Las diez menos cuarto. Oscuridad total.
Michael estaba sentado en una silla en un rincón del dormitorio con los ojos cerrados, dispuesto a partir, pero demasiado asustado para moverse.
Emma estaba sentada al borde de la cama en la que seguía tendido Carl. Se había colocado cuidadosamente en una posición en la que, a pesar de la oscuridad, podía seguir viendo con claridad a los dos hombres. Los miraba ansiosa en la penumbra, esperando a que Michael abriera los ojos y decidiera que había llegado el momento de ponerse en marcha, o que Carl recobrara completamente la conciencia. Estaba menos preocupada por Carl. Parecía más tranquilo y hacía un rato había hablado con ella brevemente. En ese momento estaba durmiendo.
Con mucho cuidado para no hacer más ruido del absolutamente necesario, se levantó y fue hasta la ventana. Miró con cautela hacia el patio y vio que la oscura masa de cuerpos apelotonados seguía sin disminuir; seguía siendo un mar interminable de criaturas putrefactas tambaleándose. Y otros centenares estaban acercándose a la casa. Individualmente, los cadáveres eran lentos y torpes. Mientras los contemplaba vio a muchos de ellos resbalar en la orilla embarrada y caer impotentes a la corriente, incapaces de levantarse y salir de ella. Vio cómo otro quedaba atrapado en los afilados restos de una de las vigas del portón del puente, preso e incapaz de moverse. Sus ropas harapientas habían quedado clavadas en una larga astilla de madera y no podía soltarse.
Uno o dos cuerpos no eran una amenaza. Un grupo de entre diez y quince era preocupante, pero nada que no pudieran controlar. A un centenar siempre podían dejarlos atrás por velocidad. Pero esa noche, en la fría oscuridad del exterior de la granja, su número era incalculable.
—¿No mejora? —preguntó Michael desde la oscuridad, dándole un pequeño susto.
Emma se dio la vuelta con rapidez, con el corazón a toda velocidad.
—Siguen llegando —contestó.
—Lo siento —se disculpó Michael en voz baja, al ver que la había sobresaltado—. No pretendía asustarte.
Ella asintió y se volvió para seguir mirando por la ventana.
—¿Crees que saben que estamos aquí?
—No lo sé —respondió Michael—. Creo que sienten que hay algo diferente en este lugar. Puede que sea sólo el ruido que hacemos, puede ser la forma en que nos movemos.
—Pero ¿qué quieren de nosotros?
—No creo que quieran nada.
—Entonces, ¿por qué están aquí?
—Instinto.
—¿Instinto?
—Sí. Como he dicho, somos diferentes, eso es todo. Lo que queda de sus cerebros les está diciendo que no somos igual que ellos. Reaccionan ante nosotros porque creen que somos una amenaza.
—¿Nosotros una amenaza?
—Eso creo, sí.
Michael se acercó unos pasos y rodeó suavemente a Emma con el brazo. Durante un segundo, ella se apartó involuntariamente de su contacto. Su respuesta no quería tener ningún significado. Quería estar cerca de él, pero, al mismo tiempo, quería estar sola. La verdad era que ya no sabía lo que quería.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó Emma, y se dio la vuelta para mirarlo a la cara, pero sin cruzar con él la mirada—. Sólo estoy cansada, eso es todo.
—¿Seguro? —insistió él, sin estar convencido.
Ella negó con la cabeza, y los ojos se llenaron de lágrimas.
—No —admitió finalmente, agarrándose a él. Lo atrajo y le apoyó la cara en el pecho—. No creo que podamos salir nunca de esta casa.
—Todo irá bien —contestó él instintivamente y sin la más mínima convicción.
—Sigues diciéndolo —sollozó—. Sigues diciéndolo, pero no sabes si es verdad, ¿no?
Emma tenía razón. Michael lo sabía y decidió que era mejor no decir nada. Aún fuertemente abrazados, Michael fue hasta la ventana y miró hacia el exterior. Como ya había dicho Emma, allí fuera no había cambiado nada.
