Capítulo

8

Me di la vuelta.

Medía quince centímetros más que yo y pesaba al menos veinticinco kilos más. Las luces del parking casi no iluminaban el lugar, pero tomé nota de algunas de sus características: pelo rubio rojizo, engominado y pinchudo, ojos de un azul acuoso, pendientes en ambas orejas y un collar de dientes de tiburón. Media cara cubierta de acné, una camiseta negra sin mangas que destacaba sus musculosos bíceps donde aparecía el tatuaje de un dragón vomitando llamas.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó, haciendo una mueca. Me ofreció su móvil, apoyó un brazo en el teléfono público y se inclinó hacia mí, acercándose demasiado. Su sonrisa era demasiado dulzona, demasiado suficiente.

»Detesto ver a una chica guapa malgastando dinero en una llamada.

Como no contesté, frunció ligeramente el ceño.

—A menos que hicieras una llamada gratuita —añadió, rascándose la mejilla y simulando reflexionar—. Pero la única llamada gratuita que puedes hacer desde un teléfono público es a la policía. —Su tono perdió cualquier matiz angelical.

Tragué saliva.

—No había nadie en el mostrador de la tienda. Creí que algo iba mal. —Y ahora sabía que algo iba mal. El único motivo por el que le preocuparía que yo llamara a la policía era que quería mantenerla lejos, muy lejos. «¿Acaso se trataba de un atraco?»

—Te diré lo que has de hacer —me dijo, agachándose y acercando su cara a la mía, como si yo tuviera cinco años y necesitara instrucciones lentas y precisas—. Métete en tu coche y sigue conduciendo.

Entonces comprendí que ignoraba que yo había llegado andando, pero la idea pasó a segundo plano cuando oí una refriega en el callejón al otro lado de la esquina, seguida de una serie de palabrotas y un gruñido de dolor.

Consideré mis opciones. Podía aceptar el consejo de Collar de Dientes de Tiburón y largarme rápido, fingiendo que jamás había estado ahí. O correr hasta la próxima gasolinera y llamar a la policía, pero para entonces podría ser demasiado tarde. Si estaban atracando la tienda, Dientes de Tiburón y sus amigos no se demorarían. Otra opción era quedarme y hacer un intento —muy valiente o muy estúpido— de impedir el atraco.

—¿Qué está ocurriendo allí detrás? —pregunté en tono inocente, indicando la parte trasera del edificio.

—Echa un vistazo en torno —contestó con voz suave—. Este lugar está vacío, nadie sabe que estás aquí. Nadie recordará que has estado aquí. Ahora sé buena chica, métete en el coche y lárgate.

—Yo…

—No volveré a pedírtelo —dijo, tapándome la boca con el dedo. Hablaba en tono dulce, casi seductor, pero sus ojos eran dos agujeros helados.

—Me dejé las llaves en el mostrador —dije, echando mano de la primera excusa que se me ocurrió—. Al entrar en la tienda.

Él me cogió del brazo y me arrastró hasta la parte delantera del edificio. Sus zancadas eran dos veces más largas que las mías y tuve que correr para mantenerme a la par, mientras procuraba idear una excusa cuando descubriera que estaba mintiendo. No sabía cómo reaccionaría, pero tenía una vaga idea y eso hizo que se me revolviera el estómago.

Cuando entramos volvió a sonar una campanilla. Me obligó a acercarme a la caja registradora y apartó un envase de cartón que contenía protectores labiales y otro de plástico con llaveros. Después se acercó a la otra caja y siguió buscando mis llaves apresuradamente. De pronto se detuvo y me lanzó una mirada.

—¿Por qué no me dices dónde están tus llaves?

Me pregunté si podría alcanzar la calle antes que él y cuántas posibilidades había de que pasara un coche, ahora, cuando más lo necesitaba, y por qué había abandonado Coopersmith’s sin mi chaqueta y mi móvil.

—¿Cómo te llamas? —me preguntó.

—Marcie —mentí.

—Te diré una cosa, Marcie —dijo, y me apartó un rizo de la cara. Traté de dar un paso atrás, pero me pellizcó la oreja en señal de advertencia así que permanecí inmóvil, soportando que me acariciara la oreja y la mandíbula con el dedo. Me levantó la barbilla y me obligó a mirarlo a los ojos, esos ojos de color pálido y casi traslúcido.

