Michael y Emma estaban sentados el uno frente a la otra en la mesa de la cocina. Eran casi las cuatro. Carl había estado trabajando en el generador la mayor parte de la tarde. La puerta trasera estaba abierta, y la casa se estaba quedando helada.
—Tiene que haber algo que los impulsa —dijo Emma—. No puedo comprender por qué se siguen moviendo y aun así…
—Maldita sea, déjalo correr, ¿quieres? ¿Qué importa? ¿Por qué tenemos que preocuparnos por lo que hacen y por qué lo hacen siempre que no sean un peligro para nosotros? Dios santo, no me importaría despertarme con mil y una de esas malditas cosas rodeando la casa, cantando y bailando, mientras no…
—De acuerdo, lo he captado. Lo siento si no comparto tu limitada visión.
—Mi visión no es limitada —protestó Michael.
—Sí que lo es. No te importa nada que no seas tú mismo…
—Eso no es verdad.
—Sí que lo es.
—No lo es. Me preocupo por ti y también por Carl. Sólo creo que tenemos que enfrentarnos a los hechos, eso es todo.
—No conocemos los hechos, ése es el problema. No sabemos nada.
—Sí que sabemos. Para empezar es un hecho que no importa qué le ha pasado al resto de la población mientras no nos ocurra a nosotros. Es un hecho que no importa por qué millones de personas han muerto y nosotros estamos vivos. ¿Qué diferencia habría si lo supiéramos? ¿Qué podríamos hacer? Aunque encontrásemos alguna cura milagrosa, ¿qué íbamos a hacer? ¿Pasar el resto de nuestras vidas dedicados a cincuenta y muchos millones de cadáveres a costa de nosotros mismos?
—No, pero…
—Pero nada. No tengo una visión limitada, estoy siendo realista.
—No lo puedo remediar —replicó Emma, descansando la cabeza en las manos—. Es el médico que hay en mí. Quería cuidar de la gente, y esto va en contra de todo…
Michael se la quedó mirando.
—Olvida todo eso. Olvídalo todo. Deja de intentar averiguar qué ha ocurrido y por qué. Lo perdido, perdido está, y vamos a sacar todo lo que podamos de lo que ha quedado. Tenemos que olvidarlo todo y a todos, y concentrarnos en intentar construir algún tipo de futuro para los tres.
—Lo sé. Pero no resulta tan sencillo, ¿no te parece? No puedo desconectar sin más y…
—Tendrás que hacerlo. Dios santo, ¿cuántas veces tendré que decirlo? Tienes que olvidarte del pasado. Esa vida se ha acabado.
—Lo estoy intentando. Mira, sé que ya no puedo ayudar a nadie, pero creo que no has pensado en esto como lo he hecho yo.
—¿Qué quieres decir?
—También quiero asegurarme de que estamos a salvo, como tú —explicó Emma—, pero ¿te has parado a pensar si realmente ya ha pasado todo?
—¿Qué?
—¿Quién ha dicho que esto es el final? ¿Quién ha dicho que los cadáveres levantándose y moviéndose por ahí es el acto final?
—¿Qué estás diciendo?
—No estoy segura —admitió Emma; se inclinó hacia delante y se masajeó las sienes—. Mira, Mike, creo que tienes razón, ahora tenemos que cuidar de nosotros mismos. Pero necesito saber que, sea lo que sea que les ha ocurrido a los demás, no me va a pasar a mí. Que hayamos escapado hasta el momento no quiere decir que necesariamente seamos inmunes, ¿no te parece?
—¿Y crees que deberíamos…?
Un fuerte y repentino golpe procedente del exterior, que reverberó por la casa rompiendo el silencio, cortó a Michael. Se levantó de un salto, salió corriendo al exterior y se encontró a Carl sentado en la hierba con la cabeza entre las manos. A través de la puerta medio abierta del cobertizo pudo ver una caja de herramientas bocabajo, que acababa de patear o tirar en un ataque de ira.
—¿Estás bien? —preguntó.
Enfadado, Carl gruñó algo antes de levantarse y meterse de nuevo en el cobertizo. Emma contemplaba la escena desde la puerta trasera.
—¿Se encuentra bien?
—Eso creo. Parece que le está costando un poco, eso es todo.
Emma asintió pensativa y siguió mirando. Michael se apoyó pesadamente contra la pared a su lado.
—Está oscureciendo —comentó Emma—. Pronto lo tendrá que dejar.
Michael no contestó. Levantó la mirada y contempló cómo ella miraba a Carl.
—Oye, sobre lo que estabas diciendo antes…
—¿Qué pasa?
—Suponiendo que seamos inmunes y que sobrevivamos a todo esto…
—Sí…
—¿Crees que podremos construir algo con lo que ha quedado?
Emma reflexionó durante un momento antes de contestar.
—Aún no estoy segura. ¿Y tú?
—Aquí estamos bastante cómodos, estoy seguro. Dios santo, podemos convertir este lugar en una maldita fortaleza si queremos. Todo lo que necesitamos está ahí fuera en alguna parte. Sólo es cuestión de ponernos las pilas y encontrarlo…
—Una perspectiva desalentadora, ¿no te parece?
—Lo sé. No va a ser fácil, pero…
—Creo que lo más importante es decidir si queremos sobrevivir, no si podemos hacerlo. —Se volvió para mirar a Michael—. Ya sé que podemos tenerlo todo; maldita sea, podríamos vivir en el maldito palacio de Buckingham si quisiéramos…
—… en cuanto lo hubiéramos limpiado de cadáveres…
—De acuerdo, pero has captado mi idea. Podemos tenerlo todo, pero debemos preguntarnos si hay algo que haría que todo esto fuera más fácil de digerir. No quiero romperme la espalda construyendo algo si vamos a acabar prisioneros aquí, contando los días hasta que nos muramos de viejos.
Su sinceridad era dolorosa. Michael se levantó y regresó al interior. Ella lo siguió a la cocina, y lo observó mientras él llenaba un pote con agua y lo colocaba en el hornillo.
—Sabes lo que creo que deberíamos… —empezó a decir Michael. Se calló de repente. Oía algo. No podía ser, ¿o sí? Apagó el quemador de gas. Dios santo, podía oír una máquina; un traqueteo mecánico bajo y constante. Carl entró sin aliento por la puerta.
—¡Lo he conseguido! ¡Maldita sea, lo he hecho!
Orgulloso, apretó el interruptor en la pared. El fluorescente del techo empezó lentamente a parpadear y cobró vida, llenando la habitación con una luz eléctrica dura, implacable y absolutamente maravillosa.