Michael apoyó la cabeza en la ventana del dormitorio y se quedó mirando el patio. Desde que habían vuelto a la casa casi no se había movido.
—Dios santo, cada segundo que pasa siguen llegando más de esas malditas cosas. Ahí abajo hay miles.
Emma había estado sentada junto a Carl, que seguía tendido en la cama, silencioso e inmóvil. Se levantó, se acercó a Michael y miró por encima de su hombro. Tenía razón, abajo había una gran multitud de cuerpos asquerosos y detestables rodeando la casa, y su número no dejaba de crecer. Entraban continuamente por el hueco donde había estado el portón del puente.
—¿Por qué siguen llegando? —preguntó Emma, con una voz que era poco más que un susurro—. Vinimos aquí porque pensamos que estaríamos aislados y seguros. ¿Por qué siguen llegando?
—Es el ruido.
—Pero no hemos estado haciendo ruido. Hemos tenido mucho cuidado…
—Dios santo, ¿cuántas veces hemos hablado de esto? Todo el planeta está en silencio. Cada vez que uno de nosotros se mueve deben de ser capaces de oírlo a kilómetros a la redonda.
—Así que el sonido del motor de los coches…
—Los sigue atrayendo. E incluso cuando desaparece el sonido, creo que siguen por aquí porque saben que estamos cerca.
—¿Lo crees de verdad?
—¿Por qué otra razón iba a haber tantos?
—Entonces, si nos quedamos dentro, estamos en silencio y nos ocultamos durante un rato deberían…
Michael negó con resignación.
—No creo que eso siga funcionando.
—¿Por qué no?
En lugar de contestar, Michael abrió ligeramente la ventana del dormitorio. El repentino ruido de la ventana atrancada cuando la empujó para abrirla causó una oleada de excitación, que se extendió rápidamente a través de la muchedumbre putrefacta en el patio.
—Escucha eso.
Emma hizo lo que le pedía. El roce de pies putrefactos y pesados, algún gruñido gutural, el sonido de los torpes cuerpos tropezando y cayendo, el murmullo del arroyo, el viento entre los árboles; miles de sonidos individualmente insignificantes combinados para crear un ruido constante e inquietante.
—Ya es demasiado tarde para quedarnos callados y hacer como si estuviéramos muertos —le explicó—. Ellos mismos están haciendo suficiente ruido para atraer a más cadáveres. Y si no es el ruido, el simple hecho de que aquí haya algo será suficiente. Ya no importa lo silenciosos que estemos, esos cabrones seguirán llegando.
Al comprender lo que le estaba diciendo, Emma se apartó de la ventana, se sentó en una silla y se cubrió la cabeza con las manos.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Michael no contestó. Cerró de nuevo la ventana, y la habitación quedó en silencio. El único ruido procedía de Carl, que de repente gemía de dolor. Corrieron a su lado.
—¿Crees que puede oírnos?
Emma se encogió de hombros.
—Es posible. No estoy segura.
—¿Cómo estás? —preguntó Michael, su voz aún un murmullo.
Con suavidad movió a Carl por el hombro, pero éste no respondió. Emma se inclinó sobre él y lo miró de arriba abajo, y le acarició la cara.
—Pobre idiota.
—¿Llegó a decirte algo?
Emma negó con la cabeza.
—Nada. Creo que no lo debemos presionar con…
—Necesitamos saber lo que ha ocurrido en Northwich, si es que llegó allí. Necesitamos saber por qué ha vuelto.
—Debemos tener cuidado. Si está en shock lo peor que podemos hacer es…
Michael no la estaba escuchando. Volvió a zarandear a Carl.
—Carl, colega, ¿me puedes oír?
Al principio no hubo reacción. Después, Carl tragó con dificultad y asintió.
—Con cuidado, Michael… —le advirtió Emma.
Los ojos de Carl se cerraron y se volvieron a abrir. Miró a Michael con ojos borrosos y desenfocados; luego se volvió hacia Emma. Después miró de nuevo a Michael.