—Va, tenemos que irnos —anunció de repente.
—¿Qué? —protestó Emma, apartándose de él—. ¿De qué demonios estás hablando? Aún no estamos preparados…
—No va a mejorar —contestó Michael, con una voz sorprendentemente tranquila e indiferente—. Podemos esperar aquí durante meses, pero nos engañaremos si pensamos que en algún momento será más fácil.
—Pero ¿qué pasa con Carl? —replicó Emma nerviosa—. No podemos irnos hasta que…
—Estás poniendo excusas. Ambos llevamos haciéndolo toda la noche. Ya deberíamos habernos ido. No hay más que hacer.
Emma sabía que tenía razón y no se molestó en discutir. La verdad era que los dos habían intentado retrasar lo inevitable, pero él parecía decidido a empezar a moverse. Había una nueva fuente de fuerza y convicción en su voz que ella comprendía, pero que también la asustaba. Sabía que ya estaba todo dicho. Sabía que tenía razón y que irse era la única opción, pero eso no lo hacía más fácil de aceptar. Se lo quedó mirando mientras se pasaba un jersey grueso por la cabeza y se apretaba los cordones de las botas.
Michael levantó la vista y vio la preocupación en su cara.
—¿Estás bien?
Emma asintió con rapidez, pero le fue imposible ocultar el miedo. Le pesaban las piernas a causa de los nervios. Casi no podía respirar.
—Mira, voy a intentar arrancar el generador —prosiguió Michael—. Hay menos en la parte trasera y…
—¿Qué, sólo quinientos en lugar de mil?
—Hay menos —continuó Michael sin hacerle caso—. Veremos si el ruido los distrae y se alejan del Landrover.
De alguna manera, Michael había conseguido desconectar de sus emociones y estaba concentrando toda su atención y esfuerzo en la tarea que tenía entre manos. Fue hasta la puerta, se detuvo y se volvió para mirar a Emma. Parecía dispuesto a decir algo, pero no lo hizo.
—¿Estás seguro de lo que hacemos? —preguntó Emma.
Él se encogió de hombros.
—No —contestó con una honestidad brutal—, pero no puedo quedarme aquí sentado pensando en ello toda la noche. Me querrás hacer un favor e intentarás levantar a Carl. Prepáralo para irnos. En cuanto vuelva dentro, saldremos corriendo.
Se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad dejando a Emma sola, mirando fijamente el espacio que él acababa de ocupar, intentando desesperadamente darle sentido a la repentina confusión que la rodeaba.
Michael bajó por las escaleras, temeroso de que incluso el más mínimo ruido enloqueciera a la enorme multitud que rodeaba la casa. Quizás, incluso algo tan insignificante como pisar una plancha del suelto suelo y que crujiese, podría ser el detonante que llevara a las masas putrefactas a un frenesí que les hiciera forzar la entrada en la casa.
Empapado de un sudor frío y pegajoso, Michael se puso a cuatro patas y gateó por el pasillo para ser invisible a través de todas las ventanas y de todas las puertas; todos sus movimientos eran lentos y estudiados. Enseguida llegó a la parte trasera de la casa, se incorporó y se apretó contra la pared para ocultarse en las sombras. Una vez de pie tuvo una visión clara del patio trasero a través de un pequeño panel cuadrado de vidrio sucio. Seguía habiendo muchos, muchísimos cuerpos en el exterior, pero en esa parte de la casa su número parecía menor y mucho más disperso. Contempló la oscura silueta de una de las patéticas criaturas tambaleándose. En cuanto se alejó, giró la llave en la cerradura y abrió lentamente la puerta. Conteniendo la respiración se deslizó por el hueco más pequeño que pudo y cerró la puerta a su espalda. Estaba en el exterior.
