Mi madre y yo vivimos en una granja situada entre el linde de la ciudad de Coldwater y las regiones remotas y despobladas del estado de Maine. Si miras por cualquier ventana, es como echar un vistazo al pasado. A un lado, grandes extensiones sin cultivar, al otro, campos dorados rodeados de árboles de hoja perenne. Vivimos al final de Hawthorne Lane y un kilómetro y medio nos separa de nuestros vecinos más próximos. De noche, cuando las luciérnagas iluminan los árboles con su luz dorada y la fragancia cálida de los pinos flota en el aire, no me resulta difícil convencerme de que me he transportado a mí misma a un siglo completamente diferente. Si entrecierro los ojos, incluso soy capaz de ver un granero rojo y ovejas pastando.
Nuestra casa está pintada de blanco, tiene persianas azules y está rodeada de una galería cuya inclinación es apreciable a simple vista. Las ventanas son largas y estrechas y sueltan un sonoro crujido cuando las abres. Mi padre solía decir que instalar una alarma en la ventana de mi habitación era innecesario: era una broma compartida en secreto, puesto que ambos sabíamos que yo no era la clase de hija que se escabulle.
Mis padres se mudaron a la-granja-devoradora-de dólares poco antes de que yo naciera, argumentando que no se puede luchar contra el amor a primera vista. Su sueño era sencillo: restaurarla lentamente hasta recuperar su encantador estado, el de 1771, y un día clavar un cartel de bed-and-breakfast en el patio delantero y servir la mejor sopa de langosta de la costa de Maine. El sueño se desvaneció cuando mi padre fue asesinado una noche en el centro de Portland.
Esa mañana me dieron el alta en el hospital y ahora estaba sola en mi habitación. Me abracé a una almohada, me recosté en la cama y eché una mirada nostálgica al collage de imágenes clavadas con chinchetas en un tablero de corcho colgado de la pared. Había fotos de mis padres posando en la cima de la colina Raspberry, Vee luciendo un desastroso disfraz de Catwoman que confeccionó para Halloween hacía unos años, la foto del anuario del segundo curso del instituto. Al contemplar nuestros rostros sonrientes, traté de engañarme y creer que estaba a salvo, ahora que había regresado a mi mundo. Pero la verdad es que jamás me sentiré a salvo y nunca recuperaré mi vida hasta que pueda recordar aquello por lo que he pasado durante los últimos cuatro meses, sobre todo los dos últimos meses y medio. Cuatro meses parecían insignificantes en comparación con diecisiete años (me había perdido mi decimoséptimo cumpleaños durante esas ocho semanas borradas), pero lo único que me importaba eran esos meses que faltaban: un gran hueco interpuesto en mi camino, que me impedía ver más allá. No tenía pasado ni futuro, sólo había un gran vacío que me obsesionaba.
Los resultados de las pruebas ordenadas por el doctor Howlett no presentaban ningún problema. Según ellos, y a excepción de unos cuantos cortes que ya cicatrizaban y unos moratones, mi estado físico era tan bueno como el del día que desaparecí.
Pero las cosas más profundas, las invisibles, esas partes de mí ocultas bajo la superficie y fuera del alcance de cualquier prueba, ésas hacían vacilar mi resistencia. ¿Quién era yo ahora? ¿Qué había sufrido durante esos meses ausentes? ¿Acaso el trauma me había modificado de un modo que jamás iba a comprender? O aún peor, ¿del que nunca me llegaría a recuperar?
Mientras estaba en el hospital, mamá prohibió todas las visitas, apoyada por el doctor Howlett. Comprendía su preocupación, pero ahora que estaba en casa y lentamente volvía a instalarme en mi mundo familiar, no permitiría que mamá me encerrara, con la intención excelente pero equivocada de protegerme. Puede que hubiera cambiado, pero aún era yo, y lo único que ansiaba hacer ahora mismo era hablar de todo ello con Vee.
Fui a la planta baja, cogí el BlackBerry de mamá de la encimera y me lo llevé a mi habitación. Cuando desperté en el cementerio, mi móvil había desaparecido, y hasta que lograra reemplazarlo tendría que usar el suyo.
SOY NORA. ¿PUEDES HABLAR?, ponía en el SMS que le envié a Vee. Era tarde, y la madre de Vee la obligaba a apagar la luz a las diez. Si la llamaba y su mamá oía el timbrazo, podía ser un gran problema para Vee. Conocía a la señora Sky y no creía que fuese permisiva, incluso dadas las especiales circunstancias.
