Capítulo

6

En el instituto, encontré un lugar para aparcar en la parte de atrás y atravesé el césped hasta una entrada lateral. Gracias a la pelea con mamá, llegaba con retraso. Tras abandonar la granja, tuve que detenerme en el arcén durante quince minutos, sólo para tranquilizarme. «Saliendo con Hank Millar». ¿Acaso era una sádica? ¿Se proponía estropearme la vida? ¿Ambas cosas?

Un vistazo al BlackBerry que le hurté a mamá bastó para comprobar que me había perdido casi toda la primera clase. La campana sonaría dentro de diez minutos.

Con la intención de enviarle un mensaje, llamé al móvil de Vee.

—¡Holaaa! ¿Eres tú, ángel? —contestó de inmediato con su mejor voz de vampiresa. Intentaba resultar graciosa, pero casi flipé.

«Ángel».

Ante el mero sonido de la palabra sentí una oleada de calor. Una vez más, el color negro me envolvió como un lazo caliente, pero esta vez hubo algo más: un contacto físico tan real que me detuve en seco. Sentí un roce agradable en la mejilla, como la caricia de una mano invisible, seguido de una seductora presión en los labios…

«Eres mía, Ángel, y nada puede cambiar eso».

—Esto es una locura —murmuré en voz alta. Una cosa era ver el color negro, pero darme el lote con él era muy diferente. Tenía que dejar de perseguirme a mí misma, porque si no dejaba de hacerlo, empezaría a dudar de mi propia cordura.

—¿Qué? —preguntó Vee.

—Esto… estoy aparcando —respondí—. Todos los sitios están ocupados.

—Adivina a quién le ha tocado la clase de educación física a primera hora. Empiezo el día transpirando como un elefante en celo. ¿Los que hacen nuestros horarios no saben lo que es el olor a transpiración? ¿Ni lo que es el pelo encrespado?

—¿Por qué no me dijiste nada sobre Scott Parnell? —pregunté con calma. Empezaríamos por ahí y luego seguiríamos adelante.

El silencio de Vee se prolongaba y eso sólo confirmó mis sospechas. No me lo había contado todo. «Adrede».

—Oh, sí, Scott —tartamudeó por fin—. Eso.

—La noche en la que desaparecí, dejó un Volkswagen blanco en la puerta de mi casa. Anoche olvidaste mencionar ese detalle, ¿verdad? ¿O a lo mejor no te pareció interesante ni sospechoso? Eres la última persona de la que hubiera sospechado que me contaría una versión atenuada de mi secuestro, Vee.

Oí que se mordía los labios.

—Quizás haya omitido un par de cosas.

—¿Como el hecho de que le dispararan a Scott?

—No quería herirte —se apresuró a contestar—. Pasaste por algo traumático. Más que traumático. Un millón de veces peor. ¿Qué clase de amiga sería si aumentara tu angustia?

—¿Y?

—Vale, vale. Me dijeron que Scott te regaló el coche. Quizá para disculparse por ser un cerdo chovinista.

—Explícamelo.

—¿Recuerdas que cuando estábamos en el colegio nuestras madres siempre nos decían que si un chico nos joroba significa que le gustamos? Bueno, tratándose de las relaciones, Scott nunca dejó atrás el séptimo curso.

—Yo le gustaba —comenté en tono de duda. No creí que Vee volviera a mentirme, no cuando acababa de enfrentarme a ella, pero estaba claro que mi madre se había adelantado y le había lavado el cerebro para convencerla de que yo era demasiado frágil para saber la verdad. Era lo más parecido a una respuesta evasiva que jamás había oído.

—Sí, lo bastante para comprarte un coche.

—¿Mantuve algún contacto con Scott en la semana anterior al secuestro?

—La noche anterior a tu desaparición husmeaste en su habitación. Pero lo más interesante que encontraste fue una planta de marihuana marchita.

Por fin estábamos llegando a alguna parte.

—¿Qué andaba buscando?

—No te lo pregunté. Me dijiste que Scott era un chiflado. Eso bastó para que te ayudara a meterte en su habitación.

No lo dudaba. Vee nunca necesitó un motivo para cometer una estupidez. Lamentablemente, la mayoría de las veces yo tampoco.

—Es todo lo que sé —insistió Vee—. Lo juro.

