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Finalmente, Emma consiguió quedarse dormida poco después de las dos de la madrugada, pero ya estaba otra vez despierta a las cuatro. Se incorporó sobresaltada y se quedó sentada en la cama. El aire era helado, y la respiración se le condensaba en frías nubes alrededor de la boca y la nariz.

Michael y ella habían compartido la misma habitación desde que llegaron a la granja. No había nada siniestro o inadecuado en su presencia allí; él seguía durmiendo en el suelo, en el hueco entre la cama y la pared exterior, y discretamente apartaba la mirada o abandonaba el cuarto siempre que ella se vestía o desvestía. Tampoco habían hablado nunca de ese acuerdo tan poco corriente para dormir. Los dos seguían agradeciendo en silencio el consuelo y la seguridad de tener cerca a otra persona viva. Esta mañana era diferente. Era la primera vez que Michael no había estado allí cuando había mirado. A menudo se había levantado antes que ella, pero hasta esta mañana, ella siempre había sido consciente de que había dormido allí.

Instintivamente se inclinó hacia la derecha, que era con frecuencia lo primero que hacía, y como le resultaba difícil enfocar los ojos en la penumbra, alargó el brazo con la esperanza de tocar el bulto tranquilizador de su amigo dormido. Esa mañana, sin embargo, sus ojos cansados no la habían engañado; donde esperaba encontrar a Michael sólo halló su saco de dormir arrugado. Sabía que había estado allí cuando ella se había ido a la cama, porque podía recordar claramente que lo había oído resoplar y roncar cuando se había quedado dormido a su lado. Se inclinó un poco más, cogió el saco de dormir vacío y se lo acercó a la cara. Olía a Michael y aún seguía caliente por el calor de su cuerpo.

No era necesario dejarse llevar por el pánico, pensó.

Si hubiera sido más tarde, no se habría preocupado, pero sólo eran las cuatro de la madrugada y aún estaba oscuro. ¿Quizá no podía dormir? Tal vez sólo se había ido a otra habitación porque estaba inquieto y no quería despertarla. Sin importar la razón, Emma se levantó y se puso un par de tejanos y un espeso albornoz de toalla, que había dejado plegado sobre el respaldo de una silla junto a la cama. Atravesó de puntillas la oscura habitación con los brazos extendidos. Las tablas barnizadas del suelo se notaban frías bajo sus pies desnudos, y estaba temblando cuando alargó la mano para abrir la puerta.

Las gruesas cortinas corridas sobre las ventanas del dormitorio habían bloqueado la poca luz de la noche, pero el rellano estaba bastante más iluminado. Emma miró hacia arriba del corto tramo de escalera que conducía hacia la habitación de la buhardilla de Carl y vio que la puerta estaba abierta. Extraño, pensó. Con Carl convirtiéndose cada vez más en un recluso, se había acostumbrado a no verlo ni oírlo antes de mediodía. Al parecer, lo último que parecía desear Carl era cualquier contacto con Michael o con ella, en especial a esas horas de la mañana.

Emma atravesó el rellano hasta el borde de la escalera y miró hacia el vestíbulo.

—Michael —susurró. El silencio mortal del edificio pareció amplificar su voz de una forma inesperada.

No hubo respuesta.

—Michael —volvió a llamar, esta vez un poco más alto—. Michael, Carl… ¿dónde estáis?

Esperó durante un momento y se concentró en el silencio de la casa, esperando que la siniestra quietud se vería rápidamente rota por la respuesta de uno de sus dos compañeros. Cuando no llegó ninguna respuesta, avanzó un par de pasos cautelosos y lo intentó de nuevo.

—Michael —llamó por cuarta vez, con la voz casi a su volumen normal—. Por Dios, contestad, por favor.

Otro paso adelante. Se detuvo de nuevo, esperó y escuchó. Estaba a punto de moverse de nuevo cuando el opresivo silencio se vio roto por un golpe sordo que venía del exterior. Se quedó inmóvil a causa del miedo. Había oído ese mismo ruido la pasada noche.