Un momento después sonó el BlackBerry. ¿¡¡¡NENA!!!? ESTOY FLIPANDO. ESTOY HECHA POLVO. ¿DÓNDE ESTÁS?
LLÁMAME A ESTE NÚMERO.
Apoyé el BlackBerry en mi regazo y me roí una uña. Estar tan nerviosa me parecía increíble. Era Vee pero, a pesar de ser mi mejor amiga, hacía meses que no hablábamos. A mí no me parecía que hubiera pasado tanto tiempo, pero el hecho es que sí. Recordé ambos dichos: «La ausencia es al amor lo que al fuego es el aire: apaga el pequeño y aviva el grande» versus «Ojos que no ven, corazón que no siente», y esperé que se cumpliera el primero.
Aunque esperaba la llamada de Vee, pegué un respingo cuando sonó el BlackBerry.
—¿Diga? ¿Diga? —dijo Vee.
Al oír su voz se me hizo un nudo en la garganta.
—¡Soy yo! —grazné.
—Ya era hora —gruñó, pero parecía emocionada—. Ayer me pasé el día en el hospital, pero no me dejaron verte. Pasé corriendo junto a los de seguridad, pero llamaron a un código noventa y nueve y me atraparon. Me acompañaron fuera esposada, y con acompañada me refiero a que hubo un montón de patadas y de palabrotas repartidas en ambas direcciones. Según mi opinión, aquí la única delincuente es tu madre. ¿Nada de visitas? Soy tu mejor amiga, ¿o acaso no lo notó todos los años, durante los últimos once? La próxima vez que vaya a tu casa, la emprenderé a golpes con esa mujer.
En medio de la oscuridad una sonrisa frunció mis labios secos. Apreté el móvil contra mi pecho, debatiéndome entre la risa y el llanto. Debería haber sabido que Vee no me fallaría. El recuerdo de todo lo que había salido horrorosamente mal desde que desperté en el cementerio hace tres noches quedó eclipsado por el mero hecho de tener la mejor amiga del mundo. Quizá todo lo demás había cambiado, pero mi relación con Vee era sólida como una roca. Éramos inseparables y nada cambiaría eso.
—Vee —suspiré, aliviada. Quería disfrutar de la normalidad de ese instante. Era tarde, se suponía que debíamos estar durmiendo y en cambio estábamos charlando con la luz apagada. El año pasado, la mamá de Vee arrojó su móvil a la basura tras pescarla charlando conmigo después del toque de queda. A la mañana siguiente, ante todo el vecindario, Vee se dedicó a buscarlo en los contenedores y sigue usando el mismo teléfono hasta el día de hoy. Lo llamamos Oscar, como en Oscar el Gruñón.
—¿Te están dando drogas de buena calidad? —preguntó Vee—. Por lo visto, el padre de Anthony Amowitz es farmacéutico y quizá pueda proporcionarte algo bueno.
—¿Qué es esto? ¿Tú y Anthony? —dije, arqueando las cejas, sorprendida.
—No, ni hablar. No es eso. Paso de los tíos. Si me siento romántica recurro a Netflix.
«Lo creeré cuando lo vea», pensé, sonriendo.
—¿Dónde está mi mejor amiga y qué has hecho con ella?
—Me estoy desintoxicando de los chicos. Es como una dieta, pero para mi salud emocional. Olvídalo, pasaré por tu casa —continuó Vee—. Hace tres meses que no veo a mi mejor amiga y este reencuentro telefónico es una mierda. Te demostraré lo que es un abrazo de oso.
—Buena suerte para eludir a mi madre —dije—. Es la nueva portavoz a favor de la crianza mediante helicóptero.
—¡Esa mujer! —siseó Vee—. Ahora mismo me estoy santiguando.
Discutiríamos el estatus de mi madre como bruja otro día, porque ahora teníamos que hablar de cosas más importantes.
—Necesito que me pongas al corriente de lo ocurrido en los días antes del secuestro, Vee —dije, introduciendo un tema mucho más serio—. No logro desprenderme de la sensación de que mi secuestro no fue al azar. Tienen que haber habido señales de alerta, pero no logro recordarlas. El médico dijo que la amnesia es pasajera, pero entretanto has de decirme dónde estuve, qué hice y con quién estuve aquella última semana. Recuérdamelo.
