguntaba si respetaría el stop y me así a la agarradera encima de la puerta con ambas manos, con la esperanza de que lo hiciera, una silueta oscura cruzó nuestro carril, tropezando. La barra de acero que salía de la espalda de Gabe colgaba hacia abajo y con la luz difusa parecía un miembro roto, un ala destrozada.
Jev pisó el acelerador y cambió de marcha, el monovolumen se lanzó hacia delante a toda velocidad. Gabe estaba demasiado lejos y yo no podía ver la expresión de su rostro, pero no se movió. Se acuclilló y alzó las manos. Como si creyera que podía detenernos.
—¡Lo atropellarás! —grité, aferrándome al cinturón.
—Se moverá.
Pisé un pedal de freno imaginario. La distancia entre Gabe y el Tahoe disminuía con rapidez.
—¡Detente… ahora… mismo… Jev!
—Esto tampoco acabará con él —dijo, y volvió a acelerar. Y entonces todo ocurrió con demasiada velocidad.
Gabe se lanzó contra el coche a través del aire, golpeó contra el parabrisas y el cristal se astilló. Un instante después desapareció y un alarido resonó en el coche: la que lo soltó fui yo.
—Está encima del coche —dijo Jev. Luego aceleró, montó en la acera, se llevó por delante un banco y pasó por debajo de las ramas de un árbol. Tras pegar un volantazo volvió a la calle.
—¿Se ha caído? ¿Dónde está? ¿Aún está encima del techo? —Apreté la cara contra la ventanilla, tratando de ver.
—Agárrate.
—¿A qué? —chillé, volviendo a asirme de la agarradera.
No noté la frenada, pero Jev debió de haber pisado el freno porque el Tahoe giró sobre sí mismo antes de detenerse con un chirrido. Me golpeé el hombro contra la puerta y por el rabillo del ojo vi un bulto oscuro volando por el aire y aterrizando con la elegancia de un gato. Gabe permaneció allí un momento, de espaldas a nosotros.
Jev puso la primera.
Gabe miró por encima del hombro. El sudor le pegaba el pelo a la cara. Su mirada se clavó en la mía y me lanzó una sonrisa diabólica. Cuando el Tahoe se puso en movimiento, dijo unas palabras y aunque no logré descifrarlas, el mensaje era claro: «Esto no ha acabado».
Me apreté contra el respaldo, jadeando, a medida que Jev arrancaba con tanta violencia que seguro que dejó la huella de los neumáticos en la calzada.