Otro golpe. Después otro y otro. Luego el sonido de miles de cuerpos golpeando contra la barrera que rodeaba la casa, martilleando contra la puerta del puente, lanzando sus puños putrefactos contra los graneros.

Desesperada, Emma corrió escaleras abajo. El ruido incesante estaba aumentando de volumen. Ya era mucho, mucho más alto que la noche anterior. La pasada noche, los cadáveres habían parecido cansados y letárgicos. Esa mañana parecían tener un propósito y decididos.

—Michael —susurró de nuevo, completamente desorientada. Miró a un lado y a otro del vestíbulo vacío buscando señales de vida.

El ruido del exterior alcanzó un poderoso crescendo y paró. Confundida y aterrorizada, Emma se quedó ante la puerta principal, mirando más allá del patio. Al cabo de un instante se dio la vuelta y corrió hacia el interior de la casa, porque vio que la puerta que cerraba el puente había caído y un torrente imparable de cuerpos tambaleantes se desbordaba en dirección a la casa.

Segundos después se produjo otro ruido, esta vez en la cocina. Cristal al quebrarse. Emma corrió hacia allí y se quedó petrificada. Apretados contra las amplias ventanas de la cocina se encontraban incontables rostros demacrados y descompuestos. Ojos fríos, velados y sin expresión seguían cada uno de sus movimientos mientras pesadas manos empezaban a golpear los frágiles vidrios. Con un horror abyecto contempló que una serie de rajas zigzagueantes recorrían rápidamente en diagonal la ventana, desde la esquina inferior derecha hasta la esquina superior opuesta.

Emma se dio la vuelta y echó a correr. Tropezó con una alfombra en el vestíbulo y medio corriendo, medio tropezando, entró en la sala de estar y aterrizó sobre la alfombra como un bulto. Levantó la mirada y vio a través de las puertas acristaladas que más rostros putrefactos la estaban contemplando desde el exterior. Olvidando a Michael y Carl, supo que su única oportunidad era atrincherarse en el dormitorio de Carl en la buhardilla, la parte más alta y esperaba que más inaccesible de la casa.

Mientras corría hacia la escalera, la puerta principal se abrió de golpe bajo la fuerza de miles de cadáveres furiosos. Como si se hubiera roto una presa, una oleada imparable de criaturas enloquecidas y horrendas entró en la casa. Emma luchó para abrirse camino entre los primeros cadáveres y llegó a la escalera. Corrió hacia arriba, deteniéndose durante una fracción de segundo para mirar atrás. Toda la planta baja de la casa bullía ya con una masa de carne furiosa y putrefacta.

Corrió hacia su habitación y cerró de golpe la puerta a su espalda. En la oscuridad, quitó de en medio una silla que obstaculizaba su camino y apartó a patadas una pila de ropa sucia de Michael. Cuando llegó a la ventana descorrió las cortinas y miró hacia fuera para ver confirmados sus peores temores. La barrera alrededor de la casa había caído al menos en tres puntos que ella pudiera ver. Incontables cuerpos seguían acercándose hacia la casa, y el patio era un hervidero de cadáveres. La furgoneta, su único medio de huida, estaba rodeada y fuera de su alcance. Más allá de los restos de la valla, hasta donde podía ver en todas las direcciones, cientos de miles de siluetas imprecisas caminaban penosamente hacia Penn Farm.

De repente oyó que algo se rompía a su espalda, y al volverse se encontró cara a cara con cuatro cadáveres. Podía ver a más en el rellano; el simple volumen de cuerpos en la casa los había forzado a entrar en la habitación. El más cercano de los cuatro la miró durante un momento antes de lanzarse hacia delante. Emma gritó e intentó romper la ventana para salir.

Cuando la atacaron los cuerpos, se dio la vuelta y pateó a la primera criatura directamente en sus marchitos testículos en descomposición. La cosa no se dobló ni mostró el más mínimo atisbo de emoción. En lugar de eso fue de nuevo a por ella con unos dedos como garras, consiguió agarrarla del pelo y la tiró sobre la cama.