Carl conducía mientras Michael y Emma iban sentados detrás. Entregarle las llaves había sido un gesto calculado por parte de Michael. No le había gustado la forma en que había actuado durante la mañana. Estaba seguro de que los tres se encontraban en ese momento al borde del abismo, pero la posición de Carl parecía más precaria que la de los otros dos. Existía un matiz innegable de incertidumbre y miedo en su voz cada vez que hablaba. El razonamiento de Michael era que distrayéndolo y otorgándole un papel definido en el que se pudiera concentrar, su mente estaría ocupada y podrían evitarse temporalmente los problemas.
Condujeron en dirección al pueblo de Byster a una velocidad increíble. Michael le pidió con tacto a Carl que redujera, pero él no quiso. Conducir era ahí mucho más difícil porque, a pesar del silencio, la carretera estaba llena de incontables obstáculos distribuidos al azar: coches accidentados y abandonados, restos incendiados, los escombros de edificios derrumbados y muchos inmóviles cadáveres diseminados. Los que seguían moviéndose añadían más dificultad a lo que antes había sido una labor sencilla. Cuando había conducido Michael, se había dado cuenta de que una presión cada vez más fuerte y nerviosa le había forzado a clavar el pie en el acelerador. Estaba seguro que Carl estaba sintiendo el mismo miedo frío y desagradable.
Antes de llegar al pueblo pasaron al lado de un supermercado de gran superficie, pintado con un color brillante que chocaba totalmente con el verde exuberante de los campos que lo rodeaban. Carl apretó el freno, dio rápidamente la vuelta y condujo hacia el gran edificio. Se trataba de un hallazgo crucial, ya que debía de tener casi todo lo que necesitaban. Y lo importante, si cargaban allí la furgoneta no necesitarían acercarse al centro del pueblo. Eso significaba que podían mantenerse a distancia de los muertos.
—Estupendo. Esto es jodidamente estupendo —comentó Carl en voz baja mientras entraba en el aparcamiento y detenía la furgoneta.
Excepto por dos coches vacíos, otro con tres cuerpos inmóviles en su interior, un cuarto que era una chatarra destrozada y oxidada, y un solo cadáver que se aproximaba tambaleándose hacia ellos por puro azar, parecían estar solos.
—Acércate todo lo que puedas a la puerta principal —le aconsejó Michael, mirando por encima del hombro de Carl—. Tenemos que estar fuera el menor tiempo posible.
La respuesta inmediata de Carl fue actuar sin decir nada. Después de pensar durante un segundo puso la primera y reemprendió la marcha. Se alejó del edificio y paró cuando la puerta de vidrio de la entrada estaba directamente a su espalda.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Emma en voz baja.
—Creo que se va a acercar marcha atrás —contestó Michael—. Un movimiento inteligente. Si yo estuviera conduciendo intentaría llegar hasta casi tocar la puerta para que…
Se calló de repente cuando Carl puso la furgoneta marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. La fuerza del movimiento, súbito e inesperado, lanzó hacia delante a Emma y Michael.
—¡Dios santo! —chilló Michael por encima del ruido del motor y el chirrido de los neumáticos—. ¿Qué demonios estás haciendo?
Carl no contestó. Volvió la cabeza hacia atrás para ver la puerta del supermercado. El motor gimió mientras la furgoneta se lanzaba marcha atrás hacia el edificio. Emma se volvió para mirar, después se agachó con las manos sobre la cabeza y se preparó para el impacto. La furgoneta chocó contra la puerta de vidrio y se detuvo de golpe; el ruido del motor fue reemplazado por el enervante estallido de cristales rotos y el siniestro gruñido de metal contra metal. Michael levantó la mirada y vio que la furgoneta se había detenido con un tercio dentro del edificio y dos tercios fuera. Estaban atrapados en el quicio de la puerta.
—¡Estúpido idiota! —gritó Emma enfadada.
