El viaje de regreso a la casa y la posterior descarga de las provisiones tuvieron lugar a una velocidad frenética y aterrorizada. En sólo un par de horas todo había cambiado, y el mundo volvía a estar patas arriba. La seguridad que Michael, Carl y Emma habían encontrado en Penn Farm había sido brutalmente destruida y reducida a ruinas. Se sentían más expuestos y vulnerables que nunca y, mientras que su situación empeoraba, los cuerpos parecían estar más despiertos y controlados. Si ya estaban dispuestos a atacarlos y destrozarlos, ¿qué podrían llegar a hacer al día siguiente?
Michael miró a los otros mientras se hallaban sentados todos juntos en silencio en la cocina. El miedo de cada uno era palpable e imposible de ocultar. Cualquier movimiento inesperado provocaba que se quedaran helados, y cualquier sonido repentino hacía que el corazón les dejara de latir. Incluso el gemido del viento entre los árboles y los arbustos del exterior, y los crujidos y gemidos de la vieja casa ya no eran únicamente inocuos ruidos de fondo. En su lugar se habían convertido en susurros de advertencia, en un recuerdo constante del horror inexplicable que les rodeaba y observaba todos sus movimientos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Michael mientras se paseaba por la cocina, porque la tensión y el silencio en la habitación eran demasiado inquietantes como para estarse quieto.
Carl se encogió de hombros. Michael miró a Emma, pero su respuesta no fue mejor.
—No lo sé. No pasará nada si conseguimos mantenerlos alejados de la casa.
—¿Y cómo se supone que vamos a hacerlo? —preguntó Carl, intentando controlar los nervios.
—¿Construyendo un muro o una valla? Dijiste que debíamos hacerlo, ¿no es así, Mike?
—Hoy no voy a salir otra vez ahí fuera —gimió Carl.
—Bueno, pues algo tenemos que hacer —lo cortó Michael—, porque si no lo hacemos, nos vamos a quedar atrapados aquí dentro. Hagamos ruido, y este lugar se llenará de esas cosas.
—Y ¿cómo construimos una valla sin hacer ruido? —preguntó Emma con sensatez.
—¿Y qué se supone que vamos a utilizar para construirla? —añadió Carl con igual sensatez.
Michael intentó encontrar una respuesta.
—Tendremos que usar todo lo que encontremos tirado por ahí. Esto es una maldita granja, por el amor de Dios, debe de haber un montón de cosas si las buscamos…
—¿Suficientes para rodear toda la casa?
—No es necesario, ¿no te parece? Y tampoco tiene por qué ser una valla, sólo algo que los detenga. Podemos cavar una zanja o aparcar coches alrededor del perímetro o…
—Tienes razón —asintió Emma—, no es tan difícil como parece. Tenemos el arroyo a un lado y el bosque y ya existe una valla en la parte trasera…
—Y ellos no aguantan nada, ¿no? —prosiguió Michael, que gradualmente iba recuperando el ánimo—. Emma, hoy he visto cómo cargabas con el hombro contra el cuerpo de un hombre que te doblaba en tamaño, y prácticamente lo has enviado volando al otro lado de la habitación. Si actuamos ahora, los podemos parar. Si lo dejamos para mañana…
—Entonces quién sabe de lo que serán capaces —terminó Emma de forma inquietante.
Un rato después, Michael se atrevió a salir de nuevo. Con la escopeta en la mano, atravesó cauteloso el patio y empezó a revisar los alrededores, buscando cualquier cosa que se pudiera utilizar para atrincherar la granja y mantener alejados a los muertos. Cuanto más tiempo pasaba en el exterior, más confianza iba ganando. En los dos grandes graneros del fondo del patio encontró tablones, postes para vallas y un rollo de alambre de espino. Entonces se quedó mirando los propios graneros. Ya no servían para nada. Decidió que podían utilizar la madera de las paredes para la barricada, y arrancar los techos de uralita para cubrir los huecos. Aunque sólo consiguieran acumular una gran pila de escombros alrededor de la granja, probablemente sería suficiente para mantener a raya a los muertos. No era imposible. Sabía que podían hacerlo. Con un último esfuerzo serían capaces de mantener fuera al resto del mundo.
Mientras caminaba de regreso a la casa, un pensamiento aislado e inocente se abrió camino en su mente cansada y desprevenida, surgido de ninguna parte. Durante el más breve de los instantes pensó en una amiga del trabajo. Durante un segundo se permitió dibujar el rostro de la chica que se sentaba en el escritorio frente al suyo. Ese recuerdo inesperado hizo que se abrieran las compuertas, y enseguida se sintió inundado por un torrente imparable de dolor y emoción. No había pensado en ella desde que habían muerto todos. Seguramente también estaría muerta. ¿Habría muerto sentada al escritorio, de camino al trabajo o con su novio? ¿Quién más del trabajo estaría muerto? ¿Todos? Las circunstancias le habían permitido suprimir esos pensamientos y esos sentimientos durante días, pero de repente, lo habían cogido con la guardia baja. Como una presa a punto de romperse bajo la presión del agua que se acumula detrás, el recuerdo de todo lo que había perdido se le hizo presente. Se dejó caer en el primer escalón frente a la puerta de la casa, se cubrió la cabeza con las manos y lloró por su familia, por sus amigos, por sus clientes, por sus compañeros de trabajo, por la gente del taller que le había arreglado el coche la semana pasada, por la mujer que le había vendido un periódico de camino a la escuela la mañana del desastre, por la maestra al fondo de la clase, por la chica que había sido la primera en toser…
¿Estaban perdiendo el tiempo allí? ¿Valía la pena todo el esfuerzo que seguramente tendrían que realizar para sobrevivir? Enfadado consigo mismo por tener pensamientos tan negros, se levantó, se secó los ojos y entró en la casa.