Durante los últimos días había visto miles de cadáveres putrefactos y, aun así, en esos momentos de gran peligro, no conseguía apartar los ojos de ellos. A medida que se descomponían, su apariencia seguía deteriorándose horriblemente. Cada uno que veía era más asqueroso que el anterior, hasta que la siguiente aberración aparecía ante su vista. Se quedó totalmente quieto y contempló cómo se movían a su alrededor. Se tambaleaban y bamboleaban, piernas pesadas y descoordinados. La mayoría tenía la cabeza inclinada, colgaban pesadamente hacia delante, y parecía que levantar la mirada era un trabajo superior a sus fuerzas.
El cobertizo del generador se encontraba a unos veinte metros de donde él estaba. Sabía que correr hacia allí llamaría mucho la atención. Tenía más sentido caminar lentamente imitando el paso trabajoso de los cadáveres, pero moverse despacio parecía aumentar infinitamente el esfuerzo mental y la tensión de cada paso individual. Estaba a unos pocos centímetros del cuerpo más cercano y sabía que un movimiento en falso era lo único necesario para poner en marcha una mortífera reacción en cadena de la enorme muchedumbre. La monstruosidad que tenía ante él era horrorosa. La mitad de su ropa había sido arrancada, pero el destrozo y la putrefacción era tal que ni siquiera podía decir si se trataba de un hombre o de una mujer. Bajo la fugaz luz de la luna vio que la mayor parte de la piel que le cubría la cara y el cuello había sido arrancada. Las heridas estaban secas, pero cada raja y cada corte estaban cubiertos por el movimiento incesante de cientos de moscas y gusanos.
Paso tras doloroso y arrastrado paso, Michael se forzó a atravesar el patio trasero. Los cuerpos se tambaleaban a su lado, algunos incluso chocaron con él, y aun así se forzó a permanecer centrado y a no dejarse llevar por el pánico. El hedor a carne podrida estaba por todas partes; Michael quería correr, quería patear y golpear los malditos cadáveres que le rodeaban y abrirse paso hasta el generador, pero no se atrevía a hacerlo. Era como jugar con fuego, era como verse forzado a tomar un baño de agua hirviendo y no moverse. Cada segundo era una agonía, pero cualquier alternativa imaginable era peor.
Otro cadáver se cruzó en su camino. Durante una fracción de segundo miró en sus ojos fríos y nublados antes de bajar rápidamente la vista hacia el suelo. Se estremeció de repulsión cuando el cuerpo colisionó con él, e instintivamente levantó las manos para protegerse. El torso de la cara era débil y estaba podrido. Las manos de Michael se hundieron sin esfuerzo en la carne corrompida y penetraron en la cavidad pectoral. Mordiéndose los labios para no gritar de asco, se apartó con cuidado y siguió hacia el generador.
Sólo faltaban unos metros. El viento era frío y el aire húmedo a causa de la llovizna, pero Michael no le prestaba atención. Tres metros, después dos metros. Casi había llegado. Con manos torpes y temblorosas fue a coger el picaporte. Resistiendo la tentación de aumentar la velocidad en lo más mínimo, abrió la puerta y se deslizó al interior con mucha cautela. El viento racheado empujó la puerta y la cerró de golpe a sus espaldas. Michael maldijo el ruido, que atravesó el silencio como si fuera un disparo.
Había una linterna en el cobertizo, que habían dejado allí para casos de emergencia. Bajo la luz mortecina de la bombilla a punto de fundirse, revisó el panel del control de la máquina. Hacía días que no habían utilizado el generador y rezó para que funcionase esa noche. Recordó las instrucciones de Carl, que les había enseñado a manejar el sistema, y empezó a preparar la máquina. Levantó la vista y vio a través de la puerta bamboleante, que se abría y cerraba impulsada por el viento, que había cuerpos por todas partes. Apretó el interruptor para arrancar el generador y, al traquetear y pararse, hasta el último de los cuerpos que podía ver se dio inmediatamente la vuelta y empezó a andar hacia el cobertizo. Intentó arrancar el generador otra vez y otra, pero se paraba. Una vez más y la misma respuesta. Aterrorizado e incapaz de pensar con claridad, lo intentó por cuarta vez. Finalmente la máquina cobró vida y empezó a traquetear y resoplar de forma tranquilizadora. Nubes de humo sucio se elevaron como remolinos en el aire nocturno.
