Capítulo

18

En ese preciso momento se oyó el chirrido de unos neumáticos. Hank estaría orgulloso: sus hombres no abandonaban tan fácilmente.

Jev me arrastró detrás de una destartalada pared de ladrillos.

—No alcanzaremos el Tahoe antes que ellos, e incluso si lo lográsemos, no pienso meterte en una persecución en coche contra los Nefilim. Ellos saldrán ilesos si el coche vuelca o choca, pero puede que tú no. Será mejor que intentemos escapar a pie y regresar al coche cuando se hayan ido. A una manzana de aquí hay un club nocturno. Un lugar poco recomendable, pero podemos ocultarnos allí. —Me cogió del codo y me empujó hacia delante.

—Si los hombres de Hank registran el club, y de no hacerlo serían unos estúpidos puesto que verán el Tahoe y sabrán que vamos andando, me reconocerán. Las luces del almacén se encendieron cinco segundos antes de que me arrastraras fuera. Alguien debe de haberme visto. Puedo ocultarme en el lavabo, pero si hacen preguntas por ahí, no tardarán en descubrirme.

—El almacén donde te metiste está destinado a los nuevos reclutas. Tendrán dieciséis o diecisiete años, contando en años humanos, y hace poco que prestaron juramento; eso equivale a menos de un año para un Nefilim. Soy más fuerte que ellos y tengo más práctica cuando se trata de manipular cerebros. Te hechizaré. Si nos miran, verán un tío vestido con pantalones de cuero negro que lleva un collar con pinchos y a una rubia platino enfundada en un corsé y botas militares.

De pronto me sentí un poco mareada. Un hechizo. ¿Era así como funcionaban los trucos mentales? ¿Por encantamiento?

Jev me levantó la barbilla y me miró a los ojos.

—¿Confías en mí?

Confiar o no daba igual, porque la verdad es que no me quedaba más remedio. La alternativa era enfrentarme a los hombres de Hank a solas, y podía adivinar cómo acabaría eso.

Asentí con la cabeza.

—Bien. Sigue caminando.

Seguí a Jev y entramos en una antigua fábrica que ahora funcionaba como el club nocturno Bloody Mary’s. Jev pagó la entrada. Tardé unos minutos en adaptarme a los focos de luz estroboscópica blanca y negra. Habían derribado las paredes interiores creando un espacio abierto, repleto de cuerpos que giraban. La ventilación era escasa y de inmediato me golpeó un olor a sudor mezclado con perfume, humo de tabaco y vómito. La clientela era más de quince años mayor que yo, y yo era la única que llevaba pantalones de pana y coleta, pero los trucos mentales de Jev debían de estar funcionando porque en medio del mar de cadenas, cuero, pinchos y medias de red, nadie parpadeó al verme.

Nos abrimos paso hasta el centro de la multitud, donde podíamos ocultarnos sin perder de vista las puertas.

—El plan A es quedarse aquí y esperar a que se larguen —gritó Jev, alzando la voz—. Finalmente tendrán que abandonar la búsqueda y regresarán al almacén.

—¿Y el plan B?

—Si nos siguen hasta aquí, saldremos por la puerta trasera.

—¿Cómo sabes que hay una?

—Ya he estado aquí. No me gusta, pero es mi lugar favorito cuando se trata de los de mi clase.

No quería pensar en qué clase era ésa. En ese momento, en lo único que quería pensar era en llegar a casa viva.

Miré en torno.

—Dijiste que podías usar trucos mentales con todos, pero ¿por qué tengo la sensación de que me miran fijamente?

—Porque somos los únicos que no bailan.

Bailar. Hombres y mujeres que parecían miembros del grupo Kiss entrechocaban las cabezas, se empujaban y se lamían. Un tío con tirantes de cadena sosteniéndole los tejanos remontó una escalera pegada a la pared y se arrojó sobre la multitud. «Tal para cual», pensé.

—¿Me concedes este baile? —dijo Jev, sonriendo.

—¿No deberíamos buscar la manera de salir de aquí? ¿Idear otros planes, por si acaso?

Jev me cogió la mano derecha y me atrajo hacia sí en un baile lento que no encajaba con el ritmo enloquecido de la música. Como si me leyera el pensamiento, dijo:

—Pronto dejarán de mirarnos. Están demasiado ocupados en competir por hacer los movimientos más extremados de la noche. Intenta relajarte. A veces el mejor ataque es una buena defensa.