Sin hacerle caso, Carl detuvo el motor, abrió la puerta del maletero utilizando una palanca junto a su pie derecho, sacó las llaves del contacto y salió entre los dos por encima de los asientos. Entró en el supermercado aplastando afilados fragmentos de vidrio sobre el suelo de mármol.
Michael contempló a Carl, y reconoció en silencio que su aparcamiento tan poco ortodoxo, aunque nada bueno para la carrocería de la furgoneta, hacía que la situación fuera mucho más sencilla. No sólo los había llevado a salvo al interior del edificio, sino que al mismo tiempo había bloqueado la entrada, y seguiría bloqueada hasta que decidieran irse. Estaba impresionado. Lo siguieron al interior del supermercado.
—¡Por mil demonios! —exclamó Emma, arrugando la cara de disgusto y cubriéndose la boca y la nariz con la mano.
—Apesta, ¿no te parece? —comentó Carl desde cierta distancia.
Michael dio unos cautelosos pasos y se estremeció. El aire estaba cargado del mareante hedor de la putrefacción. Más que simplemente incómodo, el olor era sofocante y asfixiante. Colgaba pesado en el aire, y Michael notó que le cubría la garganta y le ensuciaba la ropa y el cabello. Emma sentía náuseas y respiraba con dificultad. Tuvo que controlar la bilis que le subía del estómago.
—Tenemos que darnos prisa. No queremos estar aquí ni un momento más de lo necesario.
—Estoy de acuerdo —asintió Emma—. No puedo soportarlo…
Sus palabras se vieron violentamente truncadas cuando una figura tambaleante que apareció de la nada chocó contra ella, desequilibrándola. Emma gritó e instintivamente empujó el cadáver lejos de sí; sintió que las manos se le hundían en la carne putrefacta. Michael contempló cómo los restos de un dependiente, con un rostro antinaturalmente demacrado y cabello castaño claro, se quedaban quietos durante un segundo antes de que los marchitos brazos y piernas empezasen a moverse de nuevo, intentando de forma desesperada ponerse en pie. Antes de que pudiera levantarse, Michael le dio una patada en la cara, y el cadáver volvió a caer de espaldas.
—Vamos a echar un vistazo —dijo Michael mirando ansiosamente a todas partes—. Es muy posible que haya más aquí dentro.
Tenía razón. El ruido de la furgoneta al estrellarse contra la puerta de vidrio había atraído la inoportuna atención de otros cinco cadáveres harapientos que habían quedado atrapados dentro del edificio. Los torpes restos de cuatro dependientes y de un repartidor avanzaban lentamente hacia Michael, Carl y Emma a una velocidad apática, pero un objetivo innegable. El cuerpo del suelo extendió una mano huesuda y agarró a Michael por la pierna. Éste se liberó y volvió a patear a la criatura en la cara.
—Vamos a tener que deshacernos de ellos —anunció.
Michael miró alrededor y descubrió unas puertas dobles detrás de un expositor de panadería repleto de pan rancio y mohoso. Agarró por el pescuezo el cuerpo que estaba a sus pies y lo arrastró por el suelo. Abrió las puertas de un empujón y tiró los restos del hombre dentro de un cuarto oscuro lleno de hornos fríos y sin encender. Regresó con los demás, agarró al siguiente cadáver que tenía más cerca, el de un cajero, y dispuso de él de la misma forma.
—Vamos a sacarlos de aquí —gritó mientras corría hacia la tercera criatura—. Sed rápidos y no tendrán tiempo de reaccionar.
Carl respiró hondo y agarró el cadáver más cercano por el cuello con fuerza. Mientras el cuerpo sacudía sus estropeados miembros dibujando arcos descoordinados en el aire estancado, Carl lo arrastró hasta la panadería y lo empujó por la doble puerta. El cadáver colisionó con el cuerpo del cajero muerto, que una fracción de segundo antes, había conseguido levantarse de nuevo. Carl se quedó mirándose la chaqueta, cubierta de hilos de sangre y otras descargas inidentificables, y sintió náuseas.