Alrededor de la casa y por toda la zona de los alrededores, más de un millar de cadáveres empezó a avanzar lentamente hacia el ruido mecánico.
Sin tiempo para pensar. Michael abrió la puerta de una patada y corrió hacia la casa, abriéndose camino a través de un espeso mar de cadáveres grotescos, que avanzaban hacia él. Pateó y golpeó y cargó hacia la puerta trasera, que intentaba alcanzar con desesperación. Agarró y empujó el picaporte cuando más de una docena de pares de manos retorcidas y putrefactas se clavaron en él, agarrándole del pelo, de la ropa, de los hombros, de las piernas y de los brazos. Gritó y se sacudió para soltarse, pero era inútil. Se liberaba del agarrón de un cadáver sólo para que cayeran sobre él muchos más. Se dio cuenta que lo estaban empezando a empujar hacia la podrida muchedumbre.
—¡Michael! —chilló Emma.
Él levantó la cabeza y vio que estaba al otro lado de la puerta y la mantenía abierta. Michael consiguió arrastrarse un par de pasos hacia su derecha y consiguió meter un brazo por la puerta. Emma lo agarró y tiró de él hacia la casa, arrastrando consigo un cuerpo. Mientras Michael pateaba y golpeaba sin aliento a la desdichada criatura, Emma cerró de golpe la puerta, cortando un escuálido brazo.
El cadáver en el suelo dejó de moverse, y Michael se dobló hacia delante, intentando recuperar el aliento. Se sacudió los trozos de carne y sangre seca.
—¿Estás bien? —preguntó Emma, gritando para hacerse oír por encima del ruido que procedía de la multitud frenética en el exterior. Se estaban lanzando contra la puerta.
Michael asintió.
—Eso creo. Pero necesitamos… —empezó Michael antes de que lo interrumpiera otro ruido, esa vez desde la parte delantera del edificio.
Michael miró a Emma durante una fracción de segundos antes de erguirse y correr hacia el vestíbulo. Era Carl.
—¡Mierda! —chilló—. ¿Qué demonios estás haciendo?
Contemplaron impotentes cómo giraba la llave de la puerta delantera. Llevó la mano hasta el picaporte, se detuvo y se volvió para mirarlos a los dos cuando oyó que se acercaban.
—¿Preparados? —preguntó, sonriendo de excitación. Su rostro era grotesco y casi irreconocible. Arañados, ensangrentados y magullados, sus rasgos quedaban aún más distorsionados por las oscuras sombras de la casa sitiada. Una sonrisa trastornada indicaba que era felizmente inconsciente del peligro que le esperaba al otro lado de la puerta.
—Dios santo, no —gritó Michael, corriendo hacia él—, ¡no abras la puta puerta!
Emma se había quedado clavada de miedo. No podía moverse, ni siquiera pensar. Sus labios formaban palabras silenciosas de desesperación y terror.
Carl levantó la escopeta oxidada que habían encontrado y volvió a sonreír a Michael.
—Va, Mike, nos los vamos a cargar. ¡Tú y yo vamos a cargarnos a todo ese jodido montón!
Michael podía oír los cuerpos tratando de entrar en la casa, arañando las ventanas y la puerta, espoleados a un frenesí incontrolable por el sonido de sus voces.
—No lo hagas, Carl —le suplicó—. ¡Detente!
Era demasiado tarde. Carl abrió la puerta. Durante un segundo, que pareció durar una eternidad, no ocurrió nada. La tranquilidad y la calma inesperada se vio repentinamente rota por una marea de carne y huesos putrefactos que inundaban la casa.
Michael se dio la vuelta y corrió.
—¡Arriba! —le gritó a Emma.