El corazón me latía apresuradamente, y no debido a la proximidad de los hombres de Hank. Bailar así con Jev acababa con mi capacidad de controlar mis sentimientos. Sus brazos eran fuertes, y su cuerpo, tibio. No llevaba colonia, pero un fascinante aroma a hierba recién cortada y agua de lluvia me envolvió cuando me estrechó entre sus brazos. Y esos ojos: profundos, misteriosos e insondables. Pese a todo, sólo quería estar cerca de él y… aflojarme.

—Mejor así —me murmuró al oído.

Antes de que pudiera reaccionar, me hizo girar. Nunca había bailado así, y la destreza de Jev me sorprendió. Habría imaginado que era un experto en street dance, pero no en esto. Su manera de bailar me recordaba otro lugar y otro tiempo. Era confiada y elegante, ágil y sexy.

—¿Acaso crees que no desconfiarán de un tío que lleva ropa de cuero hortera y sabe bailar como tú? —me burlé cuando volvió a hacerme girar entre sus brazos.

—Sigue así y te pondré pantalones de cuero a ti. —No sonrió, pero parecía divertido. Me alegré de que a uno de los dos la situación le resultara remotamente divertida.

—¿Cómo funcionan los hechizos? ¿Igual que el glamur?

—Es más complicado que eso, pero el resultado final es el mismo.

—¿Puedes enseñarme a hacerlo?

—Si te enseñara todo lo que sé, tendríamos que pasar bastante tiempo juntos, y a solas.

Como no sabía si estaba insinuando algo, dije:

—Estoy convencida de que lograríamos mantener una relación… profesional.

—Si tú lo dices… —contestó en el mismo tono firme que impedía adivinar sus intenciones.

Su mano apoyada en mi espalda me presionaba contra él y me descubrí más nerviosa de lo que había creído. Me pregunté si anteriormente nuestro vínculo habría sido también tan electrizante. Estar a su lado, ¿siempre me había producido la sensación de jugar con fuego? ¿Cálida y ardiente, intensa y peligrosa?

Para evitar que nuestra conversación siguiera adentrándose en un terreno pantanoso, apoyé la cabeza contra su pecho, pese a saber que suponía un peligro. Todo en él era peligroso; cada vez que me tocaba sentía que todo mi cuerpo vibraba, una sensación extraña y fascinante. Mi parte sensata quería analizar mis emociones, lo que sólo suponía complicar mi reacción frente a Jev. Pero una parte más sensual e inmediata estaba harta de la lógica, de preguntarse por ese hueco en el tiempo y así, sin más, dejé de pensar.

Pieza por pieza, dejé que Jev derribara mis defensas. Giré y me balanceé entre sus brazos y le seguí el ritmo. Estaba acalorada, el humo me mareaba y la situación empezó a parecerme irreal, pero eso sólo hizo que fuera más fácil convencerme a mí misma de que, si más adelante la culpa o el arrepentimiento me invadían, podría fingir que nunca había ocurrido. Mientras permanecía aquí, atrapada en el club, atrapada por la mirada de Jev, él hacía que sucumbir fuera demasiado fácil.

—¿Qué piensas? —preguntó, y sus labios me rozaron la oreja.

Cerré los ojos un instante, inmersa en la sensación. «En lo cálida, en lo increíblemente viva y vibrante y temeraria que me siento a tu lado».

—Um —musitó, y sus labios esbozaron una sonrisa sexy y perspicaz.

—¿Um? —Desvié la mirada, nerviosa, y automáticamente eché mano de la irritación para disimular mi inquietud—. ¿Qué significa «um»? ¿No puedes usar más de cinco palabras? Esos gruñidos y esas interjecciones hacen que parezcas… primitivo.

La sonrisa de Jev se volvió más amplia.

—Primitivo.

—Eres imposible.

—Yo Jev, tú Nora.

—Déjalo ya. —Pero a pesar de que no era mi intención, casi sonreí.

—Puesto que estamos en plan primitivo, te diré que hueles bien —comentó. Me estrechó aún más y fui consciente de su estatura, de su respiración, del ardor de su piel en la mía. Sentí una descarga eléctrica en el cuero cabelludo y me estremecí de placer.

—Se llama ducharse… —empecé a decir, pero después me interrumpí, desconcertada por una sensación de familiaridad indebida—. Jabón, champú y agua caliente —añadí, casi como una idea de último momento.

—Desnuda. Sé cómo se hace —dijo Jev, y su mirada se volvió inescrutable.

Ignoraba cómo proseguir, así que opté por borrar el instante con una risa ligera.

—¿Estás flirteando conmigo, Jev?