Vee tardó en responder.
—¿Estás segura de que es una buena idea? Es un poco pronto para estresarte respecto de aquel asunto. Tu madre me habló de la amnesia…
—¿En serio? —la interrumpí—. ¿Acaso piensas ponerte de parte de mi madre?
—Olvídalo —masculló Vee, cediendo.
Durante los siguientes veinte minutos me contó todo lo ocurrido durante esa última semana, pero cuanto más hablaba, mayor era mi desánimo: nada de llamadas telefónicas raras, de extraños merodeando ni de coches desconocidos siguiéndonos por la ciudad.
—¿Y qué pasó la noche que desaparecí? —pregunté, interrumpiéndola en medio de una frase.
—Fuimos al parque de atracciones Delphic. Recuerdo que fui a comprar perritos calientes… y entonces se armó la gorda. Oí disparos y la gente echó a correr fuera del parque. Traté de encontrarte, pero habías desaparecido. Supuse que habías hecho lo más inteligente: escapar, pero no te encontré en el parking. Hubiese regresado al parque, pero vino la policía y echó a todo el mundo. Traté de decirles que tal vez aún estabas en el parque, pero se negaron a escuchar. Obligaron a todos a marcharse a casa. Te llamé tropecientas veces, pero no contestabas.
Era como si me hubieran pegado un puñetazo en el estómago. ¿Disparos? Delphic tenía mala fama, pero… ¿disparos? Era tan extraño, tan completamente absurdo que si no fuese Vee la que me lo contaba no me lo hubiera creído.
—Fue la última vez que te vi —dijo Vee—. Después me enteré de que eras un rehén.
—¿Rehén?
—Al parecer, el mismo psicópata que provocó el tiroteo en el parque te tomó como rehén en la caseta de máquinas situada debajo de la Casa del Miedo. Nadie sabe por qué. Finalmente te soltó y se largó.
Abrí la boca, después la cerré. Por fin logré decir en tono azorado:
—¿Qué?
—La policía te encontró, te tomó declaración y te llevó a casa a las dos de la mañana. Ésa fue la última vez que alguien te vio. En cuanto al individuo que te tomó como rehén… nadie sabe qué le ocurrió.
Entonces todos los hilos se unieron.
—Debieron de haberme raptado en mi casa —concluí, descifrando el asunto—. Si eran más de las dos, debía de haber estado durmiendo. El individuo que me tomó cono rehén debió de seguirme a casa. Lo interrumpieron cuando trataba de lograr quién sabe qué en el Delphic y volvió a por mí. Debió de irrumpir en la casa.
—Pero de eso se trata: no había señales de lucha. Las puertas y las ventanas estaban cerradas con llave.
Me pasé la mano por la frente.
—La policía, ¿tenía algún indicio? Ese individuo —sea quien sea— no puede haber sido un fantasma.
—Dijeron que probablemente usaba un nombre falso. Pero, en todo caso, dijiste que se llamaba Rixon.
—No conozco a nadie llamado Rixon.
Vee suspiró.
—Ése es el problema. Nadie lo conoce. —Guardó silencio un momento—. Hay algo más. A veces me parece reconocer el nombre, pero cuando intento recordar por qué, se me pone la mente en blanco. Como si el recuerdo existiera, pero no lograra recuperarlo. Casi como si… hubiese un agujero allí donde debería estar su nombre. Es una sensación muy extraña, no dejo de decirme a mí misma que a lo mejor sólo deseo recordarlo, ¿comprendes? Que si lo recordara, ¡bingo! Habremos atrapado al malo y la policía podrá detenerlo. Demasiado sencillo, lo sé. Y ahora sólo estoy parloteando —dijo.
Después, en voz baja, añadió:
—Sin embargo… hubiera jurado que…
La puerta de mi dormitorio se abrió con un chirrido y mamá asomó la cabeza.
—Me voy a dormir —dijo, y dirigió la mirada al BlackBerry—. Es tarde, y ambas hemos de descansar. —Se quedó aguardando y recibí el mensaje.
—He de dejarte, Vee. Te llamaré mañana.
—Cariños a la bruja —dijo, y colgó.
—¿Necesitas algo? —preguntó mamá, y me quitó el BlackBerry—. ¿Agua? ¿Más mantas?
—No, gracias. Buenas noches, mamá. —Le lancé una sonrisa breve pero tranquilizadora.