La cogió del brazo y la arrastró escalera arriba, empujándola delante de él cuando se acercaron al rellano. Michael se detuvo y al mirar atrás vio la imparable ola de cadáveres que seguía llegando, levantando a Carl limpiamente del suelo y aplastándolo contra la pared. Carl intentó luchar, pero cayó al suelo bajo el peso de los muertos. En segundos todo el vestíbulo estuvo completamente lleno, y Carl había desaparecido, engullido por la enorme multitud, que seguía avanzando.
Michael se volvió con rapidez y subió corriendo los últimos escalones en busca de Emma, que ya estaba escondida en el dormitorio de Carl en la buhardilla. Él la siguió y cerró la puerta a su espalda.
—¡Trae la cama! ¡Rápido! Colócala delante de la puerta.
Cogieron cada uno un extremo, arrastraron la pesada cama de madera por la habitación y la pusieron de lado, para que bloqueara totalmente la puerta.
—¿Dónde está Carl? —preguntó Emma, aunque tenía la sensación de que ya conocía la respuesta.
Michael no se molestó en contestar. Corrió hacia la ventana y miró hacia abajo. El dormitorio daba a la parte delantera de la casa. Estaba oscuro, pero pudo distinguir la forma del Landrover en el patio.
—Tenemos que salir de aquí —dijo, la voz temblando de pánico—. Sigo teniendo las llaves del Landrover…
—Pero ¿qué pasa con nuestras cosas? Dios santo, todas nuestras cosas…
—Olvídalas.
—¿Cómo vamos a salir? No podemos…
Michael no hizo caso de las preguntas nerviosas de Emma. Abrió la ventana y se inclinó hacia fuera. Unos pocos cuerpos a sus pies lo vieron, y su ferocidad aumentó cuando él salió al tejado.
—Sígueme —ordenó, dándose la vuelta durante un instante para mirar a Emma.
Ella se inclinó por la ventana y miró abajo.
—No puedo… —tembló.
—Tendrás que hacerlo. No hay alternativa.
Luchando para mantener la calma y el control, Emma contempló a Michael tumbarse bocabajo sobre el tejado inclinado y deslizarse hasta que sus pies descansaron en el canalón. Tendido y con la barriga apretada contra las tejas, se fue moviendo hacia un lado hasta que estuvo directamente encima del porche. Una vez allí, se detuvo y volvió a mirar hacia la ventana del dormitorio.
—Va —susurró.
Emma lo miró y después miró la masa de cuerpos en el patio. Cada vez había más, que reaccionaban a la voz de Michael. Insegura, se subió al alféizar y con precaución puso un pie fuera. Moviéndose con dolorosa lentitud, se fue agachando hasta colgar de espaldas de la ventana. Se detuvo de nuevo, paralizada por el miedo.
—¡Lo puedes hacer! —la animó Michael, que notaba su terror y rezaba para que ella no pudiera sentir el de él.
Michael se deslizó el último tramo hasta el tejado del porche y se quedó quieto durante un momento para recobrar el equilibrio. Miró hacia abajo al cambiante mar de cuerpos, y vio que estaba los suficientemente cerca para ser capaz de ver las caras de los cientos de cadáveres que se habían reunido alrededor de la casa. Sólo a unos metros de sus pies, una fila interminable de criaturas luchaba por entrar en el edificio.
Emma seguía aferrada al alféizar, demasiado asustada para moverse. Un sonido del interior de la casa la distrajo y miró a través de la ventana abierta del dormitorio; vio que la puerta se estaba abriendo y que la cama que la bloqueaba estaba siendo apartada a un lado. La cantidad de cuerpos que había entrado en la casa era enorme. El simple peso de su número estaba empezando a forzar la puerta. El hueco se agrandó de repente, y Emma contempló cómo la primera riada de cadáveres sin rostro empezaba a entrar en la habitación.
—¡Muévete! —gritó Michael.