—¿Acaso te lo parece?

—No te conozco lo suficiente para saberlo. —Procuré hablar en tono neutral.

—Entonces tendremos que cambiar eso.

Todavía dudaba de sus intenciones y carraspeé. Dos podían jugar a este juego.

—¿Consideras que escapar juntos de los malos de la película es una manera de conocernos mejor?

—No. Pero esto, sí.

Me inclinó hacia atrás y volvió a alzarme lentamente hasta apretarme contra él. Entre sus brazos, mis articulaciones se aflojaron y mis defensas se derritieron al tiempo que seguía el ritmo sensual de sus pasos. Sus músculos se tensaban bajo la ropa, abrazándome, guiándome e impidiendo que me alejara.

Se me doblaban las rodillas, pero no de cansancio. Mi respiración se aceleró y sabía que pisaba un terreno resbaladizo. Estar tan cerca de Jev, su piel y sus piernas rozando las mías, ambos cruzando miradas en la oscuridad… todo era pura sensación y calidez embriagadora. Invadida por una extraña mezcla de nerviosismo y excitación, me aparté, pero sólo un poco.

—Mi figura no es la indicada para esto —bromeé, indicando con la barbilla a una mujer voluptuosa que agitaba rítmicamente las caderas—. Sin curvas.

Jev me miró a los ojos.

—¿Me estás pidiendo una opinión?

—Me busqué esa respuesta —dije, y me ruboricé.

Él bajó la cabeza y su aliento me entibió la piel. Me rozó la frente con los labios, una presión suave. Cerré los ojos y procuré reprimir el deseo absurdo de que sus labios buscaran los míos.

«Jev… —quise decir, pero no pude pronunciar su nombre—. Jev, Jev, Jev», pensé, al ritmo de mi pulso acelerado. Repetí su nombre en silenciosa súplica hasta marearme.

Los milímetros de separación entre nuestros labios resultaban provocadores y tentadores. Estaba tan cerca de mí, y mi cuerpo tan en sintonía con el suyo, que me asusté y me maravillé. Aguardé, apoyada contra su pecho, jadeando y expectante.

De pronto se puso tenso. El hechizo se rompió, la distancia que nos separaba aumentó y di un paso atrás.

—Tenemos compañía —dijo Jev.

Traté de apartarme por completo, pero Jev no me soltó y me obligó a fingir que seguíamos bailando.

—No te pongas nerviosa —murmuró, y me rozó la frente con la mejilla—. Recuerda que si te miran verán cabellos rubios y botas militares. No verán a la Nora auténtica.

—¿No habrán sospechado que manipularías sus mentes? —Intenté echar un vistazo a la puerta, pero varios hombres más altos me lo impidieron. No sabía si los hombres de Hank avanzaban o permanecían junto a las puertas, observando.

—No me vieron el rostro con claridad, pero sí que salté de la tercera planta del almacén, así que sabrán que no soy humano. Buscarán a un tío y una chica, pero podrían ser cualquiera de las parejas presentes.

—¿Qué están haciendo? —pregunté; la multitud aún me impedía verlos.

—Echando un vistazo en torno. Baila conmigo y no mires las puertas. Son cuatro. Se están moviendo. —Jev soltó una palabrota—. Dos vienen hacia aquí. Creo que nos han descubierto. La Mano Negra los ha entrenado bien. No conozco ningún Nefil capaz de no dejarse engañar por un hechizo durante el primer año tras jurar lealtad, pero puede que algunos lo logren. Dirígete a los lavabos y sal por la puerta situada en el otro extremo de la sala. No te apresures y no mires atrás. Si alguien trata de detenerte, pasa de ellos y sigue caminando. Los despistaré para ganar tiempo. Nos encontraremos en el callejón en cinco minutos.

Jev se encaminó en una dirección y yo en la opuesta… con el corazón en la boca. Me abrí paso a codazos entre la multitud; el calor de los cuerpos y la adrenalina que me circulaba por las venas me humedecían la piel. Tomé por un pasillo hacia los lavabos que, a juzgar por el pestazo rancio y la nube de moscas, era cualquier cosa menos higiénico. Había una larga cola y tuve que esquivarlos a todos murmurando «Perdón».

Tal como Jev prometió, había una puerta al final del pasillo. La abrí y me encontré en el exterior. Sin perder tiempo, corrí hacia los contenedores de basura porque consideré que sería mejor esconderme hasta que Jev viniera a buscarme. Tras recorrer unos metros, la puerta se abrió a mis espaldas.

—¡Allí! —gritó una voz—. ¡Está escapando!