»Nadie le miente a Gabe. Cuando Gabe le dice a una chica que se largue, será mejor que lo haga. De lo contrario, Gabe se enfadará, y eso es malo, porque Gabe tiene mal genio. En realidad, malo es una manera amable de decirlo. ¿Me entiendes?

Me inquietaba que se refiriese a sí mismo en tercera persona, pero no quería darle importancia al asunto. Además, la intuición me decía que a Gabe no le gustaba que lo contradijeran o cuestionaran.

—Lo siento. —No osaba darle la espalda, temía que lo considerara una falta de respeto.

—Quiero que te marches, ahora —dijo con esa voz aparentemente aterciopelada.

Asentí, retrocediendo. Choqué contra la puerta con el codo, dejando entrar el aire fresco.

En cuanto salí, la voz de Gabe surgió a través de la puerta cristalera.

—Diez. —Estaba apoyado contra el mostrador delantero, con una sonrisa retorcida en el rostro.

No sabía por qué había dicho esa palabra, pero controlé mi expresión y seguí retrocediendo a mayor velocidad.

—Nueve —dijo a continuación.

Entonces comprendí que era una cuenta atrás.

—Ocho —añadió, apartándose del mostrador y acercándose a la puerta con paso lento. Apoyó las palmas en el cristal y dibujó un corazón invisible con el dedo. Al ver mi expresión aterrada soltó una risita.

—Siete.

Me di la vuelta y eché a correr.

Oí un coche que se acercaba por la carretera y empecé a gritar y agitar los brazos, pero estaba demasiado lejos, el coche pasó zumbando y el rugido del motor desapareció en la siguiente curva.

Cuando alcancé la carretera, miré a derecha e izquierda, y decidí volver hacia Coopersmith’s.

—En sus marcas, listos, ¡ya! —gritó Gabe a mis espaldas.

Eché a correr más rápido y oí el ridículo golpeteo de mis bailarinas contra el asfalto. Quería mirar hacia atrás y comprobar a qué distancia se encontraba él, pero me obligué a concentrarme en la curva situada más adelante. Intenté mantener la mayor distancia posible entre Gabe y yo. Pronto pasaría un coche. Tenía que pasar.

—¿No puedes correr más rápido? —Debía de estar a menos de diez metros de mí. Y, aún peor, no parecía cansado. Se me ocurrió una idea horrenda: ni siquiera se esforzaba, disfrutaba del juego del gato y el ratón, y mientras que yo me cansaba cada vez más, él se excitaba cada vez más.

»¡Sigue corriendo! —canturreó—. Pero no te canses. No será divertido si cuando te coja no puedes luchar. Quiero jugar.

Más allá, oí el rugido de un motor que se acercaba. Aparecieron los faros y pasé al centro de la carretera agitando los brazos con desesperación. Gabe no me haría daño ante la vista de un testigo, ¿verdad?

—¡Alto! —grité, intentando que lo que identifiqué como una camioneta se detuviera.

El conductor se detuvo a mi lado y bajó la ventanilla. Era un hombre de mediana edad que llevaba una camisa de franela y olía a pescado.

—¿Qué pasa? —preguntó, y dirigió la mirada por encima de mi hombro, donde yo notaba la presencia de Gabe como un crujido helado.

—Sólo estamos jugando al escondite —respondió Gabe, y me rodeó los hombros con su brazo.

—No conozco a este tío —dije, zafándome—. Me amenazó en el 7-Eleven. Creo que él y sus amigos intentan atracar la tienda. Cuando entré, estaba vacía y oí una pelea en la parte de atrás. Hay que llamar a la policía.

Me detuve, a punto de preguntarle al hombre si tenía un móvil cuando, presa del desconcierto, noté que apartaba el rostro y pasaba de mí. Subió la ventanilla y se encerró en la cabina de la camioneta.

—¡Tiene que ayudarme! —exclamé, golpeando la ventanilla, pero él mantuvo la vista clavada hacia delante. Me estremecí, el hombre no me ayudaría, me abandonaría ahí fuera junto a Gabe.

Gabe me imitó y golpeó la ventanilla.

—¡Ayúdeme! —gritó con voz chillona—. Gabe y sus amigos están atracando el 7-Eleven. ¡Tiene que detenerlos, señor! —Después echó la cabeza atrás ahogándose con sus propias carcajadas.

Como si fuera un robot, el hombre nos miró, bizqueando y sin parpadear.