—No vuelvas a ocultarme cosas.

—¿Eso significa que me perdonas?

Estaba enfadada, pero por desgracia comprendía que Vee quisiera protegerme. «Es lo que hacen las mejores amigas», razoné. En otras circunstancias, incluso puede que la hubiera admirado. Y en su lugar, quizá me hubiese tentado hacer lo mismo.

—Vale, estamos en paz.

En la oficina principal, supuse que debería inventar una excusa para que no me amonestaran por llegar tarde, así que me sorprendí cuando la secretaria me vio y, tras un momento de duda, dijo:

—¡Oh! Nora. ¿Cómo estás?

Pasé por alto su tono meloso y comprensivo, y dije:

—He venido a recoger mi programa de clases.

—Oh. Oh. ¿Tan pronto? Nadie espera que empieces las clases de inmediato. Esta mañana, algunos profesores y yo comentábamos que deberías tomarte un par de semanas para… —luchó por encontrar la palabra adecuada, puesto que no existía ninguna palabra correcta para aquello a lo que me enfrentaba. ¿Recuperarme? ¿Adaptarme? No precisamente.

»Aclimatarte. —Era casi como si agitara un cartel luminoso donde ponía: «¡Qué pena! ¡Pobre chica! Será mejor que la trate con guantes de seda».

Apoyé un codo en el mostrador y me incliné hacia ella.

—Estoy dispuesta a retomar las clases y eso es lo que importa, ¿no? —Como ya estaba de mal humor, añadí—: Me alegro mucho de que en este instituto me hayan enseñado a no valorar ninguna opinión salvo la mía.

Ella abrió la boca y la cerró. Después se dedicó a revisar diversas carpetas apoyadas en su escritorio.

—Veamos, sé que estás aquí en alguna parte… ¡Ah! Aquí estás. —Sacó una hoja de papel de una de las carpetas y me la tendió—. ¿Todo está correcto?

Examiné el programa. Historia de Estados Unidos, inglés, salud, periodismo, anatomía y fisiología, música y trigonometría. Era evidente que el año pasado, cuando me apunté a las clases, sentía un impulso autodestructivo con respecto a mi futuro.

—Parece perfecto —dije, me colgué la mochila del hombro y salí por la puerta.

El pasillo exterior estaba en penumbra, los tubos de neón proyectaban un brillo apagado sobre el encerado del suelo. Mentalmente, me dije que éste era mi instituto, que aquí me sentía a gusto. Pese a que sentía un escalofrío cada vez que recordaba que ahora estaba en el tercer curso, pese a que no me acordaba de haber acabado segundo curso, con el tiempo la sensación de extrañeza desaparecería. Tenía que desaparecer.

Sonó la campana. En un instante se abrieron todas las puertas y el pasillo se inundó de alumnos. Me sumé al flujo de estudiantes abriéndose paso a los lavabos, las taquillas y las máquinas expendedoras de bebidas. Mantuve la barbilla ligeramente alzada y dirigí la mirada hacia delante. Pero notaba que mis compañeros de clase me miraban. Todos me lanzaron un segundo vistazo sorprendidos. A estas alturas, sabían que había regresado: mi historia era la noticia más destacada del lugar. Pero supongo que verme en carne y hueso sirvió para que se convencieran. En sus miradas se reflejaba la curiosidad: «¿Dónde estaba? ¿Quién la secuestró? ¿Qué clase de cosas repugnantes le ocurrieron?»

Y con mucho la especulación más importante: «¿Es verdad que no recuerda nada de todo aquello? Apuesto a que está fingiendo. ¿Quién olvida meses enteros de su vida?»

Hojeé el cuaderno que había apretado contra el pecho y fingí buscar algo importante. «Paso de vosotros», significaba el gesto. Después enderecé los hombros y simulé indiferencia, incluso distancia, pero en realidad me temblaban las rodillas. Corrí pasillo abajo, con un único objetivo.

Entré en el lavabo de chicas y me encerré en el último retrete, apoyé la espalda contra la pared y me deslicé hacia abajo hasta quedar sentada sobre el trasero. Un sabor amargo me inundó la boca; tenía las piernas y los brazos entumecidos, y también los labios. Las lágrimas resbalaban por mi barbilla pero no podía alzar la mano para secarlas.