Volví la vista hacia atrás sólo un segundo para confirmar que eran Nefilim, después eché a correr. Ignoraba a dónde me dirigía, pero Jev tendría que buscarme en otro lugar. Atravesé la calle y corrí hacia donde habíamos dejado el Tahoe. Tenía la esperanza de que cuando Jev descubriera que no estaba en el callejón, se le ocurriría buscarme en el coche.

Los Nefilim eran demasiado rápidos. Incluso corriendo a toda velocidad, noté que se aproximaban. Comprendí con pánico cada vez mayor que para ellos todo resultaba diez veces más fácil. Cuando estaban a punto de atraparme, me volví.

Los dos Nefilim ralentizaron el paso, desconfiando de mis intenciones. Jadeando, miré a uno y después al otro. Podía seguir corriendo y prolongar lo inevitable; podía luchar; podía chillar como una loca con la esperanza de que Jev me oyera, pero todas las opciones eran como agarrarse a un clavo ardiendo.

—¿Es ella? —preguntó el de menor estatura; hablaba con un acento que parecía británico y me observó.

—Es ella —confirmó el más alto, un estadounidense—. Está usando un hechizo. Céntrate en un detalle y después en otro, tal como nos enseñó la Mano Negra. En su cabello, por ejemplo.

El Nefil más bajo me escudriñó con tanta atención que me pregunté si su mirada me traspasaría, llegando hasta los ladrillos del edificio a mis espaldas.

—Vaya, vaya —dijo tras un momento—. Es rojo, ¿no? Te prefiero rubia.

Con rapidez inhumana se acercaron y me cogieron de los codos con tanta violencia que me encogí de dolor.

—¿Qué estabas haciendo en el almacén? —preguntó el Nefil más alto—. ¿Cómo lo descubriste?

—Yo… —empecé a balbucear, pero estaba demasiado aterrada para inventar una mentira plausible. No me creerían si decía que había ido a dar con su ventana en medio de la noche por pura casualidad.

—¿Te comieron la lengua los ratones? —dijo el más bajo, haciéndome cosquillas bajo el mentón.

Me aparté con violencia.

—Tenemos que llevarla al almacén —añadió el más alto—. La Mano Negra o Blakely querrán interrogarla.

—No regresarán hasta mañana.

—Será mejor que la interroguemos ahora mismo.

—¿Y si se niega a hablar?

El más bajo se relamió y su mirada adquirió un brillo aterrador.

—Nos aseguraremos de que hable.

—Les dirá todo a los demás —dijo el más alto, frunciendo el entrecejo.

—Cuando hayamos acabado, borraremos su memoria. Ella no sabrá qué pasó.

—Aún no somos bastante fuertes. Incluso si logramos borrar la mitad, no sería suficiente.

—Podríamos intentarlo con un hechizo diabólico —sugirió el otro con un destello inquietante en sus ojos.

—Los hechizos diabólicos son un mito. La Mano Negra lo dejó claro.

—¿Ah, sí? Si los ángeles del cielo tienen poderes, es lógico que los diablos del infierno también los tengan. Tú dices mito, yo digo oro en potencia. Imagina lo que podríamos hacer si logramos hacernos con eso.

—Incluso si el hechizo diabólico existe, no sabríamos por dónde empezar.

El Nefil más bajo sacudió la cabeza, irritado.

—Tú siempre tan divertido. Vale. Haremos que nuestras versiones coincidan, será nuestra palabra contra la suya —dijo, y enumeró su versión de los acontecimientos de la noche con los dedos.

—La perseguimos desde el almacén, la descubrimos ocultándose en el club y mientras la arrastrábamos de vuelta al almacén, se asustó y lo escupió todo. Dará igual lo que diga ella. Ya se metió en el almacén y lo más probable es que la Mano Negra suponga que vuelve a mentir.

El otro no parecía muy convencido, pero tampoco discutió.

—Vendrás conmigo —gruñó el más bajo, y me obligó a entrar en el estrecho pasadizo entre los edificios. Sólo se detuvo para decirle a su amigo:

»Quédate aquí y asegúrate de que nadie nos moleste. Si logramos sacarle información, quizás obtengamos privilegios extra. Tal vez incluso subamos de rango.

Me quedé helada ante la idea de ser interrogada por un Nefil, pero había comprendido rápidamente que la posibilidad de luchar contra ambos era nula. Tal vez podría sacar ventaja. Mi única esperanza —y hasta yo sabía que era muy escasa— era cambiar las reglas del juego a mi favor enfrentándome uno a uno. Dejé que el Nefil más bajo me arrastrara dentro del pasadizo, con la esperanza de que el riesgo valiera la pena.

