Mientras Jev conducía, apoyé la cabeza contra la ventanilla en silencio. Tomó por caminos laterales y carreteras secundarias, pero yo tenía una idea aproximada de dónde estábamos. Tras un par de curvas, supe exactamente el lugar: más allá se elevaba la imponente entrada del parque de atracciones Delphic. Jev aparcó en el parking vacío. Cuatro horas antes sólo con mucha suerte hubiese encontrado un lugar tan cerca de las puertas.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, enderezándome.
Jev apagó el motor y alzó una ceja oscura.
—Dijiste que querías hablar.
—Sí, pero este lugar está… —«Vacío», pensé.
—¿Aún no sabes si puedes confiar en mí? —dijo, con una sonrisa dura—. ¿Y por qué aquí, en Delphic? Llámame sentimental.
Si suponía que yo debía comprender a qué se refería, no fue así. Lo seguí hasta las puertas y él saltó por encima con agilidad. Luego entreabrió una para dejarme pasar.
—¿Podemos ir a la cárcel por esto? —inquirí, sabiendo que era una pregunta estúpida puesto que si nos descubrían, allí iríamos a parar. Pero como parecía que Jev sabía lo que estaba haciendo, lo seguí. Por encima de las farolas, una montaña rusa dominaba el parque y de repente se me apareció la imagen de mí misma cayendo de las vías. Tragué saliva y reprimí la imagen, adjudicándosela a mi miedo a las alturas.
Me sentía más inquieta con cada minuto que pasaba. Sólo porque Jev me había salvado la vida un par de veces, no significaba que estar a solas con él fuera una buena idea. Supuse que me dejé arrastrar hasta el parque en busca de respuestas. Jev me prometió que hablaríamos y no pude resistirme a la tentación.
Por fin, Jev avanzó más lentamente, abandonó la pasarela y se detuvo ante una desvencijada caseta de mantenimiento, sobre la que se levantaba la montaña rusa a un lado y una noria gigante al otro. La caseta pequeña y gris era el último sitio que llamaría la atención.
—¿Qué hay en la caseta? —pregunté.
—Mi hogar.
«¿Su hogar?» O bien tenía mucho sentido del humor o acababa de redefinir el concepto de la vida sencilla.
—Espléndido —dije.
—Sacrifiqué el estilo por la seguridad —dijo, con una sonrisa astuta.
Eché un vistazo a la pintura cuarteada, al toldo inclinado y a la endeble construcción.
—¿La seguridad? Podría derribar la puerta de un puntapié.
—Seguridad frente a los arcángeles.
Al oír esa palabra sentí una punzada de miedo. Recordé mi última alucinación. «Ayúdame a encontrar el collar de un arcángel», había dicho Hank. La coincidencia me ponía nerviosa. ¿Acaso sabía más acerca de los arcángeles de lo que actualmente lograba recordar?
Jev metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y la sostuvo para dejarme pasar.
—¿Cuándo me dirás algo sobre los arcángeles? —La pregunta parecía simple, pero los nervios me afectaban el estómago. ¿Cuántos diferentes tipos de ángeles había?
—De momento, lo único que has de saber es que no están de tu parte.
—¿Pero a lo mejor más adelante, sí?
—Soy un optimista —dijo Jev.
Crucé el umbral y sospeché que la caseta albergaba un secreto, porque me sorprendería que una ráfaga de viento no derrumbara las paredes. El suelo de madera crujía bajo mis pies y el aire estaba viciado. La caseta era pequeña, de unos cinco metros por dos. No había ventanas y, cuando Jev cerró la puerta, nos envolvió una oscuridad total.
—¿Vives aquí? —pregunté, sólo para asegurarme.
—Esto es más bien una especie de antecámara.
Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, oí que atravesaba la caseta y el zumbido apagado de una puerta que se abría. Cuando él volvió a hablar, su voz surgía cerca del suelo.
—Dame la mano.