—¿Qué le pasa? —dije, agitando el picaporte de la puerta de la furgoneta. Volví a golpear la ventanilla—. ¡Llame a la policía!

El hombre pisó el acelerador y la camioneta se puso lentamente en marcha. Troté a su lado, aferrada a la esperanza de poder abrir la puerta. El hombre aceleró aún más y tropecé. De repente aceleró a fondo y caí al suelo.

—¿Qué le has hecho? —chillé, volviéndome hacia Gabe.

«Esto».

Al oír el eco de la palabra en mi cabeza, como una presencia fantasmal, me encogí. Los ojos de Gabe se convirtieron en dos agujeros negros. Sus pelos empezaron a crecer, primero en la parte superior de la cabeza y después en todas partes. Surgían de sus brazos, bajaban por los dedos, hasta que todo su cuerpo se volvió peludo. Un pelo pardo apelmazado y hediondo. Se me acercó con pasos torpes apoyado en las patas traseras y aumentó de altura hasta descollar por encima de mí. Extendió el brazo y vi el brillo de unas garras. Después se puso a cuatro patas, me tocó la cara con su nariz negra y húmeda, y soltó un rugido, un sonido furioso y reverberante. Se había convertido en un oso pardo.

Aterrada, caminé hacia atrás y caí. Retrocedí, buscando una piedra con la mano. Cogí una y la arrojé contra el oso. Lo golpeó en el hombro y rebotó hacia un lado. Cogí otra piedra y apunté a su cabeza. La piedra lo golpeó en el morro y él apartó la cabeza, babeando. Volvió a rugir y se abalanzó sobre mí, sin que yo pudiera evitarlo.

Me aplastó contra el asfalto con una pata, con tanta violencia que solté un grito de dolor.

—¡Detente! —Traté de quitarme la pata de encima, pero él era demasiado fuerte. No sabía si me oía o comprendía lo que yo decía. No sabía si en el interior del oso quedaba algo de Gabe. En toda mi vida había presenciado algo tan inexplicablemente aterrador.

El viento me azotó los cabellos en la cara. A través de ellos, vi que el viento se llevaba la piel del oso. Pequeños mechones flotaban en el aire nocturno. Cuando volví a mirar, quien se inclinaba por encima de mí volvía a ser Gabe. Su sádica sonrisa insinuaba: «Eres mi marioneta. Y no lo olvides».

No sabía qué me daba más miedo, si Gabe o el oso.

—En pie —dijo, obligándome a levantarme.

Me empujó por la carretera hasta que aparecieron las luces del 7-Eleven. Estaba estupefacta. ¿Me había… hipnotizado? ¿Me había hecho creer que se había convertido en oso? ¿Existía alguna otra explicación? Sabía que tenía que escapar y pedir ayuda, pero aún no había descubierto cómo.

Rodeamos el edificio hasta alcanzar el callejón, donde se habían reunido los demás.

Dos llevaban ropa similar a la de Gabe. Un tercero llevaba una camiseta de cuello alto color verde limón donde ponía 7-ELEVEN y las iniciales B. J. bordadas en el bolsillo.

B. J. estaba de rodillas, tocándose las costillas y gimiendo desconsoladamente. Tenía los ojos cerrados y la saliva se derramaba por la comisura de su boca. Uno de los amigos de Gabe, que llevaba una sudadera con capucha gris extra grande, estaba de pie junto a B. J. con una barra de acero en la mano, alzada y dispuesta a volver a golpear, supuse.

Yo tenía la boca seca y era como si mis piernas fueran de paja. No logré despegar la vista de la mancha color rojo oscuro que rezumaba a través de la camiseta de B. J.

—Le estás haciendo daño —exclamé, horrorizada.

Gabe tendió la mano y el otro le pasó la barra de acero.

—¿Te refieres a esto? —preguntó Gabe con falsa sinceridad, alzó la barra y le asestó un golpe en la espalda. Oí un crujido horrendo y B. J. aulló, cayó de lado y se retorció de dolor.

Gabe se puso la barra en los hombros y dejó colgar los brazos por encima, como si fuera un bate de béisbol.

—¡Cuadrangular! —gritó.

Los otros dos rieron. Sentí ganas de vomitar.

—¡Llevaos el dinero! —dije, alzando la voz. Era evidente que se trataba de un atraco, pero las cosas habían ido demasiado lejos—. ¡Si sigues golpeándolo, lo matarás!