—¿Llegaste a Northwich? —preguntó—. ¿Llegaste…?
—Sí.
Michael miró ansioso a Emma.
—Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto?
Carl miró de nuevo al techo, se pasó la lengua por los labios secos y tragó saliva con fuerza.
—Ya no había nadie.
—¿Dónde, en el centro comunitario? ¿Regresaste al centro comunitario…?
—Se habían ido. Allí no había nadie.
—¿Adónde han ido?
Carl se incorporó lentamente sobre un codo y volvió a tragar. Respiró hondo; cada movimiento le representaba un esfuerzo.
—No han ido a ninguna parte. Muertos. Todos.
—¿Qué?
—El lugar estaba lleno de cuerpos…
—¿Qué ocurrió? —preguntó Emma.
—Consiguieron entrar. Por allí sigue habiendo muchísimos…
—Dios santo —exclamó Michael en voz baja—, no debieron de tener ninguna posibilidad. Sólo hay una forma de entrar y salir del edificio…
Carl se dejó caer en la cama, exhausto por el esfuerzo de hablar. Michael se levantó y cruzó corriendo la habitación. Le dio una patada a la puerta del dormitorio y la cerró de golpe, produciendo un ruido repentino, como si fuera un disparo, que resonó por toda la casa y provocó que las criaturas del exterior se agitasen de nuevo. No podía pensar racionalmente. No sabía qué hacer. Habían llegado a un callejón sin salida y se estaban quedando rápidamente sin alternativas. La granja estaba asediada, y el único refugio que conocían había desaparecido. Emma notó su miedo y se acercó a él.
—¿Qué vamos a hacer, Mike?
Éste no contestó. Se volvió de cara a la pared, porque no quería que ella le viera las lágrimas de miedo.
—Tenemos que hacer algo. ¿Se supone que vamos quedarnos aquí sentados a esperar o vamos…?
—No tenemos demasiadas alternativas, ¿no te parece? Podemos arriesgarnos a salir o esperar a que entren. O podemos atrincherarnos en esta habitación y quedarnos sentados hasta ver si se van, pero eso puede llevarnos una eternidad y necesitaremos comida, agua y…
—La casa sigue siendo segura…
—Sé que lo es, ¿pero de qué nos sirve ya? Entra en cualquier habitación de la planta baja y tendrás a un centenar de esas cosas mirándote por la ventana. En cuanto te vean, se volverán locos, y antes de que te des cuenta estaremos como al principio…
—¿Qué?
—Quiero decir que sólo con un poco de ruido o con que vean a uno de nosotros, volverán. Podemos pasarnos seis meses sentados en silencio en esta puta casa hasta que se hayan ido casi todos y seguiremos teniendo el mismo problema. Lo único que hace falta es que uno de ellos reaccione, entonces le seguirá otro y luego otro y otro y…
—Entonces, ¿qué estás diciendo?
Michael se encogió de hombros y se limpió los ojos antes de darse la vuelta para mirarla.
—No lo sé…
—Creo que tenemos que irnos. No podemos quedarnos aquí.
Él asintió.
—No sé cómo vamos a salir…
—Pero no tenemos alternativa, ¿no te parece? Nos tenemos que ir.
Michael no contestó. Se limpió de nuevo los ojos y miró la habitación. Durante casi un minuto no dijo nada.
—Tendremos que mantenernos fuera de la vista y del oído de esas malditas cosas el mayor tiempo posible —dijo por fin—, y tendremos que reunir todas las provisiones que podamos. Tendremos que abrirnos por la fuerza.
—¿Cómo llegaremos al Landrover…?
—Quizá si esperamos durante un par de horas hasta que se haga de noche, es posible que desaparezcan unos pocos. Y si intento llegar al generador y arrancarlo…
—¿Para qué?
—Porque los distraerá. Si hay un sonido más fuerte en la parte trasera de la casa, lo más lógico es que nos vayan a buscar por allí, ¿no?
—Supongo.
—Vamos a esperar y a dar tiempo a Carl para que se recupere, después tendremos que ponernos en marcha.