Epílogo
Michael Collins

Condujimos durante horas; sólo paramos una vez en todo ese tiempo para sacar más gasolina de un coche accidentado que encontramos en un tramo desierto de carretera.

Nos detuvimos a pasar la noche cuando ya no pude mantenerme despierto. Habíamos estado siguiendo una retorcida carretera que discurría a lo largo de una de las laderas de un valle de alta montaña cuando vi un aparcamiento vacío. Emma no quería conducir. Decidimos descansar.

Aparqué el coche, detuve el motor y salí. Quizá fuera estúpido, pero ya no parecía importar. Si había cuerpos cerca, aunque yo no veía ninguno, ¿qué podrían hacernos? ¿Qué más nos podrían quitar? No teníamos nada y nos podíamos encerrar en el Landrover si era necesario.

Estábamos en un lugar remoto y hermoso, a kilómetros de ninguna parte, pero aun así demasiado cerca de los muertos. La luna estaba alta y orgullosa en el cielo, y la noche era silenciosa y tranquila. Al otro lado del valle, se elevaba una ladera empinada y dentada. Era un lugar tan duro e inhóspito como habríamos podido esperar encontrar.

Emma rodeó el Landrover para estar a mi lado. La acerqué a mí. La calidez de su cuerpo era reconfortante.

—¿Tenemos que seguir adelante? —preguntó.

—No lo sé —respondí sincero—. ¿Qué crees?

Ella se encogió de hombros.

—¿Tiene sentido?

—Debe haber algún sitio al que podamos ir —contesté—. Algún sitio donde no puedan llegar. Otra Penn Farm…

La miré a la cara y dejé de hablar. Su expresión sugería que aunque quería creerme, no podía. Lágrimas de dolor y frustración le corrían por las delicadas mejillas.

En silencio subimos juntos a la parte trasera del Landrover y nos tendimos en el suelo, abrazados fuertemente, ocultos bajo sábanas y abrigos.

—Todo irá bien —me oí decir.

Emma sonrió brevemente y después escondió la cabeza en mi pecho.

Lo único que nos quedaba por perder era la vida. Nos quedamos tendidos en la oscuridad y esperamos la mañana.