Emma miró hacia abajo, y le vio saltar del tejado del porche al patio. Era una caída de unos tres metros, y Michael aterrizó torpemente entre los cuerpos, torciéndose un tobillo. Sin mostrar atención al dolor y las torpes manos como garras que intentaban retenerlo, se abrió camino hasta el Landrover y abrió la puerta. Pateando y golpeando los cadáveres que lo habían agarrado, consiguió entrar y arrancar el motor.
Otro sonido nuevo significaba una nueva oleada de cuerpos, esta vez en dirección hacia Michael.
Emma miró hacia arriba. La habitación ya estaba medio llena, y los cuerpos del dormitorio estaban muy cerca. Tenía que moverse. Estiró las piernas y se quedó tendida en el tejado inclinado, moviendo los pies constantemente, con la esperanza de notar el canalón y utilizarlo como apoyo. Se dejó ir y se deslizó hasta que sus pies se apoyaron en el borde, entonces siguió la ruta de Michael por el tejado. Se detuvo cuando estuvo sobre el porche. Alertada por los faros del Landrover, contempló con horror e incredulidad cómo éste empezaba a alejarse.
—¡Michael! —chilló.
Vio al Landrover alejarse de la casa. Pero Michael lo llevó de vuelta lentamente dibujando un gran arco, para detenerlo finalmente cuando estuvo todo lo cerca que pudo de la parte delantera de la casa y del porche. Durante una fracción de segundo, Emma había pensado que la iba a dejar atrás.
Se dejó caer sobre el tejado del porche y pisó una teja suelta, que cayó al suelo. Trató de recuperar el equilibrio y se inclinó hacia delante. Mientras buscaba desesperada algo sólido a lo que agarrarse, se soltaron más tejas bajo ella y cayó al patio; la masa de cuerpos expectantes que se encontraba abajo amortiguó su caída. En pocos segundos se vio completamente engullida.
Michael salió corriendo del Landrover y se sumergió en la multitud que rodeaba a Emma. Se agarraba a la masa constantemente en movimiento, apartando cadáver tras cadáver, abriéndose paso hasta que la encontró. La levantó cogiéndola por el pescuezo y la empujó hacia el Landrover. Emma consiguió subir cubierta de sangre y de podredumbre, y se sentó en el asiento del pasajero; desde allí se inclinó hacia fuera y agarró la mano extendida de Michael. Emma tiró de él hacia ella, pero la fuerza colectiva de las criaturas era excesiva y consiguieron que Michael se soltara; cayendo al suelo.
Tendido de espaldas, mirando la multitud de cuerpos que descendían sobre él, Michael se preguntó si estaba a punto de morir. Dejar sola a Emma le resultaba una idea insoportable, y con los últimos restos de energía que pudo extraer de su cuerpo aterrorizado y exhausto, consiguió ponerse en pie, apartando a golpes los cadáveres que le rodeaban. Estiró la mano hacia el interior del Landrover, consiguió agarrarse al volante y tiró hasta conseguir subir. Cerró de golpe la puerta.
—¿Estás bien? —preguntó sin aliento.
Emma casi no pudo oírlo por encima del ensordecedor estruendo de innumerables cadáveres golpeando con sus puños putrefactos el metal y el vidrio. Asintió y tragó con dificultad.
—Arranca.
Michael metió la marcha en el Landrover y levantó el pie del embrague. Durante un angustioso instante pareció que el volumen de cuerpos iba a ser excesivo. El motor rugía con fuerza, pero el vehículo no se movía. Michael piso de nuevo el acelerador, esa vez aumentado las revoluciones hasta que el motor gimió para que lo dejasen ir. Con una sacudida repentina y vibrante empezaron a avanzar, abriéndose un pasaje sangriento desde la casa a través de la masa putrefacta.
Emma echó un vistazo hacia atrás a lo que quedaba de Penn Farm. A través de las lágrimas pudo ver que la granja ya era sólo una cáscara. Formas oscuras y desdibujadas se movían en todas las ventanas.