—¡Aparta!
Emma corrió hacia él y empujó a través de las puertas los restos de un limpiador que, sin saberlo Carl, había aparecido peligrosamente cerca. Emma bajó el hombro y cargó contra la lamentable figura, de manera que la fuerza inesperada del impacto envió volando a la panadería el cadáver, que tenía todo el peso y resistencia de una muñeca de trapo.
En cuanto el último de los cuerpos hubo pasado a través de la doble puerta, Michael empujó una fila de veinte o más carritos de la compra delante de la panadería para evitar que los muertos pudieran salir.
—Adelante —dijo sin aliento mientras se limpiaba las sucias manos en la parte trasera de los tejanos—. Coged todo lo que podáis. Cargadlo en cajas y apiladlas junto a la furgoneta.
* * *
Mientras Michael metía latas de comida en cajas de cartón, miraba nervioso alrededor, convencido de que podía oír cómo se aproximaban más cuerpos. Los cadáveres en la panadería le devolvían la mirada a través de las pequeñas ventanas cuadradas de las puertas, con los rostros sin emociones y putrefactos pegados al vidrio de seguridad. ¿Lo estaban vigilando?
—Dios santo —exclamó Carl de repente.
Se encontraba cerca del lugar donde había estrellado la furgoneta contra la puerta de entrada. Su voz produjo extraños ecos en la enorme y cavernosa tienda.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emma, inmediatamente preocupada.
—No quieras saber lo que está ocurriendo en el exterior —contestó Carl siniestro.
Emma y Michael se miraron durante una fracción de segundos antes de dejar lo que estaban haciendo y correr hacia donde se encontraba Carl.
—Mierda —maldijo Michael al acercarse.
Incluso desde esa distancia podía ver lo que ocurría. Carl había estado a punto de empezar a cargar las cajas en la parte trasera de la furgoneta cuando se había dado cuenta de la gran muchedumbre en el exterior, de los rostros muertos de innumerables cuerpos apretados contra los parabrisas y cualquier otra área de vidrio expuesta. Más criaturas intentaban sin éxito entrar a través del pequeño hueco entre los laterales de la furgoneta y los restos retorcidos de la puerta del supermercado.
Emma contempló a través de la furgoneta la masa de caras grotescas que la estaban mirando con ojos oscuros y vacíos.
—¿Cómo han…? —empezó a decir—. ¿Por qué son tantos…?
—Han oído que entramos aquí, ¿no te parece? —susurró Michael—. Ahí fuera reina el silencio. Deben de haber oído la furgoneta y el estruendo en kilómetros a la redonda.
Carl se inclinó más hacia el interior de la furgoneta y miró alrededor.
—Hay montones de esas putas cosas por aquí —susurró, con la voz lo suficientemente baja para que sólo los otros pudieran oírlo—, al menos treinta o cuarenta.
—Y esto es sólo el principio —repuso Michael—. Hemos hecho un montón de ruido al entrar aquí. Ahora ya debe de estar todo el edificio rodeado.
—Tenemos que salir de aquí —dijo Carl, confirmando lo obvio.
—¿Tenemos todo lo que necesitamos? —preguntó Michael.
—No importa. Tenemos que salir.
Entre los tres empezaron a cargar cajas, bolsas de comida y materiales en la furgoneta.
—Subid los dos —ordenó Michael mientras trabajaba.
Carl cargó otras dos cajas más y después fue hacia al asiento del conductor.
—Voy a poner en marcha el motor.
—Espera —intervino Emma, cogiéndolo por el brazo—. Por el amor de Dios, no lo hagas hasta el último segundo. Cuanto más ruido hagamos más de estas malditas cosas intentarán entrar.
Carl asintió, pasó por el hueco entre los dos asientos delanteros y se sentó detrás del volante. Emma lo siguió y se colocó en silencio en el asiento del pasajero, obligándose a mirar a cualquier parte excepto al muro de caras muertas que le devolvían la mirada. Carl trató de concentrarse y meter la llave en el contacto con manos temblorosas. Cuanto más intentaba no pensar en los cuerpos y mantener las manos firmes, más le temblaban.