—¿Comprobaste que tu ventana está bien cerrada?
—Tres veces.
Mamá atravesó la habitación y agitó la cerradura. Cuando comprobó que estaba bien cerrada, soltó una risita.
—No pasa nada por comprobarlo por última vez, ¿verdad? Buenas noches, nena —añadió, acariciándome el pelo y besándome la frente.
Cuando abandonó la habitación, me acurruqué bajo las mantas, apagué la lamparilla de noche y reflexioné sobre todo lo que Vee me había contado. Un tiroteo en el Delphic, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba lograr el que disparó? ¿Y por qué, entre las miles de personas que ocupaban el parque esa noche, me eligió a mí como rehén? Tal vez sólo se trató de mala suerte, pero la idea no me convencía. Las incógnitas se agolpaban en mi cabeza hasta agotarme. Ojalá…
Ojalá lograra recordar.
Bostecé y traté de conciliar el sueño.
Pasaron quince minutos. Luego veinte. Me tendí de espaldas y clavé la vista en el cielorraso, procurando acercarme al recuerdo y atraparlo. Cuando eso no dio resultado, intenté un enfoque más directo: golpeé la cabeza contra la almohada tratando de desprender una imagen de mi cerebro, un diálogo, un olor que me provocara una idea. ¡Cualquier cosa! Pero rápidamente comprendí que, más que con cualquier cosa, tendría que conformarme con ninguna.
Esa mañana, cuando salí del hospital, estaba convencida de que mi memoria se había perdido para siempre, pero ahora, con las ideas claras y una vez pasado el shock, estaba empezando a cambiar de idea. Notaba que en mi cerebro había un puente roto y que la verdad estaba al otro lado del hueco. Si yo había demolido el puente para defenderme del trauma sufrido durante el secuestro, entonces también podía reconstruirlo, ¿no? Sólo tenía que descubrir cómo.
Comencé por el negro. Un negro profundo y sobrenatural. Todavía no se lo había dicho a nadie, pero ese color no dejaba de pasarme por la cabeza en los momentos más inesperados. Y cuando lo hacía, sentía un escalofrío agradable y era como si el color me recorriera la mandíbula como un dedo y me levantara el mentón para enfrentarme a él.
Sabía que creer que un color podía cobrar vida era un disparate, pero un par de veces me pareció entrever algo más sólido tras el color. Unos ojos y la manera como me observaban me rompían el corazón.
Pero ¿cómo era posible que algo perdido en mi memoria durante esos momentos me causara placer en vez de dolor?
Respiré lentamente. Sentía un impulso apremiante de seguir al color, me llevara a donde me llevara. Anhelaba encontrar esos ojos negros, enfrentarme a ellos. Quería saber a quién pertenecían. El color tironeaba de mí, me indicaba que lo siguiera. Desde el punto de vista racional era un sinsentido, pero no lograba desprenderme de la idea. Sentía un deseo hipnótico y obsesivo de dejar que el color me guiara. Una fascinación poderosa que ni siquiera la lógica podía romper.
Dejé que el deseo aumentara hasta que vibró bajo mi piel. Tenía demasiado calor y me quité las mantas de encima. La cabeza me zumbaba. Di vueltas en la cama hasta estremecerme de calor. Una extraña fiebre.
«El cementerio —pensé—, todo empezó en el cementerio».
La noche negra, la bruma negra. Hierba negra, negras lápidas. El río negro y resplandeciente, y allí un par de ojos negros observándome. No podía pasar por alto los recuerdos negros y fugaces, dormir no los borraría. No podía descansar hasta haber tomado una decisión al respecto.
Me levanté, me puse una camiseta y un par de tejanos y me cubrí los hombros con un jersey. Me detuve ante la puerta de la habitación. El pasillo estaba en silencio, a excepción del tictac del reloj de pie que venía de la planta baja. La puerta de la habitación de mamá no estaba completamente cerrada, pero la rendija estaba a oscuras. Si aguzaba el oído, podía oír sus suaves ronquidos.
Bajé las escaleras sin hacer ruido, cogí una linterna y las llaves de la casa y salí por la puerta trasera, porque temía que el crujido de las tablas de la galería delantera me delatara. Además, había un policía de uniforme aparcado junto al bordillo de la acera. Estaba allí para impedir el acceso de periodistas y camarógrafos, pero me pareció que si me veía salir a dar un paseo a estas horas, telefonearía al detective Basso.