Por más que cerrara los ojos y procurara dejar de ver, aún veía la expresión desconfiada y sentenciosa de sus rostros. Yo ya no era uno de ellos. De algún modo y sin ningún esfuerzo por mi parte, me había convertido en una extraña.

Me quedé en el retrete unos cuantos minutos, hasta que me tranquilicé y las ganas de llorar se desvanecieron. No quería ir a clase y tampoco a casa. Lo que de verdad quería era imposible: viajar hacia atrás en el tiempo y tener una segunda oportunidad. Cambiarlo todo, a partir de la noche en la que había desaparecido.

Acababa de ponerme de pie cuando oí una voz que me susurraba al oído, como una corriente de aire frío.

«Ayúdame».

La voz era tan queda que casi no se oía. Incluso pensé que quizá la había inventado. Después de todo, últimamente lo único de lo que era capaz era de imaginarme cosas.

«Ayúdame, Nora».

Al oír mi nombre se me puso la piel de gallina. Me quedé quieta e intenté volver a oír la voz. El sonido no surgía de dentro del retrete —allí estaba a solas—, pero tampoco de la zona más amplia del lavabo.

«Cuando él acabe conmigo, será como estar muerto. Nunca regresaré a casa».

Esta vez la voz era más sonora y más desesperada. Alcé la vista: parecía haber flotado hacia abajo desde la rejilla de ventilación del cielorraso.

—¿Quién eres? —pregunté con cautela.

Ante la falta de respuesta, supe que debía tratarse de otra alucinación. El doctor Howlett lo había pronosticado. Mis pensamientos se volvieron angustiosos; debía alejarme de ese entorno, interrumpir el flujo actual de ideas y romper el hechizo antes de que me afectara aún más.

Tendí la mano hacia el pestillo de la puerta cuando una imagen estalló en mi cabeza y, eclipsó mi visión. De repente el retrete desapareció y, en vez de estar alicatado, el suelo bajo mis pies se convirtió en cemento. Por encima de mi cabeza, unas vigas metálicas atravesaban el cielorraso como gigantescas patas de araña y las puertas de una hilera de muelles de carga recorrían una pared.

Mi alucinación me había transportado a un… almacén.

«Me arrancó las alas. No puedo volar a casa», susurró la voz.

No podía ver a quién pertenecía la voz. Por encima de mí colgaba una bombilla desnuda que iluminaba la cinta transportadora situada en el centro del almacén, y eso era todo lo que había en el edificio.

Cuando la cinta se puso en marcha, un zumbido reverberó en torno a mí, un traqueteo mecánico surgió de la oscuridad en el otro extremo de la cinta, que transportaba algo hacia mí.

—No —dije, pero fue lo único que se me ocurrió decir. Agité las manos, tratando de tantear la puerta del retrete. Esto era una alucinación, tal como me había advertido mi madre. Tenía que abrirme paso a través de ella y descubrir la manera de regresar al mundo real. Y todo el tiempo, el horrendo estruendo metálico aumentaba de volumen.

Retrocedí desde la cinta transportadora hasta apoyarme contra la pared de cemento.

No podía escapar y observé que una jaula de metal surgía entre las sombras, traqueteando. El brillo de los barrotes era de un azul eléctrico y fantasmal, pero eso no fue lo que me llamó la atención. En su interior se acurrucaba una persona. Una chica, encogida para caber dentro de la jaula, con las manos aferradas a los barrotes y el rostro cubierto por una melena negro azulada. Sus ojos escudriñaban a través de la cortina formada por su cabello; eran incoloros. La cuerda que le rodeaba el cuello también desprendía la misma extraña luz azulada.

«Ayúdame, Nora».

Quería echar a correr hacia la salida. Temía atravesar las puertas de los muelles de carga, porque quizá me conducirían a una alucinación más profunda. Lo que necesitaba era encontrar mi propia puerta. Una creada por mí ahora mismo, a través de la cual escapar del lavabo del instituto.

«¡No le des el collar! —La chica agitaba los barrotes de la jaula—. Él cree que lo tienes tú. Si se hace con el collar, será imposible detenerlo. No tendré elección. ¡Tendré que decirle todo!»

El sudor me humedecía la cintura y las axilas. ¿Collar? ¿Qué collar?