—Cometes un gran error —le dije, tratando de hablar en tono amenazador—. He venido con unos amigos que me están buscando ahora mismo.

Él se remangó y noté que llevaba varios anillos en punta en los dedos, y de pronto ya no me sentí tan valiente.

—Hace seis meses que llegué a Estados Unidos, me levanto de madrugada, entreno todo el día al mando de un tirano y de noche me encierran en el cuartel. Tras seis meses de estar en esa cárcel, pagarla con alguien será estupendo —dijo, lamiéndose los labios—. Disfrutaré con ello, cielo.

—Eso me tocaba decirlo a mí —repliqué, y le pegué un rodillazo entre las piernas.

Había visto a varios tíos que sufrieron el mismo golpe en el instituto durante un partido de fútbol o en clase de educación física y sabía que la lesión no lo inmovilizaría por completo, pero no sospeché que se lanzaría sobre mí tras apenas soltar un gemido.

Se abalanzó hacia delante. A mis pies había una tabla con varios clavos oxidados y la cogí. Sería un arma útil.

El Nefil esquivó el golpe y se encogió de hombros.

—Adelante, intenta golpearme. No me dolerá.

Cogí la tabla como si fuera un bate.

—Quizá no sufras una lesión permanente, pero créeme: te dolerá.

Se lanzó hacia la derecha, pero eso era lo que yo esperaba. Cuando brincó hacia la izquierda, lo golpeé con todas mis fuerzas. Oí un sonido horrendo y el Nefil soltó un grito.

—Lo lamentarás. —Me lanzó una patada antes de que yo lograra registrar el movimiento, y la tabla salió volando. Me aplastó contra el suelo y me inmovilizó los brazos por encima de mi cabeza.

—¡Suéltame! —chillé, retorciéndome bajo su cuerpo.

—Claro, cielo. Sólo dime qué hacías en el piso franco.

—¡Suéltame… ahora… mismo!

—Ya la has oído —dijo una voz conocida.

—¿Y ahora qué pasa? —exclamó el Nefil con expresión impaciente y volvió la cabeza para ver quien osaba interrumpir.

—Una orden bastante sencilla —repuso Jev con una sonrisa leve pero letal.

—Ahora mismo estoy un poco ocupado, compañero —ladró el Nefil, sin dejar de mirarme—. Así que si no te importa…

—Resulta que sí me importa. —Jev cogió al Nefil de los hombros, lo arrojó contra el muro del edificio y aplastó la mano contra su garganta, impidiendo que respirara.

»Discúlpate. —Jev me indicó con un breve movimiento de cabeza.

El Nefil trató de desprenderse de la mano de Jev y su cara se enrojeció; abría y cerraba la boca como un pez.

—Dile que lo lamentas profundamente, o me aseguraré de que no dirás otra palabra durante un buen rato. —Jev sostenía una navaja en la otra mano y comprendí que se disponía a cortarle la lengua al Nefil, pero la verdad es que no sentía pena por él.

»Bien, ¿te disculpas o no?

La mirada furiosa del Nefil oscilaba entre Jev y yo.

«Lo siento». Oí su voz colérica en mi cabeza.

—No ganarás un Oscar, pero es suficiente —le dijo Jev con una sonrisa irónica—. A que no fue tan difícil, ¿verdad?

El Nefil se zafó, tomó aire y se masajeó la garganta.

—¿Te conozco? Sé que eres un ángel: percibo el poder que emana de ti como un hedor, lo cual me hace pensar que debes de haber sido un tipo muy importante antes de caer, incluso quizás un arcángel, pero lo que quiero saber es si nos hemos cruzado con anterioridad. —Parecía una pregunta con truco, para ayudarle al Nefil a rastrear a Jev en el futuro, pero Jev no se dejó engañar.

—Todavía no. La presentación será breve —respondió, y le pegó un puñetazo en el estómago. El Nefil aún tenía la boca abierta en una O cuando se le doblaron las rodillas y se desplomó.

Jev se volvió hacia mí. Esperaba que me preguntara por qué no me había quedado en el callejón como habíamos acordado y cómo había acabado en compañía del Nefil, pero sólo me quitó un poco de suciedad de la mejilla y me abrochó los dos botones superiores de la blusa.

—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.

Asentí, pero tuve que tragarme las lágrimas.

—Larguémonos de aquí —dijo.

Por una vez, no protesté.