Una voz queda interior me dijo que quizá corría peligro si salía, pero un extraño trance me impulsaba. «Noche negra, bruma negra. Hierba negra, negras lápidas. Río negro y resplandeciente. Un par de ojos negros observándome».
Tenía que encontrar esos ojos. Albergaban todas las respuestas.
Cuarenta minutos después alcancé las puertas en forma de arco del cementerio de Coldwater. La brisa arrancaba las hojas de las ramas: parecían oscuros molinetes. Encontré la tumba de mi padre sin dificultad. Tiritando bajo el frío húmedo, me abrí paso hasta la lápida plana donde todo había comenzado.
Me acurruqué y recorrí el desgastado mármol con el dedo. Cerré los ojos, bloqueé los sonidos nocturnos y me concentré en encontrar los ojos negros. Les lancé mis preguntas, con la esperanza de que me oyeran. ¿Cómo había llegado a dormir en un cementerio tras once semanas de cautiverio?
Miré en derredor, lentamente. El aroma a descomposición del otoño próximo, la fragancia intensa de la hierba cortada, el palpitar de las alas de los insectos… nada de ello provocó la respuesta que ansiaba desesperadamente. Me tragué el nudo en la garganta, esforzándome por no sentirme derrotada. El color negro, que me había perseguido días enteros, me falló. Metí las manos en los bolsillos de los tejanos y me dispuse a abandonar el cementerio.
Por el rabillo del ojo, vi una mancha en la hierba. Recogí una pluma negra, tan larga como mi brazo, desde el hombro hasta la muñeca. Fruncí el entrecejo y traté de imaginar el ave a la que pertenecía. Era demasiado larga para ser de un cuervo, demasiado grande para ser de cualquier ave, según mi opinión. La recorrí con el dedo y cada uno de los satinados segmentos volvió a su lugar.
Un recuerdo se agitó en mi cabeza. «Ángel —me pareció oír que susurraba una voz suave—. Eres mía».
«¡Qué cosa más absurda!», pensé, ruborizándome. Miré en torno, sólo para comprobar que la voz no era real.
«No te he olvidado».
Me puse tensa, esperando volver a oír la voz, pero se había desvanecido en el viento y todos los recuerdos que provocó desaparecieron antes de que lograra atraparlos. Me debatí entre arrojar la pluma a un lado y el impulso desesperado de enterrarla donde nadie pudiera encontrarla. Tenía la sensación de haber tropezado con algo secreto, algo privado, algo que, de ser descubierto, podía causar mucho daño.
Un coche se detuvo en el parking situado en la colina junto al cementerio, del interior surgía música a todo volumen. Oí gritos y risotadas, y no me hubiera sorprendido que fueran mis compañeros de instituto. En esta parte de la ciudad alejada del centro había muchos árboles y era un buen lugar para estar por ahí con los amigos las noches de los fines de semana sin que nadie te vigilara. Como no tenía ganas de tropezar con ningún conocido, sobre todo desde que mi repentina reaparición figuraba en todos los noticieros del lugar, me metí la pluma bajo el brazo y me apresuré a recorrer el sendero de grava que daba a la carretera principal.
Poco después de las dos de la madrugada, entré en la granja y, tras cerrar con llave, subí las escaleras de puntillas. Durante unos minutos, permanecí de pie en medio de mi habitación y después escondí la pluma en el cajón central del tocador, donde también guardaba mis calcetines, leggings y pañuelos. En ese momento, ni siquiera sabía por qué me la había llevado a casa. Yo no suelo coleccionar basura, por no hablar de guardarla en mis cajones. Pero la pluma había provocado un recuerdo…
Me desvestí, bostecé y me dirigí a la cama, pero me detuve a medio camino: encima de la almohada había una hoja de papel, algo que no estaba allí cuando me marché.
Me volví, suponiendo que mi madre estaría en el umbral, enfadada y preocupada porque me había escabullido. Pero después de todo lo ocurrido, ¿cómo iba a pensar que ella se limitaría a dejar una nota tras encontrar la cama vacía?
Recogí el papel con manos temblorosas. Era una hoja rayada de cuaderno, como los que usábamos en el instituto. El mensaje parecía escrito apresuradamente con rotulador negro.
«Sólo por que estás en casa no significa que estés a salvo».