«No hay ningún collar —me dije—. Tanto la chica como el collar son producto de tu imaginación. Despréndete de ellos». ¡Despréndete! ¡De! ¡Ellos!

Sonó una campana.

Y de repente salí de la alucinación. La puerta cerrada con llave del retrete estaba a centímetros de mi nariz. EL SEÑOR SARRAF ES UNA MIERDA. B. L. + J. F. = AMOR. BANDAS DE JAZZ ROCANROLEAN. Recorrí con el dedo las palabras profundamente grabadas. La puerta era real y me desplomé, aliviada.

Oí voces en el lavabo y me estremecí, pero eran normales, alegres y parlanchinas. A través de la rendija de la puerta, observé que tres chicas formaban fila ante los espejos. Se ahuecaron el pelo y se aplicaron brillo de labios.

—Esta noche deberíamos pedir una pizza y ver películas —dijo una.

—No puedo, chicas. Esta noche sólo seremos Susanna y yo. —Reconocí la voz: era la de Marcie Millar. Estaba entre las otras dos, peinándose la coleta rubia y sujetándola con un clip en forma de flor de plástico rosa.

—¿Nos abandonas por tu madre? Esto, ¿ay?

—Esto, sí. Confórmate —dijo Marcie.

Las chicas a ambos lados de Marcie se pusieron de morros. Apostaría a que eran Addison Hales y Cassie Sweeney. Addison era una animadora, como Marcie, pero en cierta oportunidad oí que Marcie confesaba que el único motivo de su amistad con Cassie se debía a que vivían en el mismo barrio. Su vínculo se debía a un hecho sencillo: que ambas podían permitirse el mismo tren de vida. Como dos gotas de agua, un agua muy próspera.

—No empecéis —dijo Marcie, pero su tono sonriente manifestaba claramente que la desilusión de las otras la halagaba—. Mi madre me necesita. Esta noche saldremos juntas.

—Acaso está… ya sabes… ¿deprimida? —preguntó la chica que supuse que era Addison.

—¿Hablas en serio? —Marcie rio—. Ella se quedó con la casa, aún es socia del club náutico. Además, obligó a mi padre a comprarle un Lexus SC10. ¡Es taaan mono! Y juro que la mitad de los tíos solteros de la ciudad ya la han llamado o pasado a verla.

Marcie marcó cada punto con los dedos con tanta fluidez que supuse que había ensayado el discurso.

—Es muy guapa —suspiró Cassie.

—Exactamente. Da igual con quién se líe mi padre: supondrá bajar de categoría.

—¿Está saliendo con alguien?

—Todavía no. Mi madre tiene amigos por todas partes. Alguien hubiera visto algo. Bien, chicas —dijo, adoptando un tono de cotilleo—, ¿habéis visto las noticias? ¿Sobre Nora Grey?

Al oír mi nombre, se me doblaron ligeramente las rodillas y apoyé una mano en la pared.

—La encontraron en el cementerio y dicen que no recuerda nada —prosiguió Marcie—. Supongo que está tan loca que incluso se escapó de la policía. Creía que querían hacerle daño.

—Mi madre dice que quizás el secuestrador le lavó el cerebro —dijo Cassie—. A lo mejor un tío granuja le hizo creer que estaban casados.

—¡Qué asco! —dijeron todas al unísono.

—Sea lo que fuere que ocurrió, ahora es mercancía estropeada —dijo Marcie—. Aunque diga que no recuerda nada, inconscientemente sabe qué pasó. Tendrá que cargar con ello durante el resto de su vida. Lo mejor sería que se envolviera en una cinta amarilla donde ponga «Prohibido el paso».

Todas soltaron risitas. Luego Marcie dijo:

—Hay que regresar a clase, chicas. Ya no dispongo de más pases para llegar tarde: las secretarias los han guardado bajo llave. Putas.

Aguardé hasta mucho después de que se fueran, sólo para asegurarme de que el lavabo estuviera vacío, luego me apresuré salir por la puerta. Recorrí el pasillo a toda prisa, abrí la puerta de salida y corrí hacia el parking de los alumnos.

Me lancé dentro del Volkswagen, preguntándome por qué había creído que podía volver a la vida de siempre y continuar a partir del momento en que todo se detuvo.

Pero ése era el problema: las cosas no se habían detenido.

Habían seguido adelante, pero sin mí.