Avancé a través de la oscuridad hasta que me cogió de la mano. Al parecer, estaba más abajo que yo, de pie en un hueco. Me cogió de la cintura y me bajó… hasta un espacio situado debajo de la caseta. Permanecimos frente a frente en la oscuridad y oí su respiración lenta y firme. La mía era más irregular. «¿A dónde me lleva?»
—¿Qué es este lugar? —susurré.
—Bajo el parque hay un laberinto de túneles, uno encima del otro. Hace años, los ángeles caídos no se mezclaban con los humanos. Se apartaron y vivían aquí fuera, en la costa; sólo acudían a las ciudades y aldeas durante el Jeshván, con el fin de poseer los cuerpos de sus vasallos Nefilim. Unas vacaciones de dos semanas, y esas ciudades y aldeas eran sus centros turísticos. Hacían lo que les venía en gana. Cogían lo que les apetecía. Se llenaban los bolsillos con el dinero de sus vasallos.
»Estos acantilados junto al mar eran lejanos, pero los ángeles caídos edificaron sus ciudades bajo tierra, por precaución. Sabían que, con el tiempo, las cosas cambiarían. Y cambiaron. Los humanos se extendieron. La frontera entre el territorio de los humanos y el de los ángeles caídos se volvió borrosa. Los ángeles caídos construyeron el Delphic encima de su ciudad para ocultarla. Cuando inauguraron el parque de atracciones, aprovecharon los ingresos para mantenerse.
Hablaba en tono tan mesurado, tan firme que no supe qué me hacía sentir lo que acababa de decirme. Y no supe qué contestar. Era como escuchar un sombrío cuento de hadas por la noche, antes de dormirme. El momento parecía un sueño desdibujado, y sin embargo muy real.
Sabía que Jev me decía la verdad, y no porque su historia de ángeles caídos y Nefilim encajara con la de Scott, sino porque cada una de sus palabras me inquietaba y fragmentos de mi memoria que creía perdidos para siempre volvían a surgir.
—En cierta oportunidad, estuve a punto de traerte aquí —dijo Jev—, pero el Nefil en cuyo piso franco entraste se entrometió.
No tenía por qué sincerarme con Jev, pero decidí arriesgarme.
—Sé que Hank Millar es el Nefil del que estás hablando. Él es el motivo por el cual fui al piso franco esta noche. Quería averiguar qué ocultaba en su interior. Scott me dijo que si reuníamos la suficiente cantidad de trapos sucios sobre él, averiguaríamos qué planea y podríamos idear el modo de derrotarlo.
Algo parecido a la lástima se asomó a la mirada de Jev.
—Hank no es un Nefil común, Nora.
—Lo sé. Scott me dijo que está montando un ejército, que quiere derrocar a los ángeles caídos para que no puedan seguir poseyendo los cuerpos de los Nefilim. Sé que es poderoso y que está muy bien relacionado. Lo que no comprendo es el papel que tú juegas en este asunto. ¿Por qué estabas en el piso franco esta noche?
Durante unos minutos, Jev guardó silencio.
—Hank y yo concertamos negocios. Suelo visitarlo. —Estaba siendo poco explícito adrede y yo ignoraba si, incluso tras mi franqueza, se negaba a ser sincero conmigo o si trataba de protegerme. Jev soltó un suspiro prolongado.
—Tenemos que hablar.
Me cogió del codo y me condujo a más profundidad en la oscuridad absoluta reinante debajo de la caseta. Avanzamos cuesta abajo, a lo largo de sinuosos pasillos y curvas. Por fin Jev se detuvo, abrió una puerta y recogió algo del suelo.
Encendió una cerilla y la acercó a una vela.
—Bienvenida a mi casa.
Comparada con la oscuridad total, la luz de la vela era sorprendentemente intensa. Nos encontrábamos ante la entrada de un vestíbulo de granito negro que daba a una inmensa habitación, también de granito negro. El suelo estaba cubierto de alfombras de seda en tonos azul marino, gris y negro. Los muebles eran escasos, pero las piezas seleccionadas por Jev eran elegantes y modernas, de líneas puras y muy artísticas.
—Guau —exclamé.