—El último par de cajas —chilló Michael mientras apilaba más y más en la parte trasera de la furgoneta, dejando el espacio justo para poder subir y cerrar el portón trasero a su espalda.
—Olvida el resto —gritó Emma por encima del hombro—. Sube de una vez.
Carl levantó la mirada y se encontró con los ojos de un cadáver horriblemente descompuesto tras la ventanilla de su derecha. De alguna manera, el cuerpo consiguió levantar una torpe mano en el aire y juntó los dedos para formar un puño podrido. De repente, golpeó con él la ventanilla de la puerta del conductor, dejando atrás una mancha grasienta.
—Michael, ¿estás ya arriba?
—Casi —contestó.
Carl vio cómo un segundo cuerpo levantaba la mano y golpeaba el lateral de la furgoneta. Después otro y otro y otro. La reacción se extendió por la multitud harapienta como el fuego por un bosque seco. En pocos segundos, el interior de la furgoneta resonaba con un ensordecedor crescendo de golpes sordos y estrepitosos. Carl giró la llave y puso en marcha el motor.
—Estoy dentro —chilló Michael mientras acababa de subir a la furgoneta. Extendió la mano, agarró el portón y lo bajó de golpe—. ¡Vamos!
Carl pisó el acelerador y levantó el pie del embrague. Durante un segundo no ocurrió nada, el motor empujaba, pero la furgoneta se negaba a moverse. Entonces, con dolorosa lentitud, empezaron a avanzar centímetro a centímetro, retenida por el marco de la puerta de entrada del supermercado. Carl volvió a acelerar el motor, y finalmente consiguió la suficiente potencia para liberarlos de la puerta, pero el avance seguía siendo difícil. El volumen de carne muerta que rodeaba la parte delantera y los laterales del vehículo les impedía avanzar con velocidad. Aterrorizado, Carl volvió a poner primera, pisó a fondo el acelerador y soltó el embrague; la furgoneta salió disparada a través de las hordas muertas. Gran parte de la masa de los cuerpos fue lanzada hacia los lados, pero muchos otros no pudieron escapar y acabaron bajo las ruedas.
—Maldita sea —juró Michael, con la cara apretada contra el parabrisas trasero.
—¿Qué ocurre? —preguntó Emma.
—No se dan por vencidos. Esas malditas cosas no se dan por vencidas.
Contempló incrédulo cómo la multitud empezaba a perseguirlos. Aunque su lento tambaleo no podía competir con la velocidad de la furgoneta, su constancia implacable e inútil resultaba terrorífica. No tenía ningún sentido que los siguieran, pero aun así lo hacían. Los cuerpos que caían eran pisoteados por los que seguían de pie.
—Ya casi estamos —anunció Carl mientras giraba hacia la salida del aparcamiento. Un cuerpo solitario se tambaleó delante de la furgoneta y, en lugar de perder unos segundos preciosos intentando rodearlo, Carl fue directo hacia él. El impulso de la furgoneta se llevó por delante el cadáver durante unos metros antes de que éste se deslizase por el capó y cayera bajo las ruedas. Emma se tapó la cara y empezó a gemir.
—¿Qué querías que hiciera? —preguntó Carl—. Ya estaba muerto. Todos están muertos…
La furgoneta dio un fuerte bote sobre el bordillo cuando viraron bruscamente hacia la carretera. Michael seguía mirando el cuerpo que acababan de derribar. Tenía las piernas rotas y aplastadas, eso estaba claro, y aun así continuaba moviéndose. La vanguardia de la muchedumbre que los seguía lo pisoteó y se tropezó con él, pero aun así no paró de moverse. Ignorante de las terribles heridas que había recibido y del dolor que debería de haber sentido, extendió unos dedos retorcidos y rotos, intentando arrastrarse por el suelo, centímetro a centímetro.