El grupo soltó una risita, como si supieran algo que yo ignoraba.

—¿Matarlo? No lo creo —repuso Gabe.

—¡Está sangrando mucho!

Gabe se encogió de hombros y entonces comprendí que no sólo era cruel: estaba loco.

—Se curará —dijo.

—No, si no lo llevan al hospital pronto.

Gabe empujó a B. J. con el pie. Éste se había dado la vuelta y apoyaba la frente contra el saliente de cemento que se extendía desde la entrada trasera. Le temblaba todo el cuerpo y me pareció que estaba a punto de entrar en estado de shock.

—¿Has oído lo que ella dijo? —Gabe le gritó a B. J.—. Has de ir al hospital. Yo mismo te conduciré hasta allí y te dejaré delante de Urgencias. Pero primero debes decirlo, debes prestar juramento.

Con gran esfuerzo, B. J. levantó la cabeza y le lanzó una mirada fulminante a Gabe. Abrió la boca y creí que diría eso que todos ellos querían que dijera, pero en cambio lanzó un escupitajo que le dio en la pierna a Gabe.

—No puedes matarme —dijo en tono desdeñoso, pero le castañeteaban los dientes y puso los ojos en blanco, demostrando que estaba a punto de desmayarse—. Me-lo-dijo-La-Mano-Negra.

—Respuesta equivocada —dijo Gabe, jugando con la barra de acero como si fuera un bastón. Después la bajó con violencia; el metal golpeó contra la columna de B. J. y éste se enderezó y soltó un aullido aterrador.

Me cubrí la boca con ambas manos, paralizada por el horror. Horror por la espantosa imagen y por una ensordecedora palabra que me taladraba la cabeza. Era como si se hubiera desprendido de lo más profundo de mi subconsciente y me golpeara de frente.

Nefilim.

«B. J. es un Nefilim —pensé, pese a que la palabra no tenía ningún significado para mí—. Y están tratando de obligarlo a hacer un juramento de lealtad».

Era una revelación aterradora, porque ignoraba lo que significaba. ¿De dónde salía esa información? ¿Cómo podía saber lo que estaba ocurriendo, dado que jamás había visto nada parecido?

Mis pensamientos se interrumpieron cuando un monovolumen blanco entró en el callejón y el haz de luz de los faros nos paralizó a todos. Gabe bajó discretamente la barra de acero y la ocultó detrás de su pierna. Rogué que quienquiera que estuviera al volante metiera la marcha atrás, saliera del callejón y llamara a la policía. Si el conductor se acercaba… bueno, ya había visto lo que Gabe era capaz de hacer para convencer a alguien de no intervenir.

Empecé a barajar ideas sobre cómo sacar de allí a B. J. mientras Gabe y los otros estaban distraídos, cuando uno de los tíos, el de la sudadera gris, le preguntó a Gabe:

—¿Crees que son Nefilim?

«Nefilim. Esa palabra. Una vez más. Y esta vez pronunciada en voz alta».

En vez de tranquilizarme, la palabra aumentó mi temor. La conocía, y al parecer, también Gabe y sus amigos. ¿Cómo era posible que todos la supiéramos? ¿Cómo podíamos tener algo en común?

Gabe negó con la cabeza.

—Vendrían en más de un coche. La Mano Negra no se enfrentaría a nosotros con menos de veinte de sus compinches.

—¿Será la policía? Podría ser un coche camuflado. Iré a decirles que giraron en el lugar equivocado.

El tono en el que lo dijo hizo que me preguntara si Gabe no era el único dotado de esos extraordinarios poderes hipnóticos. Quizá también sus dos amigos los tenían.

Cuando el tío de la sudadera gris se disponía a acercarse al coche, Gabe lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.

—Espera.

El monovolumen se acercó haciendo chirriar la grava. La adrenalina me provocaba un temblor en las piernas. Si estallaba una pelea, puede que Gabe y los otros se vieran tan envueltos en ella que yo lograra coger a B. J. de las axilas y arrastrarlo fuera del callejón. Una oportunidad remota, pero una oportunidad al fin.

De repente Gabe soltó una sonora carcajada y palmeó a sus amigos en la espalda; sus dientes brillaban.

—Vaya, vaya, chicos. Mirad quién ha venido a la fiesta después de todo.