—No traigo a casi nadie aquí. No quiero compartirlo con todo el mundo, me agrada la intimidad y la reclusión.
«Pues dispone de ambas», pensé, echando un vistazo en torno al estudio parecido a una caverna. Iluminados por la luz de la vela, los suelos y las paredes de granito resplandecían como incrustados de diamantes.
Mientras yo seguía examinando todo lentamente, Jev encendió más velas.
—La cocina está a la izquierda —dijo—, el dormitorio en la parte de atrás.
Le lancé una mirada coqueta por encima del hombro.
—¿Estás flirteando conmigo, Jev?
Él me observó con sus ojos oscuros.
—Empiezo a preguntarme si intentas distraerme para impedir que prosigamos con la conversación anterior. —Recorrí el único objeto antiguo de la habitación con el dedo: un espejo de cuerpo entero que parecía haber formado parte de un castillo francés. Mamá habría estado muy impresionada.
Jev se dejó caer en un sofá de cuero de estilo art déco y extendió los brazos sobre el respaldo.
—En esta habitación, yo no soy la distracción.
—¿Oh? Y entonces, ¿qué es?
Noté que me devoraba con la mirada mientras yo recorría la habitación; me examinaba de pies a cabeza sin parpadear y un ardor me recorrió. Un beso hubiera resultado menos íntimo.
Reprimí el acaloramiento causado por su mirada, me detuve para observar una deslumbrante pintura al óleo. Los colores eran muy intensos, la técnica era impresionante.
—La caída de Faetón —me informó Jev—. Helios, el dios griego del sol, tuvo un hijo, Faetón, con una mortal. Todos los días, Helios solía conducir un carro a través del cielo. Faetón engañó a su padre para que le dejara conducir el carro, pese a que Faetón no tenía ni la fuerza ni la destreza suficiente para conducir a los caballos. Como era de esperar, los caballos se desbocaron y cayeron sobre la Tierra, quemando todo a su paso. —Aguardó hasta que lo miré—. Eres consciente del efecto que tienes sobre mí, ¿no?
—Me estás tomando el pelo.
—Es verdad que disfruto tomándote el pelo, pero hay cosas acerca de las que jamás bromeo —dijo, y su mirada se volvió grave.
Atrapada por esa mirada, acepté lo que acababa de decirme con tanta claridad. Él era un ángel caído. El poder que irradiaba era diferente del que noté junto a Scott. Más poderoso y más intenso. Incluso ahora, el aire chisporroteaba. Sentía su presencia y sus movimientos en todas las moléculas del cuerpo.
—Sé que eres un ángel caído —dije—. Sé que obligas a los Nefilim a jurarte lealtad. Posees sus cuerpos y, en esta guerra actual, no estás del mismo lado que Scott. Con razón te cae mal.
—Empiezas a recordar.
—No lo suficiente. Si eres un ángel caído, ¿por qué tienes negocios con Hank, un Nefil? ¿Acaso no se supone que sois enemigos acérrimos? —pregunté en un tono más duro del que era mi intención; no sabía qué sentir respecto de que Jev fuese un ángel caído. Uno de los malos. Para evitar que esa revelación me enloqueciera, me recordé a mí misma que antaño ya lo había averiguado todo. Si entonces pude soportarlo, ahora también podría.
Una vez más, en su rostro apareció una expresión de lástima.
—En cuanto a Hank… —dijo, y se restregó la cara con las manos.
—¿Qué pasa con él? —Lo miré fijamente, procurando adivinar qué era lo que le resultaba tan difícil decir. Su rostro expresaba una compasión tan profunda que me preparé para lo peor.
Jev se puso de pie, se acercó a la pared y se apoyó contra ella. Se había remangado la camisa y mantenía la cabeza gacha.
—Quiero saberlo todo —le dije—. Empezando por ti. Quiero recordar qué ocurrió entre nosotros. ¿Cómo nos conocimos? ¿Qué significamos el uno para el otro? Y después quiero que me lo digas todo sobre Hank, aunque te preocupe que no me guste lo que digas. Ayúdame a recordar. No puedo seguir así. No puedo avanzar hasta no saber qué he dejado atrás. Hank no me da miedo —añadí.
—Yo tengo miedo de lo que es capaz. No tiene límites. Nunca deja de presionar y lo peor de todo es que no puedes confiar en él. Con respecto a nada. —Jev titubeó—. Te diré la verdad. Te lo diré todo, pero sólo porque Hank me traicionó. Se suponía que tú ya no formabas parte de esto. Hice todo lo que pude por evitarlo. Hank me dio su palabra de que se mantendría alejado de ti, así que imagínate mi sorpresa cuando antes, esta misma noche, me dijiste que intenta seducir a tu madre. Si vuelve a interferir en tu vida se debe a que está tramando algo. Y eso significa que tú corres peligro. Volvemos a estar como al comienzo, y decirte la verdad ya no supone ponerte en peligro.
El corazón me martilleaba, el temor me taladraba los huesos. Hank. Tal como había sospechado, todo estaba relacionado con él.
—Ayúdame a recordar, Jev.
—¿Es lo que quieres? —preguntó, examinándome para confirmar que estaba completamente segura.
—Sí —dije, con más coraje del que sentía.
Jev se sentó en el borde del sofá, se quitó la camisa y, pese a mi desconcierto, el instinto me dijo que tuviera paciencia. Apoyó los codos en las rodillas y dejó caer la cabeza entre sus hombros desnudos. Todos los músculos y los tendones de su cuerpo estaban en tensión y, durante un instante, parecía el Faetón del cuadro. Me acerqué un paso, luego dos. La luz oscilante de las velas iluminaba su cuerpo.
Ahogué un grito. Dos heridas le atravesaban la inmaculada piel de la espalda, rojas y en carne viva, y se me hizo un nudo en el estómago. El dolor que debía sentir era inconcebible. No podía imaginar qué le había provocado esas espantosas heridas.
—Tócalas —dijo Jev, lanzándome una mirada nerviosa—. Concéntrate en lo que deseas saber.
—Yo… no comprendo.
—La noche que me alejé del 7-Eleven en el coche, me desgarraste la camisa y tocaste las cicatrices de mis alas. Viste uno de mis recuerdos.
Parpadeé. ¿Así que aquello no fue una alucinación? Hank, Jev, la chica enjaulada… ¿formaban parte de los recuerdos de Jev?
Cualquier duda que pudiera albergar se desvaneció. Cicatrices de sus alas. Claro. Porque era un ángel caído. Y aunque ignoraba el motivo, cuando tocaba sus cicatrices veía cosas que ningún otro podía saber, excepto Jev. Por fin tenía lo que quería: una ventana al pasado, y el temor amenazó con superarme.
—Debo advertirte que, si penetras en un recuerdo que te incluye, las cosas se complicarán —dijo—. Puede que veas a un doble de ti misma. Puede que tú y mi recuerdo de ti aparezcan al mismo tiempo y, en ese caso, te verías obligada a observar lo que sucede como un transeúnte invisible. Otra posibilidad es que te traslades a tu propia versión del recuerdo, y eso significa que quizás experimentes mi recuerdo desde tu propio punto de vista. Si eso ocurre, no verás doble. Serás la única versión de ti misma en el recuerdo. Me han dicho que ambos casos pueden ocurrir, pero el primero es más común.
—Tengo miedo. —Las manos me temblaban.
—Te daré cinco minutos. Si no has regresado, quitaré tu mano de las cicatrices. Eso interrumpirá la conexión.
Me mordí el labio. «Ésta es tu oportunidad —me dije—. No huyas, no ahora que has logrado llegar hasta aquí. La verdad es aterradora, pero no saber nada es atroz. Tú, más que nadie, lo comprendes».
—Dame media hora —dije en tono firme.
Luego procuré poner la mente en blanco y tranquilizarme. No tenía que comprenderlo todo de inmediato. Sólo tenía que tener fe. Extendí la mano y cerré los ojos armándome de valor; me sentí agradecida cuando Jev me cogió de la mano y me guio hasta